gritara, “¡bueno, ya, se acabó!” y todos, los deudos y los periodistas soltaran de pronto la carcajada porque Mario y Silvano saldrían de sus ataúdes, que eran modelo económico, y limpiándose el maquillaje recuperarían su color y sus ganas de vivir. Pero los caváderes no tienen ganas de vivir. Los caváderes no mean, no ríen, no rezan como los demás, Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo y Bendita tú eres, entre todas las mujeres... ¡Carajo! ¿Por qué me quitaron a mis amigos? ¡Por qué acabaron con Los Marsellinos! ¿A quién hacían daño pegando propaganda del Frente Democrático Nacional! Y lo peor, ¿por qué preferí el cachondeo con Patricia en el cine Variedades que acompañar a mis amigos en su último trance?
Estaba pensando eso en la cafetería de la funeraria porque tú bien lo sabes: no me gusta llorar en público. Es más, no me gusta llorar. Demasiadas lágrimas han corrido en mi familia como para anegar otro mar. Fue cuando se me acercó un primo de Silvano, que es ingeniero y vive desde hace años en Guadalajara. Me explicó que se acababa de bajar del avión y que votará por el PAN. Como si tuviera que ver una cosa con la otra. Las elecciones son el domingo próximo, es decir, de mañana en ocho. De las pendejadas que habla uno cuando no tiene de qué hablar. Comenzó a revisar los folletos que asomaban del paquete que había puesto sobre el mostrador. Sacó uno y lo comenzó a leer en voz baja. Cómo me cae mal la gente que no puede leer sin mover los labios. En eso pensaba, y en muchas otras cosas cuando de repente me dice, sincerándose: “Ni modo Vito, se acabó el gallo”, y le dije que sí, que ni modo... y me quedé helado. Acababa de recordar la frase.
Pero eso fue hace tres años y la pobre anciana ahora también es caváder.
“Se acabó el gallo”, repitió, y yo me quedé piense y piense. Entonces el ingeniero Andrade (nunca me acuerdo de los nombres propios) me comenta al devolverme el folleto, no van a servir. “Mira, aquí dice que se arreglan, que cobran por hora o por velada, que les llamen... pero no tiene apuntado el teléfono”.
Era cierto; qué tarugos. Y yo con la frasecita martilleándome la cabeza, le digo entonces para que se le quitara lo mamón. “Tienes razón, no van a servir, se nos olvidó ese detalle... además de que tu primo y Mario son cadáveres”.
Qué pinches los velatorios. Como que no te acostumbras a ver esas caras mustias, y lo peor: esas mujeres que lloran y lloran en los rincones, como la mamá de Mario, que no se dejaba consolar. ¡Suéltenme, suéltenme; así estoy bien!
Oye Vito, una pregunta, me dice entonces el primo de Silvano. ¿Por qué se pusieron ese nombre tan jacarandoso?, digo, como trío. ¿Los Marsellinos?, le subrayo, pues por una sencilla razón. Mario y Silvano, que son las guitarras, viven en el edificio de Marsella, la calle de Marsella, a la vuelta de mi casa. Por eso los tres somos, es decir, éramos Los Marsellinos. Y entonces, al aceptar la crudeza del verbo en pretérito, me solté a llorar sobre el hombro de ese joven ingeniero que había llegado una hora antes de Guadalajara y que votará por Acción Nacional.
2
Después de todo no era tan antipático el primo de Silvano. Traía guardada una anforita y sin preguntar me sirvió un generoso chorrito en el café. Ah, qué alivio aquel ron. Esos gestos son de los que no se olvidan. Nos fuimos sincerando mientras afuera de la cafetería los periodistas entrevistaban al representante del candidato. Hasta me empecé a creer eso del atentado que, ante los reflectores de televisión, insistían en llamar “masacre fascista”. Mira, lo peor, ¿sabes qué es lo peor de todo?, preguntó el ingeniero Andrade. Ni idea, contesté porque ¿puede haber algo peor que morirse? Mira, lo peor de todo, me dice, es que hoy era su cumpleaños, su cumpleaños de Silvano. Mira nomás: iba a cumplir veinte años, y ya el Señor lo llamó a su lado.
La verdad yo guardaba más amistad con el gordo Mario. Siempre ocurre eso con los amigos comunes: Juan es más amigo de Pedro, Pedro de Carlos, Carlos de Roberto. ¿Qué es la amistad, después de todo? Una complicidad para siempre, “amor sin sexo”, como dijo una vez Carlos Monsiváis en la presentación de un libro.
Quedarte sin amigos debe ser como ingresar un poco al manicomio. Y mira quién lo dice. Yo al menos te tengo a ti... que es como no tener a nadie, ya lo sé. Pero, ¿sabes inge?, le dije al primo de Silvano luego de probar mi café piqueteado: Nunca en mi vida he leído un libro. Y el otro, como si nada. Volvió a sacar su ánfora, de ésas que llaman “pachitas”, y se apostrofó (qué verbo) el último chorrito. ¿Ni siquiera el de Cien Años en el Laberinto de Soledad?, me preguntó a punto de ofendido.
Ni siquiera.
Pero qué ignorante el inge. Una cosa es que no hayas leído un libro completo y muy otra que no hayas empezado mil o que no sepas quién es García Márquez o Ángeles Mastretta. En la vida hay que estar informados... en la muerte no. Se me ocurrió decírselo: “La muerte es desinformación”.
El inge Andrade puso cara de ah, cabrón, ya se le subió. Es lo malo de soltar así mis genialidades. Nadie me entiende, soy un incomprendido. ¡Bu bú...! mamacita; dame la teta... Eso es algo de lo que nunca se privó Silvano. Su mamá, cuando éramos más chicos, tenía unas sorbederas de miedo. Yo creo que por eso nos hicimos amigos. Entonces los tres, Silvano, Mario y yo vivíamos en el mismo edificio de Marsella pero luego, con la crisis, nos tuvimos que cambiar a otro “menos ostentoso”, como decía el tío Quino. Y bye bye a las mámerson de la mamá de Silvano.
¿Te acuerdas de las tetotas de tu tía?, me dieron ganas de preguntarle al primo de Silvano, pero en ese momento saludaba a quién sabe qué pariente. ¿Y ahora, qué van a hacer?, le dije. ¿Mis tíos? ¿Qué van a hacer mis tíos? No sé. Mira, supongo que aguantar vara. Mira, ha de ser terrible perder así un hijo.
Qué conmovedor. Hasta me dieron ganas de platicarle la tragedia de mi hermanito, pero ya lo he dicho: en casa han escurrido demasiadas lágrimas. El día que escriba la historia de mi familia me volveré famoso. Y el otro: Mira, no es que sea curioso pero ¿cómo fue que se hicieron grupo? Digo, ¿cómo se hizo el trío Los Marsellinos?, preguntó el ingeniero Andrade porque así es su estilo, hablar a empujones. Debe ser de los que van al WC a las cinco y a las cinco y media.
Es una historia muy larga, le comencé a explicar, pero comenzó en serio con el terremoto de 1985. Como tú sabrás los temblores de aquel 19 de septiembre transformaron a los habitantes de esta urbe. (“Esta urbe”, ¡uf!). Es cuando sabes que la vida tiene prioridades: primero tú mismo, “¿estoy vivo, entero?”; luego tus seres queridos, “tía Cuca, ¡hazte para acá, te va a caer encima la Virgen!...”, luego los demás, tus amigos, los vecinos, la sociedad civil, como ahora llaman los articulistas de La Jornada al populacho.
¿Que cómo estuvo lo de la Virgen? Es que mi tía Cuca, que vive en el departamento de junto, es como mi segunda madre. Una mujer entrona. Antes tenían una farmacia, ella y mi tío Quino, pero luego quebró. Ya sabes, la crisis la crisis. Andaba medio lastimada de una rodilla y me pidió que la acompañara a misa de siete. Ya teníamos una semana yendo así, yo medio interesado porque al regreso me invitaba a desayunar en un café de chinos. Y es que así de ñango como me ves puedo comerme diez panqués, dos cafés con leche y un helado de fresa sin que me pase nada. Si me preguntaras, por ejemplo, ¿qué prefieres, una noche con Meg Ryan o tres helados de fresa en Chiandoni?... Bueno, te respondería que los tres helados.
¿Que por qué? No, no soy gay. Lo que pasa es que los helados me los zumbo como de rayo y no hay problema, pero en cambio la noche con Meg Ryan, imagínate: en primer lugar hablo un inglés al estilo Trucutú: aiguantufocllu. ¿Teimaginas?¿O qué le dirías? Gud mornig, Meg. Mai neim is Vito, ¿du llu wan tu quis mai pito? ¡No maaames, inge! Pues cuándo. Eso es lo que epistemológicamente hablando se llaman sueños guajiros. Acostarse con Jane Fonda, con Sarah Fawcett, con Bo Derek, con Julia Roberts, con Bibí Gaytán. ¡Sí, Chucha, como no! Igual que esos Ché guevaritas que pululan en La Alameda los domingos, repartiendo hojitas de apoyo al pueblo de El Salvador, Guatemala, Perú y anexas. No se puede hacer el amor con Meg Ryan ni la revolución los domingos al mediodía. A no ser que esa noche Meg te dijera, a la luz de una vela: