David Martín del Campo

¡Corre Vito!


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a media calle. “Aquí dejaron un...” le decía, pero me interrumpo al reconocer esa pistola tantas veces blandida en las películas de acción.

      El tipo sube torpemente y encañona al chofer, ¡síguete derecho, cabrón!, le ordena, ¡y tú qué me ves hijo de la chingada!, me dice a mí, no yo a ti. “¡Derecho, derecho, métele, cabrón! ¡Me vale madre si te pasas el alto!” El de la camiseta del Guadalajara no tuvo más remedio que obedecer, tironeando la marcha con nerviosismo. ¡Métele, métele!, gritaba el tipo, ...y mucho cuidado con hacerte el listo. Gruñía resollando, como doliéndose, y entonces me amenaza meneando la pistola. “Tú quietecito, cabrón”. Sí, quietecísimo. Acomoda a su lado el saco de lona verde que llevaba y se queja: Fue ese cabrón del Bichi. Después abre la chamarra negra y se mira la herida en un costado, ¡hiiijo de la chingada!, gime con horror, si lueguito se ve que nos estaban esperando.

      Traté de no mirarlo. Demasiada violencia ha perseguido a mi familia y fijar la vista en el tipo, pensé, me podría costar la vida. Por lo menos un cachazo en mitad del rostro. La combi atravesó la avenida sin obedecer los semáforos, a pesar de los conductores que protestaban pegados al claxon. Nos adentramos por las tranquilas calles de la colonia Michoacana. ¡Métele, métele!, no te hagas pendejo, gruñía el tipo incrustando el cañón de la pistola en la barriga del chofer, quien viajaba más pálido que un refrigerador.

      Cuadras más adelante se nos cruzó un agente de policía en motocicleta. Van cazando incautos por esas calles poco transitadas, automovilistas mal estacionados o sin los documentos en regla. El conductor sacó a su paso la mano izquierda fuera de la ventanilla, como si quisiera refrescarse, pero hasta yo me di cuenta que le hacía señas desesperadas; sólo que el policía iba pendejeando y ya se había distanciado.

      ¡Te lo advertí! El grito fue simultáneo al disparo a quemarropa, y el chofer se desplomó. ¡Imbécil, te lo advertí!... y como pudo el tipo controló la conducción. Apagó el motor y la combi se detuvo en mitad de la avenida Gran Canal por la que circulábamos.

      Quedamos parados frente a una tintorería que soltaba chorritos de vapor. Ahora tú, ¡ándale, qué esperas!, me grita el tipo, ¡vente a manejar! Y no tuve más remedio que obedecer. Salté el respaldo, empujé el cuerpo enfundado en la camiseta del Guadalajara y di marcha al motor. Ahora la pistola se encajó entre mis costillas. No sabes qué sensación tan desagradable; si te da hipo eres hombre muerto, y la nerviosa amenaza: ¡Qué esperas güey, ándale o también te suelto un plomazo!

      Arranqué con cierto jaloneo, ...no estoy acostumbrado, me disculpé de entrada, y el amortiguador chirri que chirri. A veces Mario y Silvano me prestan su volkswagen... es decir, me prestaban. Avancé a media velocidad, tratando de no pegarme mucho a la banqueta porque la combi andaba mal de alineación. El tipo, sin embargo, ya no dijo nada. Iba como pensativo, con los pies sobre el cuerpo del chofer, que comenzaba a teñirse de rojo. Me chingaron, se quejó de pronto, y al tentalearse la herida oculta por el chamarrón negro, me chingaron, repitió.

      Ay, Vito tan menso, pensé para mis adentros. Todo sería distinto si no te hubieras prestado a esa otra ronda en el gimnasio. Hubieras salido quince minutos antes, hubieras abordado otro colectivo y ya estarías en tu casa comiendo sopa de fideos como la gente decente... no que ahora. “Hubiera”, tiempo perfecto del verbo Pendejo.

      Síguete derecho, busca una clínica... el consultorio de un doctor, dijo el tipo al aflojar el arma. “Pero pronto, carajo”.

      Gran Canal desemboca, según sospecho, por el rumbo de Tepeyac, pero como el tránsito se estaba poniendo pesado el tipo me indicó que doblara hacia la derecha. Así llegamos a una calle más tranquila, y otra indicación con la pistola y vuelta a la izquierda, hacia el norte. Estábamos en la colonia La Esmeralda y me encarrilé con más confianza.

      Vieras qué suave se siente manejar una combi: tú ahí arriba y los demás autos achaparrados a tu paso. Entonces el tipo vuelve a quejarse: me chingaron, me chingaron, y masculla sin fuerza, ¿no ves por ahí un doctor? Da un cabeceo, suelta el arma, pero enseguida se repone y la vuelve a empuñar. La incrusta en mi costado y respondo con un hilo de voz: no, ninguno, a lo mejor más adelante. “Pues métele gas. Date vuelta en esa pinche calle y cómprame una cocacola. Tengo mucha sed”.

      El chofer, lo que son las cosas, da entonces un respingo en el piso. ¿Ya estiraste la pata, pendejo?, le pregunta el tipo y al voltear trato de guardarme un retrato suyo. Qué puedo decir, ¿que se parecía un poco a Héctor Bonilla, el que anuncia Bacardí en la televisión? Quizá, aunque más moreno. Entonces dice: “Estoy empezando a sentir un mareo de la rechingada, ¿no hay por ahí un doctor? Búscale por la avenida San Juan de Aragón, hay varias clínicas de aborteros... Carajo; necesito que me den unas puntadas, si no me voy a desangrar...”

      La verdad todo esto lo decía en balbuceos deshilvanados y yo tratando de obedecer en silencio. ¿Has olido la sangre alguna vez? ¿Así, en abundancia? La sangre de un fanático de las “chivas rayadas”, ¿en qué es distinta a la sangre legendaria de José María Morelos, fusilado aquí a diez cuadras? Rebasé a un carrito de helados, su tintineo ambulante, y se me ocurrió preguntar: Oiga, ¿no preferiría una paleta de limón, para la sed?

      Qué insolente, ¿verdad?, pero el tipo no respondió. Imaginé que aguantaba desconcertado y que ya soltaría un balazo para reventarme el hígado. En lo que esperaba el disparo pensé que me hubiera gustado probar un helado de fresa, el último, sobre todo porque el calor ya comenzaba a apretar. “Hubiera”, el verbo de imposible conjugación.

      Nada tan delicioso como un gelato alla frágola. Desaceleré. Ahí adelante se anuncia un doctor García Moncada, dije, es una clínica veterinaria pero que muy bien podría... y frené totalmente. El tipo había perdido el conocimiento. Permanecía recostado contra la portezuela. Volví a arrancar. ¿Y si estaba muerto?

      Avanzábamos a vuelta de rueda, en segunda, y una cuadra después detuve la marcha frente a un lote baldío. ¿Se siente usted bien? Pensé en arrebatarle la pistola pero también que el tipo podría reaccionar; en eso el arma escurrió sobre sus muslos, como entregándomela. Dos occisos enfriando balas ya eran demasiado. ¡Qué no hay nadie que venga en mi auxilio!, quise gritar, y pensé en ti, siempre conmigo, siempre ausente.

      La calle estaba desierta, a no ser por dos perros asoleándose en la acera de enfrente. Apagué el motor y una sensación de plenitud me comenzó a invadir. Ahí terminaba la ciudad y comenzaba, nuevamente, mi vida. Qué maravilloso bienestar me envolvía: un alborozo de inmensa gratitud. Miré los hilos de polvo que arrastraba el viento por aquel extenso terregal y sentí, como nunca, la necesidad de cantar. Sin darme cuenta comencé a tararear, “no vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando, y así llorando se acaba...”, y entonces tuve una revelación: si no abandonaba la combi en ese preciso momento me iban a implicar en un crimen confuso del que no tenía la menor idea. Solté la pistola sobre el asiento. Y lo peor de todo, que el caso de Mario y Silvano aún era reciente. Había que irse de ahí, ¡pero ya!

      Entonces recordé el portafolios del tartamudo. Extendí el brazo hacia el asiento posterior y lo recuperé. ¿Cómo era aquel pasajero? Lo guardé en el saco de lona verde y al hacerlo descubrí una montaña de dinero. Sí, una montaña de dinero. “Qué tesoro”, me repetí al contemplar esos fajos de billetes. Fue cuando descubrí que la calle, lo que son las cosas, se llamaba Aguamarina. ¡Aguamarina!

      Avancé con la bolsa al hombro y media cuadra después me encontré con varios niños que venían del colegio. Se correteaban pateando una lata, cargando sus mochilas, sudando. Recordé mis días de felicidad a la intemperie en el MU, cuando la aritmética era una tortura y el recreo de mediodía lo más próximo al paraíso. “El respeto al derecho ajeno es la paz”, estableció el Benemérito de las Américas. Nunca lo olviden, decía la profesora Olga, y el derecho a lo ajeno; qué ¿es la paz del respetable? Je, je.

      Al doblar la esquina me topé nuevamente con aquel hombre que, ante mi sorpresa, no dudó en ir a mi encuentro. ¿Cuántas personas en la vida son las que solamente