entre los deudos, sin que nadie te aplaudiera y todos soltando suspiros y lagrimones mientras yo me esforzaba por sostener el tono cuando aquello de “...muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa, nos conduce a morir”.
Entonces, cuando los cinco Quinos ya se retiraban, se paró la mamá de Mario en el rincón donde sollozaba y se vino derechito hasta donde yo me despedía del ingeniero Andrade. Me abrazó y me dijo, no sabes lo mucho que mi hijo te quería. Cuídate, Vito, cuídate mucho y que Dios te bendiga porque lo vas a necesitar.
Así que, como dijo el primo de Silvano, ya se acabó el gallo y de los Marsellinos sólo quedo yo, que viviré cien años. Sólo quedo yo, que es decir una voz, una simple voz que ahora está demasiado fatigada y sencillamente quiere dormir, si me permites.
3
No hay que darle demasiada importancia a lo que no la tiene. Me he quedado sin amigos y vagabundeo como loco por las calles de mi colonia, la Juárez, la colonia de colonias. Han pasado, qué, ¿siete semanas? y lo que más extraño es su compañía musical. No su “compañía” a secas, esa posibilidad de platicar y ensoñar conjuntamente, porque por fortuna tengo muchos otros amigos y los compañeros de la facultad. Además está Patricia Maldonado, que a ratos me acaricia la cabellera y se me queda viendo como si estuviera ante un canario enfermo. Está también el menso de Arturo, con el que paso metido siete horas en el gimnasio, y mamá y la tía Cuca. Eso es lo que tengo... ¡Y Estopa!, mi perro consentido, mi único perro, que ahora paseo para que se cague y se mee fuera de casa. Un perro es un perro y a pesar del collar, el pedegree y los puñados de croquetas, lleva una vida de perro.
¿Qué es la compañía musical? Es algo distinto a la amistad. Una suerte de camaradería, como la de los soldados en guerra, como la de los beisbolistas en un partido, como la del boxeador y su manager antes de la pelea. Es una complicidad de miradas, una sugerencia al retrasar una entrada, un acompasarte cuando andas enronquecido. Y ahora que Los Marsellinos no existen, que los hizo polvo un crimen que la prensa no pudo explicar... digo, ahora que no existen quedan esas melodías en la memoria, que nos aprendimos luego de ensayar noche tras noche. Queda, y triste es recordarlo, la música que soltamos al aire en algunas veladas, siete bodas y varias serenatas de novios envalentonados por el mezcal.
No hay mal que dure cien años, me dijo mamá al día siguiente del funeral. Y aquí entre nos, insistió luego que retornamos a casa, los más terribles son los primeros cien días. Velos contando, Vito. Anótalos al acostarte como un bálsamo para el sueño. Habrá fechas en que olvidarás esa rutina y un día terminarás por arrumbarla. Eso hice cuando perdimos a tu hermano, y ya ves; pude superar el trance. Me lo dijo con cierto temor, como recordando mi semana negra.
Aquello fue cuando tenía cinco, tal vez seis años, ya no recuerdo bien. Llegué a casa bañado en lágrimas y la tía Cuca le dijo a mamá, no te preocupes, ya se le pasará. Pero al día siguiente seguía ahí anegando mi camita. No comía. Dicen que no comía. No dormía. Dicen que no dormía y que nada me consolaba. Llorar y llorar y llorar, tanto que por eso odio las lágrimas. Todo comenzó en una sala de cine y al salir dijo mamá, ay, qué muchacho tan susceptible. Pero como seguía pasmado en mi cama, así me llevaron con el doctor. La primera vez no le dio importancia, la segunda me mandó una colección de vitaminas y emulsiones, además de solicitar que me practicaran un encefalograma, que por entonces estaban de moda. Era una forma de decir, no digan que no intentamos los más avanzados recursos de la ciencia, y todo para ver si mi llanto incontenible no estaba originado en un tumor cerebral. Finalmente no me hicieron los estudios, en parte porque eran muy caros y en parte porque apareciste tú. Según ellos todo se resolvió por arte de magia. Así me hallaron esa tarde en el tapetito de mi recámara, tan campante y platicando contigo. ¿Y con quién más, si no?
Todo fuera como llevar la vida de Estopa. Despertar y corretear por el departamento hasta que logra colarse en la primera cama que se le ofrezca, generalmente la mía, porque mamá es muy rezongona a esa hora. A todas. Luego mear en la terraza que da a la calle y a ver quién tira esos periódicos sancochados. Luego zamparse un platón de leche, más tarde una ración de croquetas, que son más baratas que la carne, y después, a la hora de la comida, robar lo que pueda al pie de la mesa, entre gruñidos suplicantes, además que luego llega la tía Cuca con sus desperdicios, que ya quisiéramos de almuerzo en domingo. Luego salir a pasear en esa expedición callejera donde se conjuntan los instintos y las funciones excretorias. Ni modo, así son los perros y Estopa, hasta donde conozco, pertenece a la especie.
Sin tratar de evitarlo, como otras veces, pasamos por el edificio de Marsella donde vivían Mario y Silvano. Los papás de Silvano se mudaron la semana pasada a Celaya, para llevar una vida más tranquila, de modo que ya no podré suspirar por aquellas tetotas de mi infancia. Además de que ninguna teta es lo que fue. Los papás de Silvano, sin embargo, no precisaron de qué van a vivir. Aquí manejaban una dulcería por la Merced. ¿Pondrán un ranchito de cabras para producir cajeta?
Y como siempre, en presencia de los gitanos, mi fiel Estopa se pone a ladrarles furibundo. Abundan en la colonia. Uno los encuentra juntos, desafiantes, murmurando maldiciones en su habitual actitud de ociosos profesionales. Lo mismo en el portal del edificio Marsella que en los alrededores de la Plaza Washington o en las mesitas del café Esmirna. “Egiptanos” al fin, huelen a misterio, visten de negro, tienen miradas oscuras y hablan ese dialecto entre húngaro y turco que sólo su madre entiende. Por eso los odia mi fiera mascota, por apestosos y bandidos.
En ese edificio vivía La Güera. Sin lugar a dudas era la más misteriosa de todas las gitanas, la más sabia, la más respetada y la más vieja. Habitaba en la planta baja, de modo que se le hacía fácil trasladarse con su silloncito hasta el portal, donde se protegía del sol en los días calurosos y se arrimaba a la resolana durante el invierno. Ahí mismo pescaba a sus clientes, los sentaba en un banquito y por veinte pesos te leía la mano, es decir, a ellos, y por cincuenta te echaba la “baraja mestiza”, es decir, a ellos. Los niños del barrio le tenían verdadero terror. “La Güera tiene cola de rata, por eso lleva esa faldota que le tapa hasta los tobillos”. “Se come sus propias menstruaciones, con pan rancio y jocoque, por eso la boca le hiede como le hiede”. “La Güera tiene pito de cerdo, y cuando el que ella escoge no se la coge, ella se lo coge”. Leyendas y más leyendas en torno a esa misteriosa gitana en el edificio donde vivían los marsellinos.
Y cuando un cliente le gustaba... digo que le gustara para leerle la suerte, no había uno que se le escapara. “Acércate tú, guapeza como el luna llenas. ¿No les tienes temor a los fortunas? ¿No quieres saberla el día en que serás feliz de amores y dineros?”, porque La Güera nunca dominó los géneros ni los números, y ahí apoltronada, mentando madres a los vagos que la rodeaban, seguramente sus nietos, aquilataba el mundo con sus ojos grises y entre rizos que malamente peinaba.
Más de una vez he soñado con La Güera. Antes eran horribles pesadillas de las que despertaba jadeando porque esa gitana era lo más parecido a una bruja de revista ilustrada, aunque mirándola bien, aspecto por aspecto, no era del todo fea. Se ve que fue una mujer guapa, ¿dónde he oído esa frase?, pero los ropajes que llevaba, mantillas, pañolones, cintos, mascadas y toda suerte de colgajos, ofrecían un conjunto por demás impresionante. “Ven, sonrisa de miedos, que este Güera no te dice el mentira”. Seguramente se cambiaba una vez cada año y se bañó cuando arribó a las Américas. “Anda que te echo el cartas y te digo quién fuiste ayer y quién eres en los mañanas”.
Pero a mí no. ¿Te acuerdas?
Iba a visitar a Silvano cuando sabía que su mamá estaba lavando en la azotea, y al entrar en su edificio, paso a pasito y no corriendo como los demás, La Güera me llamaba, “acércaste, acércaste niño Vitus. Ven y déjame mirarte la verdad en tus ojos”. Y allí iba yo, obediente, orgulloso porque a nadie sino a mí me decía esas voces de misterio. “Ten cuidado. Un día te va a embrujar, Vito”, me advertía Silvano. “La próxima vez que te llame”, me suplicaba Mario con las ansias tropezando en sus palabras, “te fijas si es cierto... si es cierto que tiene tres chichis”.
Y