David Martín del Campo

¡Corre Vito!


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le compraré un diccionario al noble Arturo. Lo merece y así, cultivando su espíritu, dejará de quitarme el tiempo.

      6

      No creo en los milagros. Es decir, no creo en la gente que reza todas las mañanas para que no le caiga un rayo ni le suban la renta. No creo en los matachines danzando en el atrio de la Basílica del Tepeyac para que este año las lluvias sean puntuales y se les dé la milpa. No creo en las solteronas parando de cabeza a San Antonio para que una noche en el bar de Sanborns conozcan al licenciado azul que les ofrezca, al tercer vodka-tónic, cala, cama y casa. No creo en los milagros pero esta noticia, que ahora reposa ante mis ojos, tiene algo de eso.

      Todo se remonta a los días previos a mi naufragio vocacional porque hoy, aunque quiera, ya no podré regresar a la facultad de Arquitectura. He perdido el derecho a exámenes por la acumulación de faltas. Sólo pude cursar el primer semestre, y de las cinco materias la única que no reprobé, por desertor, fue Cálculo Estructural I. La vida es un cedazo permanente en el que tarde o temprano quedas fuera de registro. Es, por decirlo con simpleza, un llano de medianías. Pregúntale a cualquier niño su pequeñito sueño de grandeza: quería ser piloto de carreras pero es el cobrador del gas que va de puerta en puerta. “¿Dónde dejaste tu Ferrari?”, dan ganas de preguntarle. Muchos otros quieren ser Presidente de la República y el Presidente de la República no es más pendejo que el vecino de abajo, ¿te enteraste? Ayer rompió la tubería del gas y obligó a que los bomberos llegaran raudos y sofocados.

      El que se dio cuenta fui yo, que tengo olfato de perro dálmata. Desperté a medio edificio hasta que dimos con la fuga: el vecino del departamento 2, en la planta baja, que se había levantado a medianoche a prepararse un te de tila; tropezó en la cocina, porque no había encendido la luz, y al caer pateó el tubo del suministro. Lo sorprendimos tratando de arreglar el desperfecto con una cinta de masking tape. “No pedí auxilio porque no los quería despertar”, se disculpaba luego que los bomberos casi derriban a golpes la puerta de su departamento. ¡Hazme el favor! Igualito me imagino al Presidente con su masking tape por aquí y por allá, parchando pendejada tras pendejada. Y que conste que no soy de izquierda, ni de derecha ni de arriba ni de abajo. “Yo soy Vito”, simplemente, como cuentan que dije un día, hace lustros, cuando me decidí por fin a hablar. “Yo soy Vito”, pero entonces tú no existías, ¿o sí?

      ¿En qué íbamos? Ah, sí, lo del milagro del periódico. Todo se remonta al año pasado. Estábamos en clase de Cálculo Estructural cuando el maestro, el ingeniero Pedro Dabou, nos pregunta qué ocurriría si una cúpula fuera sometida a un esfuerzo continuo de carga “en los límites de sus especificaciones”. Todos sabíamos la respuesta: que la cúpula se rompería como una cáscara de huevo al recibir el pisotón, pero cómo expresarlo matemáticamente. Y como nadie respondía y a mí la verdad ya me comenzaban a valer un cacahuate todas las materias, dije con absoluto desparpajo: Pues se quiebra, maestro. “Sí, claro que se quiebra, pero de qué modo”. Entonces el problema no era la fórmula, dos más dos son cuatro, sino de qué modo cuatro es cuatro. Y luego hizo un gesto insolente, como de qué gentuza se nos cuela en la Universidad. Y eso, el modito, sí que me calentó. “Pues se quiebra poco a poco, si eso es lo que quiere que le digamos, como está ocurriendo con la cúpula de Catedral”.

      Se me quedó mirando el tal Pedro Dabou igual que si me hubiera sorprendido en la cama de su esposa. “¿De qué está usted hablando, joven...?” Pobre pendejo; no se había aprendido mi nombre. “De lo que está usted oyendo, profesor... De que la cúpula de la Catedral Metropolitana se está resquebrajando por la sobrecarga que le provoca el paso continuo del Metro debajo de sus cimientos”. ¡Eso, eso!, gritó el ingeniero, “el verbo es res-que-bra-jamiento. O sea, el momento en que el domo, que es su parte exterior, comienza a transmitir una sobrecarga en el arranque del estribo y, por la compresión sobre el hemisferio inferior, que es la cúpula, provoca la aparición de grietas que luego se transformarán en fisuras y desprendimientos: o sea, como bien dice este joven, el verbo es res-que-bra-jamiento. Apúntenlo en sus cuadernos”.

      ¿Oíste bien el verbo? Yo resquebrajamiento, tú resquebrajamientas, él resquebrajamienta a su madre, ¿verdad? Y entonces, al concluir la clase, por mi apellido me llama el ingeniero Dabou: “Joven Beristáin, ¿quiere venir un momento?” Y que me confiesa.

      Yo no he tenido muy buenas experiencias en eso de las confesiones. Por eso ahora si tú me preguntas ¿tienes fe?, no sé qué te respondería. Hay un Vito Beristáin que sí cree en todo: que Dios Padre creó el Universo, el perfume de las gardenias y la Ley de Gravedad. Pero hay otro Vito que no cree, y perdona el galicismo, una pura chingada de nada. Es más, como Kierkegaard, cree en la nada absoluta y que nada merece explicación porque nada tiene sentido. El único sentido de la vida, a fin de cuentas, según este segundo Vito que a veces soy yo, es el billete. Dime que no es cierto, que no se anda bajando los pantalones Carlos Salinas para que el Banco Mundial le preste una lana, que no hay amor duradero si no duermes con una mano metida en una caja de billetes, que hasta la Madre Teresa con sus obras piadosas no anda, en última instancia, pidiendo limosna a nivel internacional para que sus pobres leprosos tengan cura, crezcan sanos y se conviertan, con el tiempo, en unos criminales hijos del resentimiento y la envidia. Así es, mi buen, y perdona la crudeza de mis palabras, pero sin dinero no baila el perro ni hallas el necesarísimo cuchuflax que le dé sosiego a tus noches de suspiro, vacío y masturbación. ¡Hazme el favor!, qué patético me estoy poniendo, ¿verdad?

      Pero... ¿qué te decía? Ah, sí, lo del ingeniero Dabou, ahora tan sonriente en la foto del periódico. Y el asunto del milagro que no me debía yo creer. Bueno, esa vez cuando me llama el profesor luego del intercambio de puyas, pensé: me va a correr de su clase. Y me dije, tú me expulsas y yo te parto la madre. No, en serio, tengo una izquierda letal cuando le atino a la quijada del contrincante, pero más bien sirvo para recibir. Soy un punching-bag con patas... ¿ya te lo había contado?

      Óquei, óquei, óquei, voy a concentrarme: entonces me pregunta el profesor Dabou que cómo sé eso de la cúpula de la Catedral. Pura intuición, le digo. Lo que pasa es que el mes pasado, que fue aniversario de la muerte de mi tío Quino, acompañé a mi tía Cuca a misa en Catedral. Anda medio mal de una rodilla y no le gusta caminar sola por la calle, y luego, casi siempre, me invita a merendar. Es como mi segunda madre. Y el ingeniero Dabou, enternecido por mis confesiones, me dice mirando su reloj, ¿y luego? Pues eso, que mientras ella rezaba inclinada en el reclinatorio, ¿reclinada en el inclinatorio?, de pronto recibo yo una señal. Y es que ya he tenido varias en mi vida. Luces, destellos que se abren en el tiempo y en los cuales logro ver el futuro, en una fracción de segundo, cosas terribles que luego se cumplen, como a usted, que a leguas se ve que su mujer, que debe ser rubia, le pone los cuernotes con su socio del despacho Dabou & Salum a esta hora mientras pierde su tiempo conmigo. Claro, eso no se lo dije, pero es cierto. La señal que tuve en la Catedral era sencilla. Me venía del cielo, una especie de llamado supremo, pensé, y a cada rato, cuando la tía Refugio pasaba a un nuevo misterio, porque le da re duro al rosario... a ver repite: le da re du ro al ro sa rio, bueno, pues ahí está otra vez la señal: una especie de baño celestial, como talco, que me caía encima. Cada ratito, fiiii, un soplo de polvito, como si Dios me dijera, Te Estoy Viendo, Vito, Deja De Pensar En La Maldonalds Porque Eso Solo Ella Sabrá Si Dártelo O No... es que Dios debe hablar con mayúsculas, y otra vez, fiiii, el polvito que me venía del cielo mientras la tía Cuca pasaba al siguiente misterio. Hasta la piel se me puso chinita. Pues qué, pensé, ¿a poco me voy a morir ahorita al salir de Catedral? Así que voltié hacia arriba... Oquei, volteé, entonces, hacia la cúpula donde está el Espíritu Santo como volando en un cielo de oro. ¿El que qué?, me pregunta el ingeniero Dabou, que debe ser más ateo que una sopa de lentejas. Veo la paloma que está en la cúpula y descubro una pequeña fisura de la que, cada rato, como le decía, se desprendía un chorrito de cal, fiiii, y que me venía a caer precisamente sobre la cabeza. ¿Que cómo sé que era cal? Pues porque lo probé y sabía a gis, como en el kínder, y entonces la tía Cuca termina con su rosario y el polvito me seguía cayendo, cada lapso de esos que le cuento, y fue cuando tuve la revelación: ¡el Metro! Pues claro, debe ser el convoy del tren subterráneo