llegarán más pronto con Dios. Usted no cree en Dios, ¿verdad?, y su mujer, que es rubia, sí. ¿O no?
Se me quedó mirando el ingeniero Dabou con ojos crecidos, quizá horrorizados. Así pasa cuando tengo una revelación, porque yo nací para algo grande, según dijo mi abuela antes de enloquecer. Y me dice, “te voy a pasar con be, el curso, por tu actitud tan inquieta. Y por tu aportación de hoy, je, porque ése es el verbo: resquebrajamiento”.
Y aquí lo tienes ahora, en la foto del periódico, con el Regente y el Arzobispo de la Ciudad mirando los tres hacia la cúpula de la majestuosa Catedral Metropolitana, casi un año después de aquella clase de Cálculo Estructural. El ingeniero Dabou, que ahora ha sido nombrado, a ver, déjame leer: “coordinador del Fideicomiso Pro-Rescate de la Catedral”, mira la nota, donde se anuncian los trabajos de salvamento arquitectónico de ese monumento de la fe católica, “antes que su cúpula sea desmoronada por el intenso tráfico local de vehículos”. De modo que el verbo cambió, ahora es des-mo-ro-na-miento.
Y al salir del salón, aquella vez, me acuerdo, el ingeniero Dabou inquirió, como si de paso. Perdona, perdona, qué, ¿tú la conoces, a Selene? A quién. A Selene, mi mujer... es que sí, tienes razón. Es rubia.
¿No te lo dije? Y yo que no hallo qué hacer con ésta, “mi actitud tan inquieta”. Por eso yo no creo en los milagros, y menos ahora que ya naufragó mi barco vocacional y no seré arquitecto del despacho Dabou & Salum & Beristáin. El milagro será sobrevivir en las medianías. Míralas, asómate a la ventana ahora que regresan a casa después de las horas de oficina. Ha de ser muy dura la vida sin tenerte a ti.
7
La que ahora se va es la mamá de Mario. Viuda desde hace años, se mudará con su hijo mayor que vive en Culiacán. Con el tiempo todas las madres se convierten en un problema. Es decir, dejan de ser una adoración, dejan de ser personas, se convierten en eso: un problema. Yo jamás intentaré semejante osadía con mamá. Jamás la abandonaré, jamás dejaré de darle sus cincuenta pesos semanales... no vaya a caer en las redes de la avaricia; jamás la privaré de sus arrumacos eufóricos cuando la levanto del piso en tremendo abrazo, la aprieto y la besuqueo en la nuca. Le digo: “Rorra, consígase un viejo rico, jareoso y sabrosón”, porque mi madre, y no creo excederme en mis apreciaciones, como que se quedó en la sopa a la hora del Banquete del Amor. Qué injusto, ¿verdad?
Me mandó un recado con uno de los niños gitanos. Que si la podía visitar, que me quería dar algo, que necesitaba “decirme adiós”. No, no escribió despedirse, anotó eso: decir adiós. Y fui a la tarde siguiente, después de comer. Al llegar al Edificio Marsella los recuerdos se me vinieron encima como granizo. Hasta me sentí un poco anciano.
Cómo explicarlo. Es que en ese edificio tuve algunas de las grandes revelaciones de mi existencia. La vez, por ejemplo, en que Silvano cazó una paloma en la azotea arrojándole una toalla encima, la mató luego con un clavo, la desplumó y la cocinó en una olla, y todo porque eso había leído en un libro de Salgari. Ya ves porqué no hay que leer libros. Nadie pudo meterle el diente y terminamos despidiéndola por la taza del excusado. La tarde en que miré por primera vez un cuchuflax en mi azorada infancia. Era una sirvientita, medio niña, medio mañosa, que nos cobraba veinte centavos por bajarse su calzón morado para que mirásemos aquello, y un tostón por tocarlo. El único que se animaba era Mario, porque era el mayor de los tres y porque le daban un peso de domingo. La ocasión, también, en que dos gitanos se pelearon en el portal del edificio, navaja en mano, gritándose cosas horribles: “besarás la mierda de tu madre”, “morderás a Dios hasta llorar”, “ahorcado serás con las tripas de tus hijos”, y luego, cuando uno alcanzó al otro, La Güera, que siempre se la pasaba allí sentada, alzó la mano y dijo, “ya habló el sangre, dejan de pelear y se dan el manos”... y así ocurrió. El heridor vendaba al herido, le decía palabras tiernas, se besaban y se topeteaban como borreguitos descarriados. En el Edificio Marsella, la verdad, aprendí la vida.
Y así me tienes llegando a la cita con la madre de Mario. Aún viste de negro, como si hubiera enviudado por segunda vez. ¿Que a qué se dedica... bueno, se dedicaba la señora? A coser, sobre todo manteles, que luego vendía, según el gordo Mario, en El Palacio de Hierro. Pero yo creo que exageraba. Y a propósito, ¿nunca te conté el chiste del niño gangoso? Ah, pues ahí tienes que un día llega el visitador del censo a la casa de este niño y le pregunta, “¿está tu papá en casa?, es que le queremos hacer unas preguntas”, y el niño gangoso, “no, no ehtá”, entonces el del censo insiste, “¿y no estará por ahí tu mamá?”, a lo que el niño responde, “si ehtá, pero ehtá cohiendo”, entonces el visitador se le queda viendo con malicia, le dice, “ah, entonces sí está tu papá”, y el gangoso aclara, “no, pendeho, ehtá cohiendo con ahuja e hilo”. ¿No te vas a reír?
La mamá de Mario me explicó todo eso, lo de su mudanza y que ojalá pueda soportar el calor de Culiacán, que ya se compró un ventilador porque no le gustaría retornar como una basura derrotada. Sí, eso dijo, “una basura derrotada”. Hablamos de todo y de nada, ya sabes, de mis estudios en la Universidad, y ni de broma se me ocurrió decirle que ya abandoné Arquitectura. Platicamos de mis mañanas en el gimnasio, donde me gano el pan atendiendo a toda esa galería de acomplejados queriendo lucir bíceps y tríceps, abdómenes como de tabla de lavar y muslos de futbolista. Si los oyeras conversar se te caerían las plumas de vergüenza, “sesque la soya le saca la fibra al cuerpo... sesque la libido te reseca el músculo”, y otros comentarios de alta ciencia. Por eso me concentro en los periódicos que llegan al gimnasio, antes de que se los lleven los gorditos al sauna; porque por eso se compran: para terminar amazacotados en las bancas del baño turco.
Todo eso le contaba a la mamá de Mario, con tal y que no volviera con aquello de que el gordo me quería mucho y qué suerte tuve al no acompañarlos esa noche en que los dejaron, a él y a Silvano, como cribas en el volkswagencito negro. Total, que me entrega la guitarra del gordo porque ella para qué la iba a estar cargando por las llanuras sinaloenses. “¿Estará afinada?”, preguntó, como obligándome a empuñarla. Así que la saqué del estuche, la pulsé y no, claro que no, si tenía las cuerdas bien guangas. Esperó a que la afinara y me pidió, como no queriendo la cosa, que le cantara algo. Nunca he sido un gran guitarrista, pero de que me sé acompañar, me sé. Así que le canté Sin ti, con ánimo boleroso, no hay clemencia en mi dolor, la esperanza de mi amor, te la llevas al fin.
Y aquí la tengo conmigo ahora. La guitarra y el estuche, que le viene un poquito grande porque es de esos antiguos, duros, que se abren como ataúd. Y es que con ese instrumento nos inauguramos como Los Marsellinos, ¿te acuerdas?, un trío romántico para amenizar sus fiestas y reuniones.
Como fue el cumpleaños de Magda, mi hermana, me la llevé el domingo para alegrarnos un poco... ¡A la guitarra, zonzo! Nos fuimos en taxi y ella nos regresó al anochecer en su coche nuevo, sin radio ni tapetes, pero nuevo. Había invitado a doña Patricia Maldonado, mi Dulcinea Rejega, porque ya es tiempo que la familia, lo que queda de mi familia, se vaya aclimatando a ella. No, no quise decir adaptando ni acostumbrando. Dije lo que oíste, “aclimatando”, porque la Maldonalds es adorable como una mañana de abril, caótica e impredecible como un huracán. Tanto que, de último momento, me salió con que su primo Evaristo la había invitado a un torneo de boliche, y como tú nunca me llevas más que al cine, dijo ella, he optado por la diversón. ¿Nos quieres acompañar?, creo que cuesta cien pesos el boleto.
¿Pagar cien pesos para ir a ver a una bola de boludos lanzando bolas para hacer carambolas? Jiar, jiar, no me salió el chiste ¿verdad? Pues no. Que se vaya con su simpatiquísimo primo que, la verdad, ya me está cayendo en la punta de donde te platiqué, y nomás me entere, y nomás me entere de que al primo se le olvidan las fronteras a que obligan los lazos consanguíneos, se acordarán de mí. Además que cien pesos no tengo, bueno, no para ir a un emocionante torneo de boliche donde el orgasmo de una chuza te obsequia una sonrisa de felicidad clasemediera que dura una semana. Lo que sí que me ofendió fue lo de mi afición de años, ¿qué tienen contra el cine? Hasta la peor