noche tras noche, pacientemente, pegando, cosiendo y reparando con cuidado, haciendo que los escudos y las lanzas emplumados y pintados fueran realmente hermosos. Por fin estaban listos para luchar por la libertad de su pueblo, la cual por supuesto pronto obtuvieron.
Cada grupo de nahuas tenía sus propias tradiciones e historias, que eran variaciones de ese tema de valentía y supervivencia. El pueblo de Chimalxóchitl se llamaba mexica. Compartían versiones de los cuentos comunes a casi todos los nahuas, pero también contaban historias únicas de su propio grupo; decían, por ejemplo, que, después de que Chimalxóchitl muriera, el señor de Colhuacan les dio tierras a los sobrevivientes de su pueblo, a cambio de las cuales tenían que trabajar como sus sirvientes. Así, él se entretenía dándoles tareas imposibles y amenazándolos con castigos terribles si no lograban llevarlas a cabo: tenían que mover una chinampa —una parcela cultivable armada en un terreno pantanoso mediante la construcción de una base hecha de cestería y rellena de tierra, por lo que nada podía ser menos móvil—, tenían que capturar un venado sin perforar su piel ni romper sus huesos y tenían que derrotar a un enemigo desarmado. En cada caso, se las arreglaron para cumplir con la tarea, ya fuese mediante el engaño o, en el último caso, el uso de una violencia inaudita (después de emboscar a los enemigos que se les designó, les cortaron la oreja izquierda para demostrar que los habían derrotado y las colocaron en una canasta), y en cada ocasión que regresaban con el señor de Colhuacan con la tarea cumplida, él y su gente se maravillaban y se preguntaban entre sí: “¿Quiénes son estos mexicas?”31
Finalmente, Coxcox, el rey de los colhuas, decidió deshacerse de sus inoportunos invitados. Les dijo que podían construir un templo para su propio dios, pero en todo momento tuvo la intención de retractarse y luego hacer que su gente lo destruyera por su insolencia. Oculto entre los arbustos, observaba mientras preparaban la consagración de su templo. Repentinamente, el dios del pueblo decidió intervenir: “Mientras se estaba haciendo el sacrificio, los mexicas y Coxcox oyeron que el cielo aullaba. En ese momento, un águila descendió y se posó en la cima del techo de paja del templo, como si allí tuviera su nido.” Coxcox supo entonces que no podía destruir ese pueblo que tenía la bendición de una poderosa divinidad y decidió desterrarlo. Ellos volvieron a deambular, pero lograron sobrevivir.
No muchos años después de 1299, a mediados del siglo XIV, un águila se posó ante los mexicas en el lugar donde estaban acampando y decidieron que esa ave quería que construyeran una ciudad permanente en ese lugar. Ése ya no era el mundo de la leyenda: el asentamiento era algo real y quizá la gente de verdad vio que al menos una auténtica águila se posó allí, un ave que veneraban, y eso los motivó a encontrar una buena razón para quedarse. Se encontraban en una isla de un gran lago, un lugar que nadie más había reclamado, probablemente porque la tierra era muy pantanosa: en ella crecía en abundancia el nopal, con su fruto comestible, la nochtli, la tuna, especialmente nutritiva, y había peces que ellos podían pescar, aves acuáticas que podían cazar y algas que podían recolectar; era un mundo viviente y lleno de colores. Los mexicas miraron a su alrededor y decidieron que definitivamente podían hacer que ese sitio funcionara como su hogar; así, la ciudad que construyeran se llamaría Tenochtitlan32 y pronto tendría un tlatoani, su gobernante, y ya no le deberían nada a nadie más. Eso era lo que el padre de Chimalxóchitl había intentado organizar años antes, pero había actuado prematuramente. Una generación o dos más tarde, a mediados del siglo XIV, los mexicas estaban mejor preparados para defenderse y, en esa ocasión, comenzaron sin imprudentes declaraciones de guerra contra sus vecinos.
¡Si tan sólo Chimalxóchitl lo hubiera sabido! Su pueblo, asediado, errante y completamente exhausto, iba a encontrar un poco de paz incluso antes del final de la vejez que ella podría haber vivido. En su hogar en la isla, su pueblo comenzó a transformarse en los grandes personajes que ella había querido que fueran; no obstante, tal vez fue mejor que ella no supiera con certeza qué alturas iban a alcanzar; si hubiera conocido el bien futuro que los aguardaba, también habría conocido la agonía futura: tendría que morir como todos, sabiendo únicamente que, para sus descendientes, el destino traería sin duda bendiciones y situaciones dolorosas; tendría que morir como todos, esperando que aquellos que vinieran después demostrarían la misma resolución de ser tan fuertes como ella había sido.
2. Los pueblos del valle
1350 a 1450
Hacia 1430,1 Itzcóatl, Serpiente de Obsidiana, se sentía seguro de haber ganado el gran juego de su vida. Estaba suficientemente convencido de que sería capaz de retener la posición de tlatoani de los mexicas —en realidad, de ser el huey tlatoani de todo el valle central—, de que se apartaría por un tiempo de los campos de batalla y de que ordenaría la quema ceremonial de unos libros. Todas las antiguas historias pintadas que llevaron a sus lectores a esperar un futuro diferente del que él tenía en mente —aquellas que llevaron al pueblo a creer que los hijos de su medio hermano estaban destinados a gobernar o que Tenochtitlan debía seguir solamente como un altépetl menor—debían ser arrojadas a una hoguera en un gran sacrificio a los dioses.2 Las pinturas en los rollos de piel de venado y en los libros plegables con gruesas hojas hechas a partir de fibras de maguey —y todas las historias que contenían— chirriaron y crujieron en el rojo fuego antes de convertirse en cenizas.3 Había un antiguo acertijo en náhuatl: “¿Qué cosa y cosa van jugando las plumas coloradas que se llama cueçalli y van tras ellas los cuervos?”, y la respuesta era la tlachinolli, una conflagración.4 Para Itzcóatl, debe de haber sido satisfactorio observar las negras nubes de humo que se alzaban; probablemente sabía que muchas personas ya estaban diciendo que sólo había obtenido su poder gracias al brillante desempeño militar del hijo de su medio hermano, cuya alcurnia era superior;5 a la larga, no obstante, no importó lo que se dijera: fue él quien surgió como el gran huey tlatoani. Sus hechos serían literalmente tallados en piedra y él se encargaría de que sus descendientes gobernaran. Sería conocido por haber llevado a su pueblo a un punto de inflexión: estaba a punto de sacarlos de la oscuridad y la debilidad, y llevarlos a una extraordinaria posición de fuerza.
El mundo de Itzcóatl nunca tuvo la intención de que él gobernara. Aunque su padre había sido tlatoani de los mexicas durante varias décadas, el propio Itzcóatl era tan sólo el hijo de una de las mujeres del tecpan (el complejo habitacional del palacio) que estaba lejos de ser de gran alcurnia; sus medios hermanos, de madres más importantes, tenían nombres que se remontaban al siglo XIII, como su hermano Huitzilíhuitl, Pluma de Colibrí, llamado así por el tlatoani que había sido padre de la enérgica Chimalxóchitl. El nombre de Itzcóatl era sólo suyo: nadie antes que él lo había llevado ni se transmitiría a sus descendientes. La historia de su vida resultó excepcionalmente esclarecedora.
El cacique que era padre de Itzcóatl se llamaba Acamapichtli, nombre que, adecuadamente, significa “puñado de cañas”, porque era él quien había sido investido como el primer tlatoani de los mexicas después de que construyeran su ciudad en el pantano rebosante de cañas de tule de la isla. El pueblo mexica había logrado convertirse por fin en una entidad independiente y se hizo amigo de sus ora amigos, ora enemigos: el pueblo de Colhuacan. El padre de Acamapichtli era un mexica que se había casado con una mujer colhua de cierta categoría, pero él mismo había sido asesinado durante uno de los periodos de rencor. El hijo había sobrevivido a la violencia y, a mediados del siglo XIV, los mexicas habían solicitado que se le permitiera convertirse en su tlatoani; obviamente, en su calidad de hijo de una mujer colhua, haría que su pueblo se mantuviese fiel a Colhuacan, y así se había resuelto. Los mexicas tuvieron por fin un tlatoani reconocido con su propia y simbólica esterilla o trono de cañas; desde el punto de vista de los nahuas, finalmente habían llegado.6
Es cierto que su isla estaba disponible sólo porque nadie más la quería. Los pueblos de la cuenca central habían vivido durante mucho tiempo cultivando maíz y frijol, pero las condiciones pantanosas del área central del lago les impedían depender completamente de la agricultura. No es que los mexicas hubieran abandonado