relevantemente, entre otros, por Dominique Bouhours (Des manières de bien penser dans les ouvrages de l’esprit, 1687) y por Du Bos (Réflexions critiques sur la poésie et la peinture, 1719), frente a los planteamientos afines a una Estética cartesiana, desarrollados ampliamente, por ejemplo, por Boileau (Art Poétique, 1674), J. P. Crousaz (Traité du Beau, 1715),[4] Yves Marie André (Essais sur le beau, 1741)[5] o Charles Batteux (Les Beaux Arts réduits à un même principe, 1746).
Para subrayar asimismo algunas consideraciones más en torno al tema del gusto, nos parece apropiado traer a colación una cita de Bouhours, entresacada de la obra indicada:
Le goût est un sentiment naturel qui tient à l’ame, et qui est indépendant de toutes les sciences qu’on peut acquérir; le goût n’est autre chose qu’un certain rapport qui se trouve entre l’esprit et les objets qu’on lui présente; enfin, le bon gout est le premier mouvement, ou, pour ainsi dire, une espèce d’instinct de la droite raison qui l’entraine avec rapidité et qui la conduit plus surement que tous les raisonnements qu’on pourrait faire.[6]
Sin duda, acertadamente, Bouhours subraya tres aspectos que considera esenciales del gusto: a) su autonomía como facultad crítica, al distanciarla –en su modus operandi– del proceso lógico-discursivo; b) su papel claramente transitivo, basado en la relación de mediación sujeto/objeto; c) la originalidad de su procedimiento, que Bouhours plantea como análogo a la intuición (instinct de la droite raison).
La dualidad del gusto que conduce a sentir la belleza y, a la vez, comprender- la instantáneamente, como por intuición y al margen de prolijos razonamientos y aplicación de reglas, será, por supuesto, uno de los puntos capitales de las teorías enfrentadas, que tendrán su clara repercusión en el ámbito, no sólo de la Estética, sino especialmente de la crítica de arte, y en el establecimiento de las reales academias. De hecho, resuena aquí el eco de la diferencia planteada por Pascal entre l’esprit de finesse y l’esprit de géométrie, que, agudamente, preanunciaba y tomaba parte ya en el debate que oponía entre sí la subjetividad del gusto (vía del sentimiento) y la objetividad de las reglas (vía de la razón).
Ahora bien, tal querelle supone no sólo enfrentamientos sino también múltiples intentos de articulación de ambas posiciones. A menudo, se ha acentuado mucho más la dualidad que los esfuerzos coetáneos por explicar el fenómeno del gusto entre la razón y el sentimiento. La dualidad existe, ciertamente. Basta con releer y contrastar, por ejemplo, los textos de Boileau y los de Bouhours, los de Du Bos y los de Batteux o los de Crousaz y André, como casos paradigmáticos entre los siglos XVII y XVIII. Pero también conviene analizar las cuestiones sin pasar por alto los numerosos y complejos matices existentes.
En la sociedad del XVII el concepto de razón se aproxima a una idea general, un modelo de perfección, siempre postulado y vagamente definido, ya que forma parte de un campo semántico flotante. Así, por ejemplo, si la mimesis es el imperativo básico, no se tratará de imitar, sin más e indistintamente, todo lo natural, sino que será necesario desvelar lo que en la naturaleza es esencial, es decir, conforme a razón (lo verosímil más que lo verdadero). La meta del arte será así el descubrimiento (mettre au jour) y no la innovación. (La imitación de la Belle Nature, como se irá acentuando históricamente, a través de la acción de las reales academias de Bellas Artes).
Pero también la razón es una facultad del sujeto (y no sólo un modelo). Y hay que tener en cuenta que los Dictionnaires de la época (tanto el de Richelet como el de l’Académie) dan bon sens y jugement como sinónimos del término raison. Lo cual implica que la razón es una facultad de discriminación que comporta una especie de sentido innato de lo que es justo, recto y adecuado, como si se encuadrara directamente dentro de un sistema de valores ya constituidos.
En consecuencia, cabe puntualizar: a) que la razón clásica es inseparable de un juicio y de un proyecto trazado; b) que tal concepto de razón se interrelaciona asimismo con la noción de bon sense, íntimamente ligada, a su vez, con un contexto social y, por lo tanto, difícilmente extrapolable a un plano abstracto.
Por ello, esta raison/bon sens que se deslizará prontamente hacia el ámbito de la crítica apelará constantemente a la superposición de distintos niveles, dada la tenue distancia existente entre lo estético y lo social. De nuevo, pues, la evidente proximidad del je ne sais quoi.
Y otro tanto cabe apuntar –respecto al campo semántico abierto– con relación a la noción de gusto que nos ocupa, nunca ajena tampoco, en la época, al bon sense. Criterio éste aplicado, de hecho, por los clásicos a lo bello. De ahí que dicha noción de bon sense imponga a la creación un cierto carácter convencional (reivindicando para sí la voz de la mayoría y del gusto común). Es decir, que al bon sense se vincula siempre un uso y una determinada conformidad a valores experimentados y conocidos, no ajenos a la bienséance. (Transformándose en una especie de mirada definitiva hacia lo institucional y lo académico).
En el fondo –reconozcámoslo claramente– el gusto funciona como un concepto que sirve de receptáculo y puente entre una perspectiva social y un sentimiento individual. No en vano, el conocido investigador René Bray ha subrayado que para los clásicos «el buen gusto no es sino el bon sense en su función crítica». De este modo, la función del gusto –ya lo hemos dicho– definía un ámbito de acción para el artista, para el público y para la crítica. Como un concepto normativo que era, asigna a la belleza un modelo fundado en la búsqueda de lo ajustado, en la aspiración al equilibrio, consagrando así el triunfo del racionalismo y de la civilidad.
A la aparición de la noción de gusto se le superpone, de inmediato, la de buen gusto, tomándolas como expresiones sinónimas. De ahí que el gusto no pueda reducirse a la sensación que lo provoca, ni identificarse sólo con una especie de instinto. Exige claramente además una facultad, capaz de dirigirlo y desarrollarlo, imponiéndole un orden de valores. Esquemáticamente dicho: el gusto consiste en un sentimiento educado por la razón. Una razón también predeterminada, cuya función consiste en explicitar y justificar el gusto-instinto, para elevarlo y transformarlo en instrumento crítico.
Se entenderá ahora mejor cómo tal proceso –este acento puesto sobre la razón en el seno de la propia formación del gusto– conduce históricamente a la vinculación del gusto con el juicio, de donde se derivarán ciertas consecuencias: a) tener gusto supone juzgar inmediata y acertadamente, sin tener que recurrir a explicaciones; b) tal juicio permite al sujeto captar directamente la naturaleza del objeto; c) es, pues, viable experimentar (sentir como por instinto) la belleza de las obras de arte sin atender a reglas.
Diríase, por tanto, que los clásicos estaban tan preocupados, e incluso más, por dilucidar el modus operandi del gusto que por perfilar, realmente, la esencia de su concepto. La articulación de sentimiento y razón era, sin duda, una clave definitiva. Por ello, a menudo, la razón se entiende como razón intuitiva y no como razón deductiva. El gusto, simultáneamente, se perfila como vía de experiencia estética y de acción crítica, es decir, como estrategia de reciprocidad entre fruición y juicio.
Pero justamente aquí se abre, de hecho, una fundamental dualidad, a la que ya nos hemos remitido, y que afecta directamente a los planteamientos de la crítica.
Si se acepta que el dominio de la fruición (del agrément) y de la belleza escapa a las facultades del entendimiento –dado que el punto de perfección de las obras no puede captarse sino a través de la directa, global e íntima relación existente entre una subjetividad (esprit de finesse, gusto) y una proyección ideal (presupuesto idealista de la estética clásica)–, se entenderá la diferencia con la crítica dogmática vigente en el propio clasicismo, que postula su tarea a partir de una poética explícita y a cuyos minuciosos parámetros y regulaciones es necesario constantemente referirse.
Tal dicotomía queda clara, por ejemplo, en una referencia que en su correspondencia Antoine Gombauld, Chevalier de Méré (Lettres, París, 1682), resalta:
Car je prends garde