Antonio Moreno Ruiz

La caja de los hilos


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a las mujeres que llegaron al sepulcro (señalan con la mano el color negro que lo recuerda) y encontraron movida la piedra. Entraron y no hallaron el cuerpo del Señor.

      Los dos ángeles de abajo les explican, como en el Evangelio: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” 29 y le señalan a ese Cristo que ha vuelto a la Vida. Junto a la Cruz, cinco personajes principales que reciben el baño de la sangre de Cristo que los limpia, los purifica, los justifica… ¡los salva!

      Son seres salvados, por eso todos tienen la misma estatura. “Son hombres perfectos que han alcanzado la talla de Cristo” 30. Por eso todos están iluminados por la luz que brota de Cristo y tienen una cara muy similar a la suya, pues han recuperado plenamente la “imagen y semejanza” perdida en parte por el pecado.

      Los personajes son fácilmente identificables, no porque yo sepa mucho de iconografía, sino porque tienen el nombre escrito debajo. En el puesto más importante, a la derecha de Cristo, están María, su madre, y el discípulo amado, Juan. La mano de María sobre el mentón, en la tradición de los iconos, significa dolor, asombro y reflexión. Es un dolor sereno, un dolor que no llega a reflejarse en su rostro. Es la serenidad de la que no pierde la esperanza. Su actitud reflexiva ante lo incomprensible de la Cruz nos hace recordar que “María atesoraba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón” 31.

      Juan, situado junto al Señor, al igual que en la última cena, es testigo privilegiado de cómo, de su costado, brota sangre y agua. Así lo narra en su Evangelio: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” 32.

      Con la mano parece preguntar a María por ese misterio. María responde señalando hacia su hijo. Así veneramos los católicos a María: ella siempre nos remite a Jesús: “Haced todo lo que Él os diga” 33.

      En el otro lado, tres personajes. Por orden, de izquierda a derecha: María Magdalena, María la de Cleofás y el centurión romano. La Magdalena también se toca el mentón en señal de dolor, mientras la de Cleofás parece consolarla mostrándole al Resucitado.

      Al lado de ambas, el centurión lleva en la mano el rollo con la sentencia a muerte de Jesús. Fue él quien, según el Evangelio de Marcos, al morir Jesús pronunció otra sentencia para la eternidad: “Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios” 34. Por eso aparece contemplando al Crucificado y levantando tres dedos de su mano derecha como haciendo una confesión de fe en la Trinidad.

      El centurión es modelo de toda la humanidad. Es quizá como tú, incrédulo, que necesitas ver para creer; o como tú, que dices amar a Cristo, pero con “la otra mano” lo niegas…

      Por eso tú estás también representado en este increíble misterio de la Cruz en la figura de esas cabecitas detrás del centurión (¿te has fijado?). Son imagen del pueblo de Dios, de la multitud de los creyentes.

      A los pies de las cinco grandes figuras, hay otros personajes pequeñitos. Junto a María y Juan, está Longinos, nombre con el que tradicionalmente se conoce al soldado que traspasó con su lanza el costado de Cristo.

      Cuentan los apócrifos que este soldado tenía problemas de visión y que, al contacto con la sangre de Jesús, se convirtió, recuperó la vista e incluso ayudó luego a la sepultura. Tú, que has llegado aquí por casualidad y no crees (no ves), ojo que puedes salir viendo…

      Por eso, porque ya “ve”, el rostro de Longinos se parece también al de los salvados, al de Cristo.

      No es el caso del otro personaje, el que aparece bajo el centurión, que identificamos como un jefe de la sinagoga burlándose de este misterio de la Cruz con los brazos en jarras:

      Tiene un pie en la tumba (el negro del fondo) y, si te fijas, de este rostro vemos solo la mitad, no como el resto de los personajes que está de frente. Este hombre no ha sido aún iluminado por la fe. Será necesario que esa luz ilumine sus oscuridades para poder resucitar con Cristo. Son los que no entienden nada de la cruz y reniegan de ella. Quizá hoy te pase a ti, quizá hoy me pase a mí.

      Puedes aceptar el dolor y la muerte del inocente, entender que es consecuencia lógica de una creación “en estado de vía” que aún no ha llegado a su plenitud y contemplar su poder salvífico; o ser refractario y rechazar este mensaje. Es otro misterio, el de la libertad. A los pies de la cruz, siendo limpiados por la sangre derramada de Cristo, aparecen otros personajes: Reconocemos a Pedro (con una llave) y a Pablo. Habría otros, pero el tiempo y la devoción popular (siglos de manos queriendo tocar esta reliquia) los han borrado.

      A mí me gusta imaginar ahí a mis “santos de la puerta de al lado” como los llama el papa Francisco. Esas personas que he tenido la suerte de conocer y que han pasado por el mundo haciendo el bien. Por ejemplo, el cardenal Fernando Sebastián, que enterraremos en Málaga mientras escribo estas líneas.

      La vida de este querido profesor y la de tantos otros amigos y familiares, ha sido un testimonio para la mía y estoy seguro de que están ya contemplando a Dios mismo. Por eso hablo con ellos, y les pido su intercesión. Te invito a poner ahí a los tuyos…

      A mitad de la pantorrilla de Jesús, un gallo desafiante nos habla de las negaciones de Pedro y de la nuestras. Pero el gallo es también símbolo del alba, del amanecer.

      Ya es hora de despertarnos del sueño, “la noche está avanzada, el día se nos echa encima, abandonemos las obras de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz”, nos está diciendo con san Pablo 35. Canta el gallo ¿Y dónde está la luz? ¿Adónde acudir en estos momentos de oscuridad? Pues volvemos a la recomendación del papa, ¡Mira el rostro de Cristo!

      De ahí brota toda la luz del icono. Su corona no es de espinas, es de gloria. Cada espina de Cristo, cada llaga, cada uno de tus momentos de soledad y miedo, cada llanto de cada niño que sufre… Todo será convertido en alegría y paz. Es lo que reflejan los enormes ojos del Señor en este icono. Son ojos serenos que miran a Dios con deleite. ¡Nada es más hermoso, nada produce más descanso! Los ojos son desproporcionados porque tenemos que caber todos, para que todos podamos contemplar esa gloria de Dios. También tú estás ahí.

      La boca y las orejas son muy pequeñas, porque en la vida de la Gloria no son necesarias las palabras, basta la visión.

      Por eso, calla esa voz interior que trata de buscar respuestas, las palabras no sirven, no hay frases consoladoras… La muerte es incomprensible.

      Pero mira este Crucificado radiante de vida y de luz, contempla con él la Gloria a través de esos ojos que te aman. Déjate limpiar por esa sangre que te purifica y que te regala Vida para siempre.

      Siéntete parte de ese pueblo santo que, a lo largo de los siglos, junto a María y a los testigos de la resurrección, ha conservado la experiencia de que la muerte ¡injusta muerte! no es el final.

      Escucha, igual que san Francisco, cómo te habla y te dice: ¡Fíate de mí! ¡Yo he dado mi vida por ti! ¡No desesperes!

      Y en medio de tu dolor, quizá entre lágrimas como yo ahora, abandónate como Cristo en los brazos amorosos del Padre y grita, con el autor del icono: ¡Creo, Señor,