«el campo primario dentro del cual o por medio del cual se articula el poder social».18
Desde este enfoque, las polaridades excesivamente reduccionistas en la historiografía tradicional entre subordinación o liberación, dependencia o libertad, alienación o conciencia de las mujeres, se verían ampliadas, entendiendo los discursos y su recepción de formas múltiples e incluso opuestas y donde los géneros y sus relaciones se situarían en amplias tramas culturales. La cultura misma no sería sólo considerada como una parte de las actividades humanas, sino como una «trama» móvil a través de la cual los sujetos forman sus percepciones y construyen de una forma dinámica la «realidad».
La comprensión en estos términos de los textos del pasado permitiría incidir en una imagen del contexto como conjunto de presiones y propósitos básicamente invisibles a desentrañar por el historiador; porque, como afirma Chartier,19 en y a través de los textos pueden percibirse y formularse varias proposiciones que articulen de una forma nueva las diferencias sociales y las prácticas culturales. Entre esas diversas proposiciones que articularían de una forma abierta las relaciones de poder o las diferencias sociales entre los géneros, la historia cultural fijaría su atención en una metodología que diera cuenta del desarrollo de prácticas y estrategias reales y simbólicas, que irían determinando posiciones y relaciones, que construirían para cada grupo social un «modo común de expresión» que se convertiría en la forma de «ser percibido» socialmente.
El carácter cultural de la feminidad y de la masculinidad transciende, por tanto, la noción de identidades fijas, complementarias y opuestas de los roles de género y enfrentan a la nueva historia de las mujeres con la tarea de incidir y desmantelar los códigos discursivos de los textos del pasado (y sobre todo los de la modernidad) que intentan producir «apariencias de verdad» a partir de proyectar ámbitos separados, complementarios y antagónicos para los sexos que demarcan eficazmente su capacidad de intervención en la sociedad.
También en este mismo sentido de comprender la cultura política como espacio para la configuración de identidades sociales múltiples, se han desarrollado diferentes estudios que relacionan la cultura política republicana y la democratización, asociando la noción de ciudadanía al modelo de acción política del republicanismo.20 Así, en los últimos años los estudios sobre nuevos movimientos sociales han permitido una renovación teórica en la propia historia social21 otorgando un papel central a la cultura en lo que hace referencia a la construcción social de las acciones colectivas en las que actúan distintos actores sociales.22 La política se explicaría, por tanto, como el campo de acción de intereses cruzados y territorio también de disputa ideológica (en la que ambos géneros intervienen) constituyendo el proceso mismo de la acción colectiva.23 Por ello, la ciudadanía femenina –pese a las contradicción teóricas que supone su exclusión (hasta avanzado el siglo XX) de determinado derechos sociales y políticos–, puede entenderse como un proceso en el que las propias prácticas y actuaciones de las mujeres para conseguir la igualdad social y legal contribuyeron también a abundar en la democratización política y social.24
Por tanto, los planteamientos teóricos y metodológicos de la historia sociocultural y de la historia de las mujeres se adaptan al estudio de las formas de sociabilidad, al conocimiento de las identidades individuales y colectivas, y al de los comportamientos y pautas culturales, trasladando el estudio de los movimientos sociales la esfera de la cotidianidad desde una interpretación culturalista.
Desde esta perspectiva metodológica, los estudios que analizan las revoluciones burguesas –tanto desde la perspectiva histórica como desde la literaria– y la construcción de los géneros durante la consolidación de las sociedades liberales europeas coinciden en remarcar su carácter eminentemente cultural.
Las revoluciones burguesas, lejos de reducirse al mundo político, supusieron, por tanto, una paulatina transformación del conjunto de la vida social, en la que la significación del ámbito de la privacidad y de los papeles que correspondían a las mujeres jugaron un papel fundamental. Los valores y discursos, los hábitos y los espacios cotidianos del antiguo régimen, se fueron desmantelando progresivamente para establecer en su lugar los nuevos conceptos, hábitos, formas de vida y sistema de valores de una sociedad capitalista.25
Durante los siglos XVIII y XIX los presupuestos básicos de la modernidad, es decir, la razón y el progreso (político, económico y científico) se fueron constituyendo como hegemónicos en las sociedades liberales, derivando al ámbito de lo privado y separando de lo público lo cotidiano y lo doméstico y, también, todo lo relacionado con lo personal, con las pasiones y con el afecto.
Progresivamente identificado el espacio público con aquello que pertenecía al Estado y a su gestión política, y el espacio privado con el resto de funciones sociales consideradas apolíticas, nuevas fronteras dividieron teóricamente las actividades humanas. Progresivamente, también la industrialización y el crecimiento de las ciudades contribuyeron a trazar nuevas delimitaciones en las relaciones entre los sexos, al alejar las tareas productivas, que cada vez más se fueron realizando también en talleres y fábricas, de las tareas reproductivas que paulatinamente se circunscribieron al espacio estricto del hogar. Mientras que en la sociedad preindustrial la unidad económica básica era la propia familia y el trabajo de las mujeres resultaba imprescindible para mantener la empresa o el negocio familiar,26 la sociedad industrial asignó a las mujeres, también a las trabajadoras, espacios y funciones específicas determinadas sobre todo por su capacidad reproductiva. La vida doméstica y la privacidad, supuestamente al margen de la vida pública, se convirtieron así en el centro de la vida íntima y en el «reino femenino» por excelencia.
De este modo, a la vez que el campo de las actividades humanas se reestructuraba –tanto en lo material como en las nociones de comprensión que le daban sentido– en dos áreas diferenciadas: la de lo público (la producción, el Estado, el trabajo, el mercado) y la de lo privado (el hogar, el afecto, la intimidad personal, la familia), se estaba efectuando también la construcción histórica de la diferencia sexual. Esta nueva división en géneros que estaba teniendo lugar, teorizada como atemporal y consustancial a la naturaleza de los sexos, no sólo sirvió para asentar el predominio de la burguesía como clase y para sustentar nuevas formas de poder del Estado, sino que además proporcionó las bases metafísicas de la cultura moderna y de su mitología reinante.27
Así, en lo que se podría denominar la cultura típicamente burguesa, por un lado se acabó consolidando una representación de las mujeres como centro de la domesticidad, cercanas a la naturaleza por sus funciones reproductivas, abnegadas, afectuosas y exclusivamente dedicadas a las necesidades de sus hijos y de su círculo familiar; mientras que, por otro lado, a los hombres se les representaba como capaces de grandes cometidos intelectuales, políticos, militares, que vinculaban su interés personal al bien universal.28
Pero la sociedad liberal no sólo construyó una clara delimitación de los papeles que correspondían a los sexos, sino también la delimitación entre los intereses políticos generales y significativos –que los hombres adultos y propietarios representaban y estaban encargados de defender en la esfera pública– y los intereses considerados particulares de otros grupos sociales que fueron marginados de la vida política.29 Como afirma Zabala, «la gestación de la sociedad burguesa conllevó la construcción de un nuevo sujeto definido