los cónyuges, puesto que la familia aspiraba a transmitir a sus hijos los ideales republicanos a través de la educación que recibían en el hogar. Además, las ceremonias familiares –registros de nacimientos, matrimonios y entierros civiles– se entendían como la consagración secularizada de eventos puntuales de la vida y, también, un intento de construir materialmente y de dar forma a otras percepciones e interpretaciones de un orden social basados en valores laicos e independientes de la legitimidad de la Iglesia católica. Por ello, el marco familiar, en el que las mujeres tenían asignados importantes cometidos en la sociedad de la época, se fue constituyendo en un espacio esencial de la socialización republicana. Un espacio que conllevaba unas atribuciones distintas a las de los roles femeninos exclusivamente domésticos y asignaba a las mujeres ciertas funciones en relación con las actividades públicas.
En los discursos masculinos la nueva feminidad difundida por el periódico blasquista El Pueblo disponía a las mujeres a implicarse con las actividades políticas, merced a su participación en determinadas actividades culturales, de protesta y agitación social, a su progresiva instrucción, a la contestación al poder de la Iglesia y a la tímida difusión de un incipiente proyecto de emancipación femenina.
En relación con este último aspecto, un grupo minoritario de mujeres republicanas y feministas que actuaban en el seno del blasquismo jugó, también, un papel significativo en el paulatino desmantelamiento del modelo de feminidad estrictamente doméstica y en la difusión de la idea de que las diferencias entre los géneros estaban suponiendo un obstáculo al progreso y a la modernización de la nación. Dichas mujeres fundaron en 1987 la Asociación General Femenina reclamando la educación femenina y buscando dar respuesta y superar las diferentes formas de subordinación a las que se sometía a las mujeres. Con el paso del tiempo, las integrantes de la primitiva AGF desarrollarían formas autónomas de organización, actuación y coordinación con otros grupos feministas de características afines, tratando de difundir sus propias visiones de la «realidad» social y buscando también comprometer a los hombres republicanos en la tarea de que las mujeres accedieran a los derechos y a las libertades de la ciudadanía.
Así, el tema del feminismo comenzó tímidamente a formar parte del debate político y entre los años 1909 y 1911 se publicó en el periódico blasquista El Pueblo una sección escrita por algunas de estas mujeres –relacionadas con la agf– que comenzaron a expresar sus ideas respecto a los problemas femeninos, iniciando de este modo un proceso en el que, como republicanas y feministas, se dotaban de autoridad en los escenarios públicos, a la vez que construían pautas autorreferenciales que legitimaban sus demandas. También los hombres participaron en estos debates, en los que establecieron puntos de encuentro y también de disidencia respecto a las propuestas feministas. Los roles que correspondían tanto a la masculinidad como a la feminidad fueron objeto de debate y discusión, y se establecieron nuevos consensos respecto al papel que debían mantener los géneros en una sociedad progresivamente democrática.
Las diferenciaciones entre los géneros, que en el imaginario liberal habían relacionado a cada grupo social con un cometido y un rasgo específico dentro de la organización social, se iban reduciendo, y los blasquistas paulatinamente fueron incorporando a su agenda política la preocupación por que las mujeres pudieran aspirar a mayores cotas de protagonismo en los escenarios públicos.
Si la topología de la cultura burguesa había seccionado la realidad social en dos ámbitos –lo público y lo privado teóricamente separados–, el proceso de democratización política de comienzos del siglo XX actuaba desmantelando tímidamente la fronteras reales y simbólicas que dividían ambos territorios. La privacidad se hacía política y la política daba respuesta a nuevas formas de privacidad. Los hombres blasquistas arrebataban a las mujeres la responsabilidad en exclusiva de los territorios familiares y afectivos y alentaban en cierto modo a las mujeres a recuperar ciertas libertades en los ámbitos sentimentales y sexuales. También las mujeres republicanas iniciaban su acceso a la vida social considerada pública, conquistando nuevos espacios tanto en la esfera de la educación como en la del trabajo asalariado. El feminismo,37 además, se constituía en un instrumento que permitía a las mujeres reflexionar públicamente sobre las experiencias femeninas y construir en torno a dichas experiencias significados nuevos, lo que en última instancia permitía a las mujeres articular nuevas respuestas sociales progresivamente autónomas de la autoridad de los hombres. En este sentido cabe considerar que las experiencias históricas (y como tal experiencia el propio feminismo) son inseparables de los significados previamente establecidos.38 La reapropiación por parte de las mujeres «feministas» de los significados mantenidos por los hombres blasquistas, no sólo les permitió representar a las mujeres como susceptibles de acceder a las ventajas del progreso y la igualdad, sino también construir un orden simbólico autorreferencial que evaluaba y daba significado a las experiencias de las mujeres en base a las ideas universalistas que habían inspirado la Revolución francesa y a una nueva tradición de pensamiento que elaboraba el feminismo.
1 A. Prost: «Fronteras y espacios de lo privado», en P. H. Ariés, G. Duby (dirs.): Historia de la vida privada. De la Primera Guerra Mundial a nuestros días, Madrid, Taurus, 1990, p. 15.
2 G. Balandier: «Los espacios y el tiempo de la vida cotidiana», Debats, 10 (1993), pp. 45-69.
3 Desarrollos posteriores de los enfoques de Thompson en el dossier «E. P. Thompson», Historia Social, 18 (1994). Véase también M. Martí (ed.): D’Història Contemporània: debats i estudis. Un homenatge casolà a E. P. Thompson (1924-1993), Castellón, Societat Castellonenca de Cultura, 1996.
4 Dossier «Historia de las mujeres, historia del género», Historia Social, 9 (invierno de 1991).
5 A. Aguado (coord.): «Les dones i la història», Afers, 33/34 (1999), pp. 298-567.
6 Aportaciones pioneras en el enfoque de las mujeres como sujetos de la historia en M. Nash (dir.): Presencia y protagonismo, Barcelona, Serbal, 1984; M. Nash: Mujer, familia y trabajo en España, 1875-1936, Barcelona, Anthropos, 1983; VV. AA.: Mujer y sociedad en España (1700-1975), Madrid, Ministerio de Cultura, Instituto de la Mujer, 1986.
7 M. Bolufer: Mujeres e ilustración. La construcción de la feminidad en la España del siglo XVIII, Valencia, Alfons el Magnànim, 1998, p. 13.
8 J. W. Scott: «El género: una categoría útil para el análisis histórico», en J. S. Amelang, M. Nash: Historia y género: las mujeres en la Europa moderna y contemporánea, Valencia, Alfons el Magnànim, 1990, p. 24.
9 M. Nash: «Conceptualización y desarrollo de los estudios en torno a las mujeres: un panorama internacional», Papers, 30 (1988), pp. 13-32.
10 P. Burke: Sociología e historia, Madrid, Alianza, 1988.
11 L. Stone: «Historia y posmodernismo», Taller d’Història, 1 (1993).
12 M. Bolufer: Mujeres e ilustración..., pp. 14-15.
13 En torno a la relación de la historia del