Luz Sanfeliu Gimeno

Republicanas


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embargo, la cultura de la modernidad contenía en sí misma importantes contradicciones, porque a la vez que las definiciones de los sujetos modernos se construían a partir de atribuciones diferenciadoras que relacionaban a cada grupo social con un cometido y un rango específico dentro de la organización social, las nuevas leyes políticas aspiraban a dotar a los individuos de atributos universales relacionados con la igualdad teórica de todos los ciudadanos. La teoría liberal concebía al yo sujeto de los nuevos derechos políticos, esencialmente neutro en cuanto al sexo, y no sometido por la naturaleza a ninguna autoridad.31 Puesto que el objeto de la ley era general y no había leyes especiales para determinados individuos, familias o grupos, el privilegio y las discriminaciones legales parecían ser «cosas del pasado», ya que los individuos se concebían esencialmente libres y las voluntades particulares debían constituir el verdadero origen del gobierno.

      El liberalismo preso en la urdimbre tejida por sus propias paradojas, por un lado, marginaba de la vida política efectiva a amplios sectores de la población y definía nítidamente sus cometidos en la vida social; pero por otro lado, concibiendo a los individuos a distancia de la esfera pública, los liberaba de los vínculos y las dependencias tradicionales de la comunidad, permitiéndoles conquistar en el ámbito de la privacidad el derecho a tener una vida personal autónoma.

      Porque si antes de las sociedades estatalizadas (liberales-burguesas) las normas de comportamiento se habían justificado por un argumento social –es decir, por la presencia de seres exteriores que observaban y juzgaban las conductas–, los nuevos códigos de relaciones sociales desarrollaron paulatinamente métodos que marcaron el tránsito desde el heterocontrol al autocontrol.

      En este proceso, a finales del siglo XIX en España, como igualmente sucedió en otros países de Europa, se desarrollaron diferentes movimientos sociales, como fue el caso del movimiento que se agrupó en torno al republicanismo blasquista, que a través de críticas y demandas morales, fueron conformando un nuevo estado de opinión: se reclamaban prácticas políticas más democráticas y derechos sociales más igualitarios para los sujetos excluidos de ese poder liberal en el fondo enormemente restrictivo.

      Como otros radicalismos populares, en España, el republicanismo había surgido de la contestación a los procesos de exclusión política del orden liberal, pero durante el período de la Restauración no mostró su influencia como fuerza política nacional, sino sobre todo como movimiento cultural y social que

      El partido era moderno y democrático, distinto al de los partidos dinásticos y de notables de la época. Funcionaba en contacto con el electorado y mantenía un sistema organizativo capaz de movilizar a las masas. Sus propuestas tendentes a democratizar las prácticas de gobierno suponían tanto la reforma política, social y educativa como la defensa de las libertades básicas. Los blasquistas estaban convencidos también de que a través de la política era posible modernizar la mentalidad social y acabar con una serie de valores que hacían referencia a una sociedad de súbditos dominada por monárquicos y clericales, y sustituirlos por los valores propios de una nación de ciudadanos.

      Porque a la vez que propugnaban reformas encaminadas a democratizar las prácticas del gobierno y se aplicaban en defender las ideas ilustradas (que cifraban el progreso de la humanidad en la instauración de la educación, de la ciencia y la razón), utilizaron significativamente la privacidad y las reclamaciones de libertad personal como un arma también de apelación política.

      Apoyándose en los sectores más avanzados del movimiento obrero –que comenzaban a constituir organizaciones de clase–, el blasquismo cargó de significado, a través de sus propios medios de difusión, la imagen del varón de clases populares, instruido y comprometido con el republicanismo, como el agente y protagonista de los cambios sociales democráticos. En el contexto de la época, el ejercicio de la soberanía nacional era patrimonio de los hombres, que eran quienes podían votar. Por ello, el acceso de una mayoría de hombres al ejercicio práctico de la política exigía a los republicanos arbitrar mecanismos de cohesión e identificación que hicieran referencia también a un nuevo modelo de identidad masculina.

      En este proceso de autorrepresentación, las conductas masculinas se proyectaron como una nueva forma de ser que –en concordancia con los ideales republicanos– debía materializarse también en las conductas personales y en la vida cotidiana. Motivo de crítica fueron, por tanto, toda una serie de comportamientos habituales en los varones de clases populares que las autoridades fomentaban y toleraban. Las corridas de toros, los juegos de azar y la asistencia de los hombres a las tabernas en el tiempo que el trabajo les dejaba libre, se contraponían a la militancia política y al ocio culto e instructivo que proponían los casinos, ateneos y otros centros republicanos, donde las charlas se complementaban con veladas musicales y teatrales, bailes y fiestas, a los que se invitaba a que participara también la propia familia del simpatizante o afiliado. De este modo, los blasquistas mostraban en público una identidad social que representaba a ambos sexos compartiendo (en cierto modo) espacios y preocupaciones; y convertía así los papeles masculinos y femeninos en más cercanos y equivalentes.

      El ideario republicano, que mayoritariamente difundieron los hombres, consideraba asimismo que las relaciones afectivas de las parejas debían basarse en la libre elección