oposición tajante, pero sí la pasividad– de ese gran erudito y conocedor de la pintura nuestra, Sánchez Cantón, que era subdirector del Museo. Era apolítico por completo, y no sé si consciente o inconscientemente estaba deseando la llegada de los franquistas a Madrid para entregarles el Museo del Prado. […] pero no era cuestión de escoger si mayor o menor humedad, sino de salvarlas o no salvarlas, y se organizó por las noches una salida con camiones custodiados por el ejército.
Las expediciones comenzaron el 10 de noviembre, cuatro días después de la salida del Gobierno hacia Valencia. Algún envío inicial coordinado por María Teresa León –uno de ellos con Las Meninas de Velázquez– fue desacertado, sin embalajes adecuados y con itinerarios no bien previstos. No obstante, desde mediados de diciembre los errores se corrigieron por la intervención de la recién creada Junta Delegada de Madrid, que presidió el arquitecto y pintor Roberto Fernández Balbuena, cercano colaborador de Renau, al igual que Timoteo Pérez Rubio. Fue una decisión controvertida sobre la que no existe completo acuerdo en la historiografía. A juicio de Portús, vincular el destino del Prado al destino del Gobierno «suponía primar los valores simbólicos frente a los valores de conservación», aunque admite que el curso de la guerra amenazó la integridad del edificio. A mediados de octubre se habían intensificado los ataques aéreos sobre Madrid y corrían peligro el Prado y otras instituciones culturales como la Biblioteca Nacional, el Museo de Arte Moderno o la Academia de San Fernando. En Arte en peligro, Renau no ocultó el doble valor de la medida acordada por el Ministerio de Instrucción Pública: «Esta decisión se fundaba en motivos políticos y militares del Gobierno de la República. Mas, aunque solo hubiera sido por razones técnicas, la evacuación de las obras de arte de Madrid estaba plenamente justificada».30
Vicente Vidal Corella: «Crónica en Valencia», Crónica, Madrid, 3 de enero de 1937. Reportaje sobre la inauguración de la muestra de la colección del Palacio de Liria en el Colegio del Patriarca, Valencia, 25 de diciembre de 1936. De izquierda a derecha: Julio Just, José Moreno Villa, Carlos Esplá, Jesús Hernández, Josep Renau, José Gutiérrez Solana, José Puche y Vicente Beltrán.
Las Torres de Serranos y el Colegio e Iglesia del Patriarca –edificios reforzados por José Lino Vaamonde y otros arquitectos de la Junta– fueron los grandes depósitos de las obras procedentes de Madrid. En los primeros días de la guerra el rector José Puche puso el cercano Colegio de Corpus Christi, un bello edificio renacentista, bajo custodia de la Universidad para protegerlo de posibles actos vandálicos. A finales de diciembre de 1936 el Colegio acogió la exposición de obras de arte procedentes del Palacio de Liria, incautado por las milicias del Partido Comunista y arrasado por las bombas el 17 de noviembre. La muestra fue celebrada en el primer número de la revista Hora de España, en enero de 1937. Una nota anónima, quizá redactada por Ramón Gaya, elogiaba el montaje y las obras expuestas, en particular los dos retratos de Goya: la duquesa de Alba –«de esta mujer-muñeco es de donde arranca Solana sus maniquíes vivos con tan extraña vida»– y La marquesa de Lazán, «ángel salvaje y retador» que compendia todo Goya. El comentario destacaba igualmente las pinturas de Mengs, Esteve y Canaletto, así como algunos de los tapices flamencos de batallas.
La exposición de los fondos madrileños de la Casa de Alba tuvo una gran acogida y hubo que prorrogarla unos días. En alguna de las fotos que daba cuenta de la inauguración, el 25 de diciembre de 1936, aparecían en lugar destacado José Moreno Villa y José Gutiérrez Solana.31 Habían llegado a Valencia formando parte del numeroso grupo de intelectuales evacuados de Madrid por el Ministerio de Instrucción Pública con los que se había creado la Casa de la Cultura. Deltoro refirió algún encuentro con Solana, a quien animaba a pintar escenas de la guerra: «Uno pintaría milicianos, pero si uno los pinta como uno los ve, a lo mejor le dan el paseo». «Era todo un personaje Gutiérrez Solana», concluía. Por entonces, Solana manifestaba que no había sentido el menor deseo de abandonar Madrid y que pintaría algún cuadro sobre la heroica defensa de la ciudad cuando estuviera más lejano el estruendo de la guerra.32
La llegada del Gobierno a Valencia convirtió la ciudad en una «urbe promiscua en la que se codeaban los ministros con los milicianos, la gente de la huerta con los funcionarios madrileños, los desocupados con los excedidos por su labor», escribió Gil-Albert, que también la rememoró colmada de «transeúntes ilustres».33 La Casa de la Cultura, instalada en el céntrico Hotel Palace, abrió un periodo que culminó con el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en julio de 1937, en el que Valencia dobló la capitalidad política con la cultural. La ciudad encontró un elevado número de memorialistas. Entre otros, Moreno Villa, que en febrero de 1937 inició un viaje de propaganda cultural a Estados Unidos del que ya no regresó. La joven Elena Garro, recién casada con Octavio Paz, a quien acompañó al II Congreso Internacional, la recordó afeada por los grandes cartelones que cubrían las fachadas de la plaza Emilio Castelar. También Esteban Salazar Chapela, periodista en la Subsecretaría de Propaganda entre enero y junio de 1937, que escribió sobre aquellos días una novela de tinte autobiográfico en la que menudean escritores y artistas con sus nombres levemente alterados.34
El censo de intelectuales que se reunió en la Casa de la Cultura era notable, entre Tomás Navarro Tomás, esforzado en mantener la tarea de la Junta para Ampliación de Estudios, y Pío del Río-Hortega, director del Instituto Nacional del Cáncer, cuyo laboratorio se transportó desde Madrid. Un numeroso grupo presidido por la patriarcal figura de Antonio Machado.35
El entusiasmo inicial fue declinando. Manuel y José Gutiérrez Solana, aconsejados por León Felipe, se trasladaron a París a los pocos meses. Y el escultor Victorio Macho declaró haberse sentido conminado a salir de Madrid, y años después, en sus Memorias, recordó con acritud su experiencia. John Dos Passos refería una triste cena en el Hotel Palace, en abril de 1937, con cuyos comensales «se sienten los hilos asfixiantes del enredo que nadie se atreve a desenredar».36 Los hilos asfixiantes del enredo eran diversos: los problemas de financiación, el eco de los enfrentamientos entre comunistas y anarquistas en la Barcelona de mayo de 1937, el intento de utilización del Partido Comunista –que negó el ministro de Instrucción Pública Jesús Hernández– y el llamado «incidente Gide» en el reciente Segundo Congreso de Intelectuales, precipitaron el controvertido cierre, o refundación, de la Casa de la Cultura en agosto de 1937. «Abigarrada creación del ministerio de Instrucción Pública, después disuelta y rehecha sobre otras bases», observó Manuel Azaña.37
Hubo logros, qué duda cabe. Algunas de las conferencias organizadas en colaboración con la Universidad en las que participaron, entre otros, Julián Bonfante o Demófilo de Buen, fueron editadas en la revista Anales de la Universidad de Valencia. Notable fue el trabajo de Navarro Tomás y de Moreno Villa que se ocuparon de inventariar las treinta y dos cajas de libros de la biblioteca de El Escorial, depositadas en la sucursal del Banco de España. También merece crédito la publicación de los dos primeros números de Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura (enero y mayo de 1937), con espléndidos grabados de Arturo Souto, Aurelio Arteta y de Gutiérrez Solana. Escultores como Victorio Macho pudieron disponer de estudios, y pintores como Arteta, Solana, Castelao o Souto estamparon en el taller litográfico REM, que en 1932 habían abierto Renau, Estellés y Mañó, pero hubo exigencias como las vinculadas a la investigación histórica, que no era posible atender. Ricardo de Orueta, que por entonces concluía su libro sobre la escultura románica española, decidió regresar a Madrid