Óscar Rodríguez Barreira

Miserias del poder


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tenían un cruel espacio en el nuevo horizonte: ejemplos de aquello que se debía evitar. Los precedentes más inmediatos de este discurso, que hemos simplificado y usado irónicamente, eran la concepción más popular de los años sesenta y setenta sobre nuestro más sangriento pasado: la guerra como tragedia colectiva, el todos fuimos culpables. La guerra fue un desastre de tal magnitud que nunca más debería repetirse. Ambos bandos habían cometido crímenes sin parangón, de manera que la responsabilidad del conflicto era irrelevante, lo importante era que no se repitiera. Este valor, o contravalor, inundó hasta la saciedad el ambiente de los setenta, facilitando el tránsito a la democracia y, tras echar al olvido el pasado, posibilitó, con el tiempo, la construcción de otro mito: el de la modélica Transición y su espíritu. Este discurso, en el que confluyen el concepto de redención del imaginario católico y el de contrato social del liberal, se constituyó como mito fundacional de nuestro presente. Ya en el siglo XXI, más del ochenta y cinco por ciento de los españoles se mostraban sumamente orgullosos de cómo se había llevado a cabo el proceso de cambio político, por lo que se podría decir, con Paloma Aguilar, que la autosatisfacción suscitada por la Transición simboliza una reconciliación de los españoles consigo mismos, un nuevo momento.3

      Esta forma de comprender el pasado nos remite más a la carencia de políticas de memoria democráticas y a la incapacidad de la historia profesional para llegar al gran público que a una idea muy extendida: la del pacto de silencio. Con facilidad, se toma el pasado a la ligera. No interesa ni es útil la historia crítica, se prefieren los relatos moralizantes, el uso, normalmente bienintencionado, de fragmentos históricos descontextualizados. Empero, como ha señalado Enzo Traverso, estas buenas intenciones tienen, también, su lado oscuro. En demasiadas ocasiones las catástrofes pretéritas sirven para legitimar acríticamente el presente, neutralizando así la capacidad de la historia como instrumento de emancipación.4

      A pesar de lo dicho, ni toda la sociedad de los setenta y los ochenta había evolucionado desde el todos fuimos culpables al espectáculo de la posmodernidad mercantil –hubo minorías activas con distintas lecturas del pasado–, ni nada impidió que los historiadores investigaran la crisis de los años treinta y desmontaran el relato de la Victoria –adjudicando la responsabilidad de la guerra al fracaso de una sublevación militar y no al de la democracia–, ni estas nociones se mantuvieron más allá de los primeros años noventa. Si con la crisis de hegemonía socialista algunos políticos, fundamentalmente de izquierdas, comenzaron a abrir grietas en el pacto de no instrumentalización política del pasado con fines partidistas, la conquista de la mayoría absoluta de los conservadores –que inauguró prácticas políticas centralistas y agresivas con la disidencia social, mediática y cultural– provocó el retorno del pasado. Había estallado la Guerra de Memorias, una batalla que anegó de opinión la esfera pública.5

      El fenómeno –impulsado desde asociaciones civiles y, sobre todo, desde los medios de comunicación– colocó la historia reciente en la agenda política, social y cultural, dando protagonismo a experiencias y recuerdos marginales de la Guerra Civil y del franquismo. Por doquier aparecían memorias a las que la democracia no había atendido. A los descubrimientos de fosas comunes en El Bierzo los sucederían los relatos sobre las checas de Madrid o las peripecias de los católicos vascos o catalanes. Historias sin proyección social, aunque incluidas en la historiografía, que se narraban enfatizando, las más de las veces acríticamente, el rol de víctimas de las identidades en liza. El fenómeno encontró empatía entre los profesionales, era un buen momento para la historia, aunque pronto se les presentó un reto que los desbordaba. El pasado se alió con el anhelado futuro, rodeó al presente y dejó apenas sin sentido su aportación al conocimiento. Importantes sectores sociales clamaban por la verdad oculta –la de las izquierdas– o por la otra memoria –la de las derechas–. Parafraseando a Javier Ugarte, se cuestionaba la historia profesional al solicitar un relato más verídico –quizá la palabra exacta sea emocional– de lo ocurrido.6

      Pocos captaron el reto al que se nos emplazaba, tampoco se dio demasiada importancia a que públicamente se cuestionara la profesionalidad de los historiadores. Hicimos de la memoria y de los usos del pasado objeto de moda para la reflexión consagrándoles congresos, mesas redondas, libros y proyectos. Apenas reivindicamos públicamente la crítica frente al cemento identitario de la historia victimista e, incluso, algunos llegaron a dotar a esta de mayor valor moral. Recordábamos, sí, pero recordábamos la Guerra de Palabras, aquellos momentos en los que no existía posibilidad de comunicación y entendimiento ni entre las historias ni entre los historiadores de la Guerra Civil. Algunos sí percibieron las quejas y ejercieron la autocrítica señalando la incapacidad de la historiografía para suavizar la escisión entre memorias.

      Por paradójico que parezca, puede ser que la historia de la guerra que nos han contado y nos cuentan esté contribuyendo a definir las pautas de memoria colectiva escindida en dos opciones antagónicas que hemos heredado del pasado reciente.7

      Procesos similares, aunque con otras características, se han dado en otros lugares. Desde finales del pasado siglo han proliferado las reivindicaciones públicas en pro de una revisión del pasado que tuviera en cuenta identidades marginadas y los costes del éxito occidental. Este fenómeno ha producido una revalorización del pasado con importantes consecuencias políticas y legislativas, hasta el punto de que hoy pocas voces niegan el derecho, que no el deber, a la memoria. Mientras en España discutíamos el contenido de la Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura, Tony Judt constataba que el billete para la entrada en Europa lo daba el reconocimiento del exterminio. Paradójicamente, esta revalorización del pasado socavó la autoridad de los historiadores.

      A lo que asistimos es a una creciente difuminación de las barreras intelectuales que separaban, no la memoria de la historia, sino más bien al historiador respecto del común de los ciudadanos. Cierto que los historiadores se parapetan detrás de la retórica de la objetividad y la Verdad de la ciencia en busca de una distancia deferente con el resto de sus conciudadanos, pero lo que esto produce es si acaso un injustificable alejamiento del historiador respecto de los debates acerca del pasado que surgen en la sociedad civil.8

      Frente a esta actitud, no hace demasiado tiempo, un eminente historiador, Geoff Eley, realizó una lectura de la historia reciente de la historiografía en la que concluía que las aportaciones más significativas se han producido al aprovechar ideas y energías procedentes, si no de las afueras, sí de los márgenes del gremio. Si queremos mantener la actividad, vigencia y utilidad social de la historiografía, sostiene Eley, debemos facilitar el tránsito de teorías, relatos y memorias de múltiples procedencias: arrumbar las defensas de la historia. Esta actitud desenfadada –que procede de la confianza en la historia como instrumento de cambio– resulta más que pertinente, pero sin perder de vista dos recomendaciones no demasiado transdisciplinares de E. P. Thompson, otro historiador no menos influyente. La necesidad de la historia como crítica –con su inherente capacidad para eliminar procedimientos autoconfirmatorios– y que lo realmente específico de la historiografía es la naturaleza cambiante y contradictoria de su objeto de estudio y, nosotros añadiríamos, de sus propios resultados y conclusiones. Las ideas señaladas –transdisciplinaridad, emancipación, crítica y cambio– pueden ayudarnos a dar respuesta al reto planteado por la irrupción de memorias. Un reto, también una oportunidad, que no solo abre una ventana para analizar los marcos del recuerdo de la guerra y de la dictadura, sino que ha acercado nuestro objeto de estudio al gran público. Es nuestra responsabilidad acercarles relatos que, al tiempo que satisfacen su curiosidad y sus demandas, les hagan ver el carácter contingente de nuestro conocimiento, el valor del escepticismo frente a las grandes verdades y la necesidad de que la historia sea autorreflexiva y autocrítica. Es responsabilidad de todos –ciudadanos, asociacionismo cívico, historiadores, medios de comunicación...–vigilar a los vigilantes.9

      El tema principal de Miserias del poder no es ni la Guerra Civil ni la memoria colectiva, sino la construcción y consolidación del poder durante el primer franquismo, quiénes fueron sus apoyos sociales y qué actitudes desarrollaron. Un tema que, aun recibiendo atención preferente