Óscar Rodríguez Barreira

Miserias del poder


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cada cual y otra, bien distinta, cómo se es o cómo lo perciben a uno los demás. El hecho de que Vivar Téllez perteneciera a la familia Vivar, históricamente vinculada a la odiada Casa Larios –un poder fáctico indiscutible y persistente en el tiempo en la provincia de Málaga–; su firme y decidido catolicismo en un periodo en el que el conflicto clericalismo/anticlericalismo era una línea de escisión que, en gran medida, marcaba no solo la identidad política, sino la propia actitud hacia la República; su posición y ascendencia social –un joven juez, vástago, además, de un pequeño terrateniente vinculado al conservadurismo decimonónico–; añadido a la propia percepción de las clases subalternas de las estrategias tradicionales de la burguesía terrateniente para conservar su poder y ascendencia por medio de la paciente colocación de sus hijos, bien en el funcionariado, bien en otras familias de recursos a través de matrimonios convenientes,19 no hacían, precisamente, que el apoliticismo de Rodrigo Vivar fuera demasiado creíble en el contexto de los años treinta. Podía no pertenecer oficialmente a ningún partido, pero su cultura política y su posición social estaban claramente definidas.20

      De este modo, la anécdota que ya hemos narrado de cómo ayudó a un pobre jornalero desesperado que luego le devolvió el favor salvándole la vida no solo narra la verdad de Rodrigo, sino que señala lugares comunes del discurso victimista que refrendará las agresiones de los rebeldes primero y del franquismo después: actitud agresiva de las izquierdas, o de las clases subalternas, y pacífica de las piadosas derechas –la gente de orden–en el contexto republicano. La caridad como solución válida al problema social. El discurso de que había buenas y malas personas en ambos bandos –señalándose implícitamente como uno de los buenos en su bando–. Y, finalmente, la representación de la guerra como una locura trágica en la que los buenos españoles eran exterminados al margen de si se vincularon o no al golpe de Estado. En este relato pierde sentido el problema de cómo comenzó la guerra y por qué se desató la violencia revolucionaria, y se transforman estos episodios en un martirio personal que legitima cualquier ulterior decisión.

      La experiencia de persecución que sufrió Rodrigo, con aparición mariana incluida durante su cautiverio en el hospital, es un relato de muerte y resurrección que explica su cambio radical y su vinculación al franquismo. A partir de ahí, sus acciones no tendrían responsabilidad alguna ya que, tras el Apocalipsis, simplemente se ejercía justicia:

      En Málaga se pide que se haga justicia. Justicia inexorable y rápida contra las bandas de ladrones, de verdugos y de asesinos, sostenidas durante estos meses por gentes en franca inteligencia con los rojos y que hoy alzan la mano a nuestras tropas [...] Justicia contra los que no son dignos de ser españoles y de vivir por más tiempo entre españoles.21

      Pero no fue solo Rodrigo quien sufrió una transformación. Con la Liberación, la propia Málaga trocó en ciudad Redención, un espacio utópico que sus escasos, y alterados, ocupantes quisieron percibir como un retorno al Edén perdido.

      Desde que pisamos las primeras calles de la ciudad es magnífica la impresión. Parece feria. Toda Málaga está en la calle. Van los grupos en manifestación de un lado para otro, lanzando al aire patrióticas canciones. Se abrazan los hombres que se ven al cabo de siete meses. Los legionarios vitorean a Franco. Y cruza la calle de Larios una mujer con mantilla de madroños y una gran bandera española al pecho que arranca vivas y olés que erizan la piel de incontenible emoción patriótica.22

      La perspectiva de aquellos que huyeron de la «Liberación» era distinta.

      Cuando llegó a Málaga observó la desolación que allí hay por las calles, no se ve a nadie, los obreros se niegan a trabajar, los jornales que dan son míseros, allí impera el terror siendo la guardia civil los encargados de todas estas cuestiones [...] Por las noches de ciento a ciento cincuenta personas enlazadas las manos con una cuerda y utilizaban una ametralladora, la que era servida por la guardia civil, con la cual quitaban la vida a estos infelices, el número de seres muertos es incalculable, el de mujeres fusiladas calculado por lo menos serán trescientas.23

      Será en esta nueva Málaga donde Rodrigo Vivar se afilie a Falange y comience su nueva vida y su actividad política. El valedor de Rodrigo sería el flamante gobernador civil de Málaga: José Luis de Arrese. Al poco de su llegada a la ciudad, en febrero de 1940, Arrese propuso a Rodrigo como candidato idóneo para cubrir el puesto de delegado provincial de Información e Investigación de FET-JONS. Su paso por esta delegación, de ocurrir, fue un visto y no visto, ya que tan solo dos meses más tarde era propuesto para la jefatura provincial de FET-JONS y Gobierno Civil de Almería.24

      Mientras Vivar Téllez disfrutaba de una libertad antes negada en una ciudad en ruinas, miles de rojos malagueños vivían un pavor y una desesperación mayores aún que los sufridos por los azules en los meses anteriores. Muchos malagueños, convencidos de que les esperaba un trágico destino, habían inundado la carretera de Almería. El pánico, la angustia y la desesperación eran los sentimientos dominantes en esa carretera sin víveres, sin organización y sin ayuda alguna...25 Entretanto, los cañones de los cruceros Canarias, Baleares y del Almirante Cervera lanzaban obuses y metralla sobre la población indefensa en su huida. La aviación secundaba, a su vez, la terrorífica operación.

      A la derecha del camino, abierto al mar, vomitaban su fuego mortífero los cañones de los navíos piratas, secundados por las unidades de las escuadras alemana e italiana. Bajo la explosión de las granadas, que sembraban la muerte, se abrían en el torrente humano, que avanzaba sin cesar, claros trágicos: centenares de mujeres, de hombres, viejos y niños caían, para no levantarse jamás, horriblemente ametrallados. Desde el cielo de un impasible azul, bajaban los aviones –alemanes e italianos– y sembraban, con el plomo de sus ametralladoras, la muerte por doquier.26

      El propio Arthur Koestler ya había dejado constancia escrita del patetismo de la huida. Los pobres malagueños huían tratando de salvar, en la medida de lo posible, su ropa de cama, así como las sartenes, cazuelas y cubertería.27 Evidentemente muy pocos lo consiguieron. En esta mísera situación, el médico canadiense Norman Bethune y sus colaboradores se convirtieron en icono de solidaridad y humanismo. El testimonio de los 200 kilómetros de miseria que pudieron ver es, cuando menos, estremecedor:

      Difícil tarea la de elegir entre todos. Una multitud de padres y madres frenéticos se apretó alrededor del coche. Tenían la cara y los ojos congestionados por el polvo y el sol de cuatro días, y levantaban hacia nosotros, en sus brazos cansados, los cuerpecitos de sus hijos.

      «Llévate a este», «Mira a este niño», «Este va herido». Niños con los bracitos y las piernas enredados en trapos ensangrentados; niños sin zapatos con los pies hinchados; niños que lloraban desesperados de dolor; de hambre, de cansancio. Doscientos kilómetros de miseria.28

      El arrumbamiento de la riada humana en la ciudad transformó radicalmente la inestable retaguardia almeriense. Si el día 7 de febrero ¡Adelante! persistía en el tratamiento propagandístico de los hechos –negando cualquier tipo de avance a las tropas franquistas e italianas–, dos días después ya no podía negar lo evidente. Los almerienses habían visto y sufrido, con sus propios ojos y sentidos, el terrible drama malagueño. En la carretera se había visto no solo una riada de miseria y dolor, sino también de muertes y saqueos indiscriminados; no solo porque los que huían tenían hambre, sino porque entre ellos había hombres armados y desesperados que buscaban venganza entre los ricos y facciosos que creían ver en los pueblos y pedanías por las que pasaban. Estas escenas facilitarán la construcción de una memoria colectiva escindida en torno a los malagueños. Muchos almerienses convertirán a los de Málaga en víctimas, otros tantos los recordarán como verdugos.

      Pero el 9 de febrero de 1937, el cambio de actitud por parte de la propaganda republicana era imperioso: «No podemos negar, por más optimismo que tenemos, la congoja que nos invade al ver desfilar por las calles de nuestra ciudad esa interminable caravana de evacuados de la noble Málaga».29 Y es que, según las estimaciones de Antonio Cazorla y Rafael Gil Bracero, fueron alrededor de 50.000 personas las que llegaron a Almería. Un contingente humano capaz de congestionar las infraestructuras y los servicios públicos de cualquier ciudad,