John D. Sanderson

Sed de más


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Etchebehere, que hizo un gran trabajo en este film.

      Después de los planos para los títulos de crédito a los que hacía referencia Rabal, se nos presentan unas impactantes panorámicas de aglomeraciones de cadáveres entre los que avanzan los soldados supervivientes de un destacamento paraguayo. La desesperación ante la ausencia de agua es resaltada con los travellings que siguen a Benítez, un soldado herido, alternados con planos detalle de sus botas caminando a trompicones por el desierto; cuando cae al suelo le vemos arrastrarse hacia la cámara a la misma altura. Le pide a su compañero Brizuela que le mate, y este, tras una pausa dubitativa, le dispara y Benítez muere fuera de plano, antes de que el propio Brizuela se suicide, también fuera de plano. Esta sutil pero desgarradora estrategia narrativa provocó que un suspicaz Rabal anotara en su copia de guión: «Hay un plano en que no le mata (v. española?)», como si sospechara de una maniobra para evitar los inescrutables designios de la censura española que, entre otras restricciones, prohibía la representación del suicidio.

      Con Muñoz Suay mantenía una relación de complicidad que le permitía compartir esta y otras cuestiones:

      Este tiempo en Río Hondo se hace interminable. Los argentinos (te caían mal, recuerdo…) son casi primitivos en esto del cine. Lentos y antiguos, menos mal que el guión, casi literalmente sacado del libro de Roa Bastos Hijo de hombre, es francamente bueno.

      Y lo sería. Tras un fundido en negro pasamos al centro de operaciones de la retaguardia donde se preparan los camiones cisterna para «llevar agua y socorro médico a un batallón aislado al sur de Boquerón», el que acabamos de ver. El comandante pide consejo sobre quién debe dirigir la operación, y recibe una respuesta unánime: «El cabo Cristóbal Jara». Una enfermera, Saluí (Olga Zubarry), queda pensativa al oír el nombre, y a continuación le busca para ofrecerse como voluntaria en la expedición (deducimos que hay otros motivos por su mirada): «¡Llévame, Cristóbal!». «¡No necesito estorbos!», responde el cabo Jara, Paco Rabal. Gracias a un borroso flashback averiguamos de manera enrevesada que ella ejercía anteriormente la prostitución en un habitáculo al que los militares tenían fácil acceso, pero Cristóbal, solitario y taciturno, era el único que no requería sus servicios, de ahí su atracción por él. Un día Saluí decide cambiar de vida y pide trabajo a un médico de campaña que la apoya en su redención moral, a la que también se contribuye, en la versión distribuida en España, mediante el cambio de su nombre original por el de Magdalena, evocando al personaje bíblico que también fue redimido por Jesucristo.

      El entusiasmo de Rabal por La sed iba en aumento, en relación inversamente proporcional con su abatimiento por la percepción que se tenía en Argentina del cine español, tal y como le relataba a su esposa:

      No es necesario precisar a qué productora pertenecía la película proyectada en Río Hondo. Esta percepción del cine español era compartida en muy diversos ámbitos latinoamericanos. En un artículo dedicado al actor titulado «Rabal: Inteligencia, cultura», publicado en la prensa bonaerense diez días después del inicio del rodaje de La sed, ya se valoraba su talento en contraste con el cine del país del que procedía:

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      Cristóbal (Rabal) rechaza el ofrecimiento de Saluí/Magdalena (Olga Zubarry) para acompañarle en la misión en La sed/Hijo de hombre.

      A diferencia de Azahares rojos, en la que Rabal introdujo modismos mexicanos con su acento español, al tratarse La sed de una coproducción, se observan rectificaciones en el guión de Rabal para utilizar un lenguaje más neutro aceptable en ambos países. Pero algunos tachones revelan que la autocensura seguía vigente a miles de kilómetros de distancia. Por ejemplo, un término transnacional como recular, referido a maniobras de conducción, es cautamente reemplazado por retroceder y marcha atrás en el guión para no ofender a los guardianes morales que esperaban en España.

      Diversos giros argumentales intensifican emocionalmente la trama. Al llegar los camiones a una ladera, una cincuentena de soldados paraguayos se abalanzan sobre ellos. La frase de Cristóbal mientras intenta reservar el agua para el más necesitado batallón de El Boquerón, «¡Somos nuestros propios enemigos!», define la situación. Accede a dar de beber únicamente a los heridos, lo cual provoca una dramática escena en la que un soldado se clava un cuchillo en la mano para estar entre los elegidos: el convoy tendrá que huir precipitadamente. Ante un nuevo ataque compatriota que deja herido a Cristóbal, este hace otro comentario que, como puede verificarse en el guión, fue incorporado con posterioridad a su redacción: «No parecen paraguayos… No saben morir en sus puestos», manteniendo el espíritu crítico de la novela original.

      Durante el rodaje se produjo otro incidente aún más descabellado que cualquiera de los relatados en la película. Rabal lo narra con una mezcla de desesperación y resignación: