John D. Sanderson

Sed de más


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Fournier), empieza a congeniar con Enrique, la mayor, Isabel (Teresa Velázquez), se da un baño en la piscina. Llega Arturo con su coche deportivo, se detiene y la observa hasta que ella acude en bañador hacia su vehículo. La impresión que causa Isabel en Arturo es evidente por su acusada gesticulación facial, pero cuando llega un criado con una silla de ruedas el pasmo general es aún mayor: descubrimos que Arturo quedó inválido a raíz del accidente.

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       Isabel (Teresa Velázquez) se acerca a saludar a Arturo (Rabal) en Azahares rojos. Foto: Javier.

      Hurgando en los motivos por los que Rabal se embarcó en un proyecto de estas características, aparte de los económicos, la única pista que se encuentra es que el guión lo firma Julio Alejandro, oriundo de Huesca y exiliado en México, también autor del guión de Nazarín y del de la siguiente película que Buñuel tenía previsto rodar con Rabal, Viridiana. Alejandro encadenaba películas en una rutina de subsistencia sin cotejar su calidad; en este caso concreto figuraba como coguionista Edmundo Báez, colaborador habitual de Crevenna, que también firmó otras dos producciones mexicanas que se rodaban ese mismo año, Creo en ti (Alfonso Corona Blake, 1960) y La hermana blanca (Tito Davison, 1960), ambas protagonizadas por Jorge Mistral. Esta coincidencia provocó que los dos actores y grandes amigos se reencontraran de nuevo lejos de su país de origen, y si a esto añadimos que Fernando Rey también estaba por allí rodando una telenovela, Pensión de mujeres, no es difícil deducir que aquella improvisada delegación actoral española sacudió los cimientos del popular destino turístico mexicano.

      Azahares rojos fue un éxito en su país, manteniéndose cinco semanas en cartel en el cine Roble de Ciudad de México desde su estreno en febrero de 1961. A España no llegaría hasta diciembre de 1963, retraso quizá motivado porque la vinculación entre Rabal y México automáticamente levantaba suspicacias a raíz de su relación con Buñuel, ya que tan insulsa película no suponía ninguna amenaza a la integridad moral del país. Sería recibida positivamente, como se puede apreciar en esta crítica, donde se percibe una alusión indirecta a las recientes experiencias de Rabal con el cineasta aragonés:

      El crítico culminaba su reseña con una referencia al actor español: «el más acertado es Francisco Rabal, que sirve un papel de lo más rosáceo que uno puede imaginar». Es difícil discernir si esto se podía considerar un halago o un insulto, pero resulta significativo que Rabal siempre evitara hacer referencia a Azahares rojos en sus estancias posteriores en el continente americano.

      Su siguiente viaje sería medio año después, en este caso a Buenos Aires, para protagonizar Hijo de hombre, que en España se conocería como La sed, título del capítulo de la novela de Roa Bastos del que se surte principalmente la trama argumental. Relata la travesía de conductores de destacamentos de camiones cisterna paraguayos que abastecían de agua a sus tropas durante la guerra contra Bolivia entre 1932 y 1935. El tono neutral con respecto a la confrontación bélica adoptado por la novela original, pese a que el punto de vista era inevitablemente paraguayo, contribuyó a su éxito transnacional como alegato contra lo absurdo de una guerra entre países hermanos. El director Demare procuró mantener esa equidistancia pese a las dificultades propias de las convenciones narrativas cinematográficas.

      Desde Buenos Aires partió el equipo de producción a la remota localización de Río Hondo, donde el rodaje duraría un mes. Así describía su inicio Rabal en una carta a su mujer:

      Rabal se refería a Manuel Merino, director de fotografía español aportado por Suevia Films para cumplir con el porcentaje nacional requerido para la coproducción. El actor había coincidido con él un año antes en España durante el rodaje de Trío de damas (Pedro Lazaga, 1960), donde sí había ejercido su profesión, pero como Demare ya tenía su propio director de fotografía, el reconocidísimo Alberto Etchebehere, su presencia era meramente testimonial, como comentaba Rabal a su familia:

      El nombre de Puyol era una alusión indirecta a un acuciante problema que se cernía sobre Rabal desde el inicio de su carrera, una incipiente alopecia que el actor intentó disimular de muy diversas maneras y que acabaría convirtiéndose en una obsesión. Francisco José Puyol, encargado de maquillaje y peluquería, le había preparado y colocado unos postizos capilares en varias películas dirigidas por Rafael Gil en España, mientras que en el extranjero eran su hermano Damián o su secretario Marcelino quienes se los colocaban siguiendo sus instrucciones. Que Rabal sugiriera que, en ausencia de su hermano, un director de fotografía pudiera hacer de peluquero suyo dice bastante de las condiciones laborales de la época, pero no consta que Merino realizara esta labor.