vocales, suelto gruñidos y chillidos sin querer y tengo que repetir el sonido hasta que me sale bien. Y, sin salirnos del espectro del trastorno obsesivo-compulsivo y del síndrome de Tourette, tengo que tocar las cosas de una manera determinada, marcar ciertos ritmos de forma impecable en mesas o paredes o piernas, pulsar los interruptores de la luz el número correcto de veces, etcétera.
Cuando estoy tocando en el escenario el tema se vuelve peligroso: si una parte de mi mano izquierda roza las teclas del piano, tengo que reproducir exactamente el mismo roce con la derecha. Tengo que hacerlo. Y enseguida, además. Lo cual no es algo en lo que me convenga estar pensando mientras trato de recordar las treinta mil notas de una sonata de Beethoven. También me veo obligado a olisquearme las manos en ciertos momentos mientras toco (una gran putada). Intento (sin lograrlo) presentar todo esto como un elemento del «temperamento artístico», para que la gente no se dé cuenta. También intento esperar a estar interpretando un fragmento muy sonoro para soltar un chillido y que el público no me oiga. Trato, improvisadamente, de cambiar la digitación que he pasado cientos de horas memorizando para poder doblar las manos hacia dentro y rozar el borde de las teclas, y de ese modo llevar a cabo esa peculiar manía. Y más vale que no vea un pelo en una tecla. En ese caso, tengo que sacar el tiempo necesario para quitarlo, en medio de la ejecución, y lograr que todo esté limpio. Son muchas cosas en que pensar, me da la impresión de que no controlo la situación en absoluto, y no existe una explicación satisfactoria que pueda convencer a los críticos si eso afecta de forma negativa a mi interpretación.
Los tics mentales son mucho más fastidiosos. Me resulta imposible detener mis pensamientos, porque si lo hago sucederán cosas espantosas. De modo que cuando estoy de los nervios, pensando en algo malo, quizá que mi novia está ligando a saco con otro tío, o quizá lo que sentiría si me autolesionara (otra variación del mismo tema), tengo que desarrollar la idea para quedarme tranquilo. Por eso, cuando alguna psicóloga bienintencionada me aconseja que me distraiga y que frene ese pensamiento, me entra la risa y pienso: «Ni de coña, y la verdad es que debería agradecerme que no lo haga, porque si lo hago acabará usted pagando el precio y sufrirá un terrible accidente, se quedará sin trabajo y sin marido, acabará arruinada y discapacitada y también le hará falta un psicólogo al que no podrá pagar, así que morirá sola sin que nadie se entere, triste y asustada. No hay de qué».
Luego están las cosas que dan vergüenza de verdad. Por ejemplo, tengo una erección cada vez que lloro. De un modo u otro, el cuerpo lo recuerda todo y asocia las lágrimas con la excitación sexual. Yo lloraba mientras él me la chupaba. Pero la fisiología es la fisiología, mi polla hacía lo que tenía que hacer y se ponía dura. E incluso hoy, cuando lloro, ella piensa: «Ay, ¡de esto me acuerdo! ¡Venga, arriba!».
El sexo también es un tema genial. La vergüenza monumental del orgasmo, en la que quieres que se te trague la tierra. Las imágenes que te pasan de un lado a otro de los párpados cerrados mientras follas, que te obligan a mover la cabeza de derecha a izquierda para tratar de que desaparezcan. Los continuos recordatorios de que te tocaron en este sitio, en este otro y en el de más allá, lo que significó en su momento y, por tanto, lo que debe de significar ahora. El constante horror de creer en el fondo que tu novia, mujer o prometida está en cierto sentido manchada, destrozada, que es asquerosa y mala porque mantuvo relaciones sexuales de adolescente. Por mucho que sepas lo ridícula, lo estúpida y lo ilógica que resulta esta idea. Yo mantuve relaciones sexuales cuando era muy joven. Fue algo malo. Yo soy malo. Tú también las has tenido muy joven, así que eres mala. Por tanto, no podemos estar juntos, no te puedo respetar. Joder, qué asquerosa eres. Cásate conmigo. Te quiero. Sucia puta de los cojones. Anda, me ha salido el texto de una tarjeta de aniversario.
Tuve fantasías sexuales en las que era el único superviviente de un holocausto nuclear, en las que deambulaba por las calles, sacaba a las mujeres de los coches y les hacía cosas innombrables, me excitaba al imaginar que me dejaban inmovilizado y que tenía que rogar que no me matasen, y todo un abanico de fetiches raros y estupendos en los que aparecían la tortura, el control, el dolor y vaya usted a saber qué más. Todo esto antes de los nueve años.
Y también están los estallidos de rabia. Una rabia corrosiva y abrumadora dirigida contra todos en el mundo entero. Rabia que me inspiran las familias felices de los cojones, las familias rotas, las familias a secas, el sexo, el éxito, el fracaso, la enfermedad, los niños, las embarazadas, la policía, los médicos, los abogados, los profesores, los colegios, los hospitales, los psicólogos, las cerraduras, las colchonetas de gimnasia, la autoridad, las drogas, la abstinencia, los amigos, los enemigos, fumar, no fumar, todo y todos, siempre.
Lo que más rabia me da es saber perfectísimamente que jamás podré lograr que lo que pasó desaparezca del todo. Es como una de esas espantosas marcas de nacimiento que algunos tienen en la cara, que los niños se quedan mirando y de las que los adultos apartan la vista. Lo noto todo el tiempo y nada de lo que hago puede ni podrá borrarlo. Y puedo esforzarme todo lo que quiera por convertirlo en mi «seña de identidad», el motivo por el que soy especial, una coartada para comportarme como me dé la gana y para creerme un chalado aspirante a Holden Caulfield incluso a los treinta y ocho años, pero soy consciente todo el rato, todos los días, de que no puedo transformar esto en nada, de que me resulta imposible estructurarlo o reestructurarlo, no puedo hacer nada con ello para convertirlo en algo más soportable o aceptable.
Llevamos en la mente un mecanismo incorporado que nos ayuda en estos temas: la disociación. El más grave y duradero de todos los síntomas del abuso sexual. La verdad es que funciona superbién. Todo empezó en el gimnasio, hace tantísimos años.
Él está dentro de mí, y me duele. Eso supone una tremenda conmoción a todos los niveles. Y sé que no está bien. No puede estarlo. De modo que salgo de mi cuerpo, floto por encima de él y subo al techo, desde el que me observo hasta que la situación me supera incluso desde ahí, y entonces me marcho volando del cuarto, atravieso las puertas cerradas y llego a un lugar seguro. Esa sensación fue inexplicablemente maravillosa. ¿Qué niño no quiere poder volar? Y notar que lo hace de forma completamente real. Yo estaba volando, a todos los efectos, de forma literal. Desprovisto de peso, independiente, libre. Siempre me pasaba y jamás me pregunté el motivo; agradecía sin más ese alivio temporal, esa experiencia, ese subidón gratuito.
Y desde entonces, como un perro de Pávlov, en cuanto un sentimiento o una situación amenazan con abrumarme, dejo de estar. Existo físicamente y funciono con el piloto automático (supongo), pero de forma consciente no hay nadie en el interior de mi mente. Se podría decir que «se me va la pinza». De niño esto era un desastre porque no lo podía controlar en absoluto, me pasaba todo el rato, e implicaba que me consideraran un chaval atontado, difícil, lerdo, completamente ido. Vivía instalado en la indefinición y siempre estaba ausente. Me mandaban a una tienda para hacer un recado y tardaba horas en volver. Cuando llegaba, me quedaba perplejo al ver el pánico y la preocupación que había causado. Daba la impresión de que el tiempo desaparecía, y yo acababa pasando el rato con algún desconocido con el que me había cruzado, o me iba a otro sitio totalmente distinto al que me quería dirigir.
Hoy, por ejemplo, puedo estar charlando con mi mejor amigo y comentando de forma detallada qué planes tiene para Navidades y, a los cinco minutos, decirle: «Bueno, ¿y qué planes tienes para Navidades?». Y no es que charlar con un amigo sobre chorradas mundanas me resulte amenazante. Este mecanismo es algo que tengo tan integrado que ha pasado a formar parte de mí hasta tal punto que suelo desaparecer, sin siquiera darme cuenta, al notar el menor atisbo de una amenaza, como la posibilidad de tener que comprometerme a quedar con alguien en Navidad cuando estamos todavía en noviembre y puede que entonces me haya muerto, o esté de vacaciones, u ocupado, o con ganas de estar solo y a salvo.
Por culpa de eso, hay momentos esenciales de mi vida de los que no me acuerdo. Miro el pasaporte y sé que he estado en ciertos sitios. Veo a gente que asegura conocerme, a veces conocerme muy bien. Voy a restaurantes y se alegran de que haya vuelto, cuento anécdotas y hay personas que me recuerdan con tacto que ya se las he contado, o que estaban conmigo cuando sucedieron, y yo nada..., ni puta idea.
El lado positivo es que puedo ver la misma peli y el mismo programa de televisión varias veces sin darme cuenta; el lado negativo es que los demás me perciben como una persona