James Rhodes

Instrumental


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encienda una. De modo que eso es lo que hago. Enciendo una y me preparo para que empiecen los problemas, los gritos, el drama. Y, como no pasa nada, como queda claro que no hay ninguna trampa, me desmeleno. Me río, enciendo una tras otra con los ojos muy abiertos y brillantes, me llega el olor del azufre, oigo el chasquido de la llama, noto el calor en los deditos.

      Un consejo para padres: si queréis media hora de tranquilidad para echar una cabezada, dadle a vuestro hijo pequeño una caja de cerillas. Se quedará embelesado.

      Son los mejores treinta minutos de mi corta vida. Me siento como todos los chicos de pocos años anhelan sentirse: invencible, adulto, de un metro ochenta. Alguien en quien se fijan.

      Esta situación se prolonga. Durante semanas. Sonrisas, guiños, ánimos, navajas, mecheros, pegatinas, chocolatinas, Action Men. Cuando cumplo seis años, un Zippo. Regalos secretos, gestos especiales y una invitación para unirme al club de boxeo extraescolar.

      Que es donde todo se va al garete.

      Ahora es importante reconocer que yo decido ir a las clases de boxeo. Me lo proponen y digo que sí. Fue una elección muy consciente, no algo que me impusieran. Ese tío, esa estrella de cine a la que yo quería acercarme porque le caía bien, porque él lograba que me sintiera especial, me invitó a hacer una actividad con él después del colegio, y yo accedí.

      Podríais pensar que mi mente de cinco años no es del todo fiable. Que todavía no estaba formada del todo, que aún no podía albergar recuerdos precisos. Así que voy a dejar que hable la directora de aquella escuela primaria. De este modo sabréis que es totalmente cierto. Estas palabras proceden de una denuncia que le presentó a la policía en 2010, y no se ha alterado ni una coma.

      En septiembre de 1980 me nombraron directora de la escuela primaria de Arnold House, un colegio privado para chicos situado en St. John’s Wood. Fue en él donde conocí a James Rhodes. Era un niño adorable, de pelo oscuro y movimientos ágiles, que tenía una sonrisa que desarmaba. Era brillante, se expresaba muy bien y demostraba una gran confianza en sí mismo para tener cinco años. Desde una edad muy temprana resultó evidente que tenía talento para la música. Con seis años, en torno a 1981 y 1982, estuvo en mi clase (en aquella época yo era jefa de estudios). Sus padres eran personas encantadoras, grandes triunfadores, y vivían en la misma calle en la que estaba el colegio. Aunque reconocían el talento musical de James, sospecho que querían que el niño gozara de una educación lo más completa posible, en la que debían incluirse las actividades deportivas. Lo apuntaron a unas clases de boxeo extraescolares. Había que pagarlas y, cuando el alumno ya estaba inscrito, los padres se comprometían a que el niño acudiera a los entrenamientos al menos durante un año entero.

      El boxeo era una actividad popular entre los chicos. La había incluido en el plan de estudios el anterior dueño de colegio, George Smart. En la entrega de premios anual se otorgaban muchas copas de plata brillantes por méritos en el boxeo. Como en esa época no teníamos un verdadero programa de educación física y tampoco contábamos con pistas deportivas, dado que estábamos en medio de St. John’s Wood, a principios de los años 80 el boxeo era la única actividad física que se ofrecía y muchos padres la eligieron para sus hijos.

      El entrenador de boxeo era un hombre llamado Peter Lee; creo que trabajó en el colegio a tiempo parcial a finales de los años 70. Procedía de la zona de Margate del condado de Kent. Era un hombre robusto, aunque no muy alto, y en aquel momento seguramente andaría por los cuarenta y muchos. ¡A mí me parecía muy «viejo»! En 1981 se inauguró el nuevo gimnasio; Peter estaba en su elemento. Aseguraba haber participado durante toda su vida en clubes deportivos para chicos, y recuerdo claramente que alardeaba de su amistad con Jackie Pallo, quien deduje que era un boxeador famoso.

      A bastantes de los niños de mi escuela primaria los mandaron a las clases de boxeo de Peter Lee. Daba la impresión de que algunos se lo pasaban muy bien con esta actividad, y recuerdo muy bien que, al principio, a James le pasaba lo mismo. Sin embargo, poco después de empezar dichas clases, noté un cambio en la actitud de James. Comenzó a mostrarse introvertido y parecía estar perdiendo la chispa. Los chicos que iban a boxeo se ponían unos pantalones cortos de color blanco y unas camisetas del colegio de varios colores. Se cambiaban de ropa en su aula, yo después los acompañaba al gimnasio y los recogía al cabo de cuarenta minutos.

      Vi con claridad que James empezaba a mostrarse reacio a ir a esta clase. Tardaba una eternidad en cambiarse y muchas veces obligaba al resto del grupo a esperarlo. Recuerdo con nitidez una ocasión en que me pidió que me quedara con él en el gimnasio. No lo hice. Pensé que se estaba comportando como un blandengue. Sin embargo, cada vez que tocaba esa actividad, James se ponía a dar guerra, y me di cuenta de que no quería ir en absoluto. Muchas veces me quedé con él. Yo detestaba aquella situación. A esos niños tan pequeños se los estaba animando a ser agresivos sin reparos. James era un chiquillo flaco y resultaba evidente que se sentía muy incómodo. En aquel momento, cuando el señor Lee le pidió al niño que se quedara con él para ayudarlo a recoger el equipo, pensé que el entrenador trataba de lograr que el chico se sintiera especial. Cuando yo me llevaba al resto del grupo para que se cambiase, siempre era James quien tenía que irse con el señor Lee para ayudarlo a recoger. Permití que esto sucediera en muchas ocasiones. Aquello ocurrió hace más de veinticinco años, mucho antes de que empezara a hablarse de la protección a la infancia. Entre colegas parecía darse cierta dosis de confianza, y la verdad es que a nadie le extrañaba que un niño estuviera solo con un adulto.

      Un día, James volvió al aula para cambiarse tras haber estado con Peter Lee y tenía sangre en la cara. Cuando le pregunté qué había pasado, se echó a llorar; me dirigí enseguida al gimnasio para interrogar al señor Lee, quien me dijo que el niño se había caído. A esas alturas ya no me lo creí, y sospeché que el hombre estaba ejerciendo algún tipo de violencia contra James. Al día siguiente, le conté mis inquietudes a un colega, el director que se ocupaba del ala de enseñanza secundaria. Le hablé de los cambios en la personalidad de James, le comenté que parecía resistirse a ir a las clases de boxeo, y que me preocupaba que el señor Lee estuviera asustando al niño de un modo u otro. Él me dijo que exageraba y que al pequeño Rhodes había que enseñarlo a ser más fuerte.

      No recuerdo exactamente cuánto tiempo siguió yendo James a esas clases, pero sí que más de una vez me suplicó que no lo mandara al gimnasio. Y también recuerdo haberle explicado que, como sus padres habían elegido esa actividad de pago, no podía sacarlo de ella sin su permiso. Hablé con la madre del niño sobre este tema; ella también había notado que estaba algo «raro» y que en casa se mostraba poco comunicativo. Era una mujer estupenda que adoraba a sus dos hijos, pero no recuerdo que lo sacaran de la clase. Estuve quedándome en el gimnasio semana tras semana; creía que así lo protegía. Un día regresó a clase después de haber ayudado a recoger al señor Lee y vino con sangre en las piernas. Le pregunté qué había pasado, pero él no soltó palabra, se limitó a llorar en silencio. Ese día lo llevé a casa y estuvimos tocando el piano juntos.

      James dejó de estar bajo mi cuidado en julio para entrar en la secundaria. Ya no me tenía para protegerlo. Se veía mal que las profesoras «hicieran de madres» de los niños de más de siete años. Vi cómo ese niño, antes feliz y lleno de confianza, iba palideciendo a medida que pasaba el tiempo. Era muy desgraciado y no continuó hasta acabar el ciclo a los trece años, sino que lo cambiaron a otro colegio cuando rondaba los nueve o los diez. Mis colegas de la escuela secundaria se limitaron a decir que era muy infeliz, que ése era el motivo de su marcha.

      La siguiente vez que vi a James era alumno de la Harrow School y estaba participando en un concurso de piano. Mi ahijado también participaba. Me dio la impresión de que James era un joven muy angustiado. Después me contaron que había sufrido una especie de crisis nerviosa. Hace poco leí un artículo en el Sunday Times sobre James, que se ha convertido en un exitoso concertista de piano. Me quedé horrorizada al leer en la entrevista que había sufrido graves abusos por parte de un profesor de su escuela primaria.

      Al recordarlo sentí náuseas. Me consume la culpa por no haberme dado cuenta del tormento que James debía de estar padeciendo. Intenté protegerlo de lo que yo pensaba que era