todos los -ivos malos.
La noto ahora en mi interior. No me había dado cuenta de lo jodidamente cabreado que estaba hasta que he empezado a escribir este libro. Qué cortina de humo tan estupenda pueden crear algo de dinero, la atención y los medios de comunicación. Qué bien se le da a Beethoven distraerte. ¿Por qué tantos triunfadores siguen avanzando sin detenerse, intentan superar sus demonios mediante la acumulación de más cosas, más distracciones, más ruido, hasta que se caen de bruces y se autodestruyen? Porque nadie puede dejar atrás los motivos de una rabia tan potente como ésa.
Con toda facilidad y tranquilidad puedo fijarme en el exterior para encontrar las razones de mi dolor interior. Puedo argumentar de forma convincente por qué todas las personas de mi vida, todos los acontecimientos, todas las situaciones, individuos, sitios y cosas son en parte responsables de que yo sea, casi siempre, un cabrón enfadado y amargado.
Y también puedo, de una forma igualmente convincente, mirar hacia dentro, iluminarme a mí con el foco, y pasármelo pipa con ese horror incesante que es culpabilizarse a uno mismo.
Y todo esto es irrelevante, intrascendente e inútil.
Me dedico con demasiada frecuencia a echarles la culpa a todos y a todo. A veces me invade tal rabia psicótica que apenas puedo respirar. Me resulta imposible escapar de eso y nada puede aliviarlo, al margen de algunos colocones caros y peligrosos. Esa rabia es la recompensa por ser una víctima: todas las adicciones requieren un premio, y la rabia y la culpabilización son las recompensas que me sostienen y me dan fuerzas cada día.
Creedme: esta mezcla tan excesivamente indulgente de odio por mí mismo y quejicosa autocompasión en la que parezco estar atrapado no es quien quiero ser.
Eso lo sé.
¿Quién querría ser así? Y menos aún reconocerlo.
Me gustaría ser superhumilde. Prestar un servicio a la música, al mundo, a aquellos que tienen menos suerte que yo. Erigirme en ejemplo de que los horrores pueden soportarse y superarse. Ayudar, dar, crecer, florecer. Sentirme liviano y libre y equilibrado y sonreír un montón.
Pero tengo más posibilidades de tirarme a Rihanna.
En última instancia, el motivo por el que siento tanta rabia es que sé que no hay nada ni nadie en este mundo que pueda ayudarme a superar esto del todo. Ni familiares, ni mujeres, ni novias, ni psicólogos, ni iPads, ni pastillas, ni amigos. Las violaciones infantiles son el Everest de los traumas. ¿Cómo no iban a serlo?
Me utilizaron, me follaron, me destrozaron, me manipularon y me violaron desde los seis años. Una y otra vez durante años y años.
Y así fue como pasó.
Tema2
Prokófiev, Concierto para piano n.º 2, final
EVGENY KISSIN, PIANO
Serguéi Prokófiev fue uno de los grandes revolucionarios de la música. Compuso su primera ópera con nueve años y, de adolescente, mientras estudiaba en el conservatorio de San Petersburgo, ya era considerado uno de los grandes enfants terribles de la música; se dedicaba a componer piezas de virtuoso, de lo más disonantes, que destrozaban las convenciones existentes en lo relativo a la tonalidad, y gracias a las cuales la música emprendió bruscamente un rumbo nuevo.
Yo lo quiero aún más porque recibió críticas como ésta del The New York Times: «Los límites que imponen las relaciones habituales entre las teclas quedan abolidos. Prokófiev es un psicólogo de las emociones más infames. El odio, el desdén, la rabia (sobre todo, la rabia), el asco, la desesperación, la burla y la rebeldía se erigen en modelos legítimos de los estados de ánimo».
Mola.
Entre 1912 y 1913, el ruso compuso un concierto para piano en memoria de un amigo suyo que le había mandado una carta de despedida y se había suicidado. La pieza resulta tan chirriante, destila tanta rabia y una locura tan abrumadora que, cuando la estrenó, muchos miembros del público creyeron que se estaba burlando de ellos. Sigue siendo una de las piezas musicales más difíciles de todo el repertorio, y solo hay unos pocos pianistas lo bastante valientes como para interpretarla. Uno de ellos se rompió un dedo mientras la ejecutaba en directo.
Es la representación musical más certera de la locura desatada que he escuchado en mi vida.
Estoy en el colegio y me siento un poco frágil. Al fin y al cabo, se trata de un «colegio importante». Soy un chaval nervioso. Tímido, complaciente y con ganas de caer bien. Menudo y guapo, y tengo cierta pinta de chica. El sitio es pijo, caro, está en la misma calle que nuestra casa y resulta, a mis minúsculos ojos, enorme. Tengo cinco años y pocos amigos, aunque la verdad es que me da igual. Soy «sensible», aunque no retrasado, y algo torpe. Un poco distinto, nada más. Me gusta bailar y también la música, y tengo mucha imaginación. No me agobian las gilipolleces que asfixian a los adultos, como debe ser en esa época. Mi pequeño mundo va creciendo y desarrollándose ante mí, y en el colegio hay mucho que explorar. También como debe ser.
Un día (iba a decir «un martes», pero han pasado más de treinta años y no tengo ni puta idea de qué día de la semana era), voy al gimnasio con el resto de la clase. La primera clase de gimnasia me da miedo. Da la impresión de que los otros niños saben qué hacer. Saben trepar por cuerdas, abalanzarse sobre los balones y aullar de placer. Yo soy más bien uno de esos chicos que se dedican a observar a cierta distancia. Aunque parece que al señor Lee, nuestro profesor, eso no le molesta. No deja de lanzarme amables miradas de ánimo. Como si fuera consciente de que soy algo tímido pero estuviera de mi lado y no le importara en absoluto. Nada de eso se expresa con palabras, pero el hombre me transmite una sensación de pureza, de definición, de seguridad.
Sin darme cuenta, empiezo a mirarlo cada vez más durante la clase. Y, como era de esperar, cada vez que alzo la vista mi mirada se cruza con la suya, y en sus ojos aparece cierta chispa. Me sonríe de una forma que ninguno de los otros niños nota, y sé a un nivel profundo e intocable que esa sonrisa es solo para mí. Siento que el ruido y el bullicio y el gentío se desvanecen cuando me mira, y aparece un foco de color arcoíris que me ilumina, y que solo él y yo podemos ver.
Esto pasa siempre que tengo clase con él. La dosis justa de atención para que me sienta algo especial, no lo bastante grande para que se note. Pero basta para que la clase de gimnasia me haga ilusión, lo cual es un logro de dimensiones épicas. Me paso el rato intentando caerle bien para que me haga un poco más de caso. Hago preguntas y también las contesto, me esfuerzo más al correr, al trepar, nunca me quejo, me cercioro de que mi equipo de gimnasia esté limpio y bonito. Sé que algún día él acabará dando el paso. Efectivamente: al cabo de pocas semanas me pide que me quede después de clase para ayudarlo a guardar las cosas. Me da la impresión de que he ganado una lotería en la que la autoestima es el premio gordo, uno especial con el que se me dice: «Eres el mejor niño, el más mono, el más adorable y brillante del que jamás he sido profesor y ahora vas a recoger los frutos de toda tu paciencia». Noto el pecho henchido de orgullo y vida.
Así que lo ordenamos todo y hablamos. Como hablan los mayores. Yo intento actuar como si nada, como si estas cosas me pasaran todos los días, como si todos mis amigos tuvieran ciento treinta años y fueran adultos. Y entonces me dice: «James, tengo un regalo para ti», y el corazón se me para durante un segundo. Me lleva al cuarto sin ventanas del gimnasio en el que guardan todo el equipo, donde tiene un escritorio y una silla; empieza a hurgar en los cajones de este escritorio. Entonces me quedo a cuadros al ver que saca una caja de cerillas. Que vienen en un estuche de un color rojo fuerte. Sé perfectamente que no me dejan tocar las cerillas. Sin embargo, ahí tengo a ese hombre (que tantísimo mola) que me está regalando una caja y que me dice que no pasa nada de nada si enciendo unas cuantas.
Los niños son tontos del culo; por eso son niños. Ese hombre estaba gordo, calvo, tenía al menos cuarenta años, y era demasiado peludo. Sin embargo, con cinco años a mí me parecía un tío cachas, fuerte, simpático,