Clara Coria

Las negociaciones nuestras de cada día


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y eficacia con que consiguen hacerlo en el ámbito público. De igual manera, muchas mujeres reconocen que son incapaces de negociar para sí con la misma habilidad con que lo hacen cuando defienden intereses ajenos.

      Un punto clave es que las negociaciones son consecuencia de diferendos, ya que las coincidencias no plantean ninguna necesidad de negociar. En ese sentido, podemos afirmar que las negociaciones denuncian que los diferendos existen y con ello rompen una ilusión (entre otras): la ilusión de semejanza y afinidad total con aquellos a quienes amamos. Esta ilusión que identifica amor con afinidad total es responsable en gran medida de muchas dificultades para negociar cuando los afectos circulan por medio, porque a menudo las negociaciones suelen ser interpretadas como «atentados» a la unidad amorosa o como evidencias de desamor a causa de los diferendos, que son consecuencia de la vida humana y no desaparecen por decreto. Por ello, a las personas no les queda otra alternativa que intentar resolverlos.

      ¿Imponer, ceder o negociar?

      Resolver los diferendos es una eterna tarea humana nada fácil de realizar. Ante esa necesidad ineludible, las personas echan mano —según su estilo y su sensibilidad— a tres alternativas posibles: imponer, ceder o negociar.

      El hecho de considerar la negociación una alternativa que se agrega a las muy tradicionales de imponer o ceder, sorprendió a más de una de las mujeres que participaron en los talleres que coordiné sobre el tema. La sorpresa provenía de descubrir que la negociación no sólo no era una «mala palabra» que connotaba una supuesta actitud «materialista», «fría» y/o «calculadora» sino que, además, en la tríada de actitudes posibles para enfrentar los diferendos, la negociación era la alternativa que ofrecía mayores garantías de respeto humano. Es, intrínsecamente, una alternativa no autoritaria, ya que —por definición— incluye un espacio para que las distintas partes puedan defender sus intereses y sus necesidades. Sin embargo este descubrimiento no lleva a disolver automáticamente los prejuicios personales y los mitos sociales que hacen que la negociación sea para muchas mujeres un comportamiento desprestigiado, indigno de quienes se quieren, antifemenino o poco espiritual.

      Muchas tienden a creer equivocadamente que la negociación es un mecanismo «natural» y exclusivo del ámbito público y que, por lo tanto, su empleo en el ámbito privado empaña las relaciones personales y afectivas y las contamina de «materialismo», «especulación», «egoísmo» y otros gérmenes. Circula un ocultamiento tendencioso que pretende hacer creer que las negociaciones que se llevan a cabo en el ámbito de lo privado tienen un halo de «indecencia».

      Todo esto contribuye a que no resulte fácil revertir la mala fama que tiene la palabra «negociación». Para algunas personas, negociar es «hacer trampas y enredos». Para otros, es sinónimo de corrupción, debido a prácticas muy actuales y tristemente frecuentes como son, por ejemplo, los «negociados». Este es un término derivado de «negociación» que hace referencia a los acuerdos venales. No faltan tampoco mujeres para quienes negociar es lanzarse a una lucha leonina donde se juega la vida. Ante tal variedad de significados que se le atribuyen a la negociación resulta imprescindible destacar que no es necesariamente —como la plantean muchas personas y ciertas corrientes políticas, económicas y filosóficas— una lucha a muerte en la que el beneficio del ganador surge a expensas de la destrucción del perdedor. Ganar —a mi juicio— no es obtener el máximo de beneficio específico en aquello que se disputa sino que incluye cuidar la relación con quien se negocia y contribuir, de alguna manera, a la preservación tanto de la persona como de la relación.

      ¿Es ético negociar?

      La afirmación anterior nos conecta directamente con el tema de la ética y su relación con la negociación. Es importante tener presente que la negociación como alternativa para resolver diferendos no es mala o buena en sí misma. Igual que el dinero o el poder, depende de cómo se la utiliza y con qué objetivos. La negociación adopta signos positivos o negativos según el contexto ético dentro del cual se la pone en práctica. Así por ejemplo, en un contexto de corrupción, las negociaciones son corruptas. En un contexto de competencia extrema, son leoninas. En un contexto de solidaridad, son alternativas para hallar soluciones que contemplen las necesidades de las partes. Es el contexto ético en el que se inserta cada negociación el que le confiere los atributos. En otras palabras: el peligro que muchas mujeres atribuyen a la negociación no reside en negociar sino en la ética que se esgrime al hacerlo.

      Al respecto resulta muy importante no confundir los recursos con su utilización. Muchas de las mujeres que no discriminan suelen terminar renunciando a negociar por temor a caer en una práctica reñida con la ética y la solidaridad. Este error las conduce a autopostergaciones reiteradas que deterioran sus vínculos más intensos, porque la solidaridad no consiste en ceder espacios y aspiraciones legítimas sino en repartir equitativamente tanto los inconvenientes como los beneficios.

      ¿Es menos violento ceder que negociar?

      Es frecuente comprobar que muchas mujeres prefieren ceder antes que negociar para mantener lo que ellas llaman la «armonía del hogar». El mantenimiento de esa armonía suele consistir en evitar discusiones, en tolerar estoicamente el disgusto del cónyuge o simplemente en soportar el cansancio que produce el infructuoso intento de establecer un diálogo con un compañero permanentemente esquivo.

      Mirado desde este ángulo, el hecho de ceder les resulta mucho menos violento, porque se convencen de que postergar o evitar el malestar es hacerlo desaparecer. Sin embargo, esa «no violencia» es sólo aparente, porque es el resultado de amordazar permanentes desacuerdos.

      Se les oye decir:

      No lo voy a contradecir para que no se enoje.

      Mejor me callo, si no terminaremos peleando.

      Prefiero renunciar a lo que me gustaría con tal de mantener la armonía del hogar.

      En estos casos se trata de un ceder aplacatorio por temor a las reacciones o los castigos de aquel con quien desacuerdan. El ceder aplacatorio es muy distinto del ceder estratégico, por el que se acepta renunciar a una parte de los propios intereses para hacer posible un acuerdo que finalmente resuelva los diferendos. El ceder aplacatorio abre la puerta a las condescendencias que terminan convirtiéndose en sumisiones. Es resultado de múltiples violencias invisibles. Violencias que, por ser tan habituales, terminan naturalizándose y pasan inadvertidas. Todo el mundo sabe —aunque no siempre lo tengamos presente— que la violencia no reside sólo en la actitud desenmascaradamente hostil, el gesto atemorizante o la palabra mordaz. La violencia ocupa espacios que no siempre son evidentes. Y su forma más encubierta no es la menos dañina.

      Hay infinidad de violencias que son «invisibles» para nuestros ojos simplemente porque no estamos acostumbradas a considerarlas como tales. Muchas de ellas se ocultan y escudan detrás de hábitos nunca cuestionados, prescripciones sociales e inercias personales. Algunas de las más frecuentes son el silencio autoimpuesto, las autopostergaciones y la sacralización de los roles femeninos. Veamos a qué me refiero.

      El silencio autoimpuesto es el que resulta de ahogar emociones, disimular actitudes o encubrir pensamientos por temor a provocar disgusto, malestar o incomodidad. Es un silencio que bloquea y desdibuja la presencia de la persona como sujeto al reducir sus deseos y opiniones a una acomodación condescendiente en calidad de satélite del otro. Lo que «no se puede decir» queda aprisionado en algún espacio virtual, y ese aprisionamiento se convierte en espacio de violencia invisible. Y nos preguntamos, junto con el poeta: «¿Adónde van las palabras que no se dijeron?»1 ¿Adónde van los anhelos abortados, los silencios forzados y las renuncias autoimpuestas? Seguramente van a parar a una cuenta interminable de facturas incobrables que se cubren con la herrumbre del resentimiento.

      La autopostergación, sobre todo dentro del grupo familiar, pone en evidencia que existe un reparto poco equitativo de las oportunidades. Suele pasar inadvertida porque se apoya en justificaciones legitimadas por el orden social como es, por ejemplo, decir que «toda autopostergación femenina está justificada cuando se hace en aras de la felicidad de aquellos a quienes