Clara Coria

Las negociaciones nuestras de cada día


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varones y de no pocas mujeres. Tuve la oportunidad de comprobar que mis sospechas acerca de lo irritativo del ejemplo no eran infundadas. En un taller coordinado por mí en el marco del XX Congreso Internacional de Grupos, realizado en Buenos Aires, en agosto de 1995, lo comenté, y al día siguiente una mujer se me acercó para «advertirme» que yo debía tener mucho cuidado al contar ese caso porque podía ser tomado como ejemplo por muchas mujeres y generar actitudes «peligrosas». Este es el ejemplo y ustedes sacarán sus propias conclusiones.

      Tengo tres hijos y siempre les he dado de mamar. En parte porque me resulta muy placentero y en parte porque soy de tetas exuberantes y siempre estuvieron llenas de leche. Sucedió que cuando parí a uno de mis hijos, nuestra situación económica pasaba por un período de estrechez y mi aspiración de estudiar un idioma extranjero —que era para mí en ese momento una pasión, además de expresión de mis múltiples inquietudes— corría el riesgo de no ser satisfecha a causa de dicha estrechez. Me puse a pensar concienzudamente y me di cuenta de que yo tenía hijos no sólo para satisfacer mi necesidad personal de maternidad sino también para satisfacer la necesidad de paternidad de mi marido. Ambos compartíamos el proyecto familiar de crear y parir hijos y estábamos dispuestos a compartir no sólo las satisfacciones de tenerlos sino también los costos múltiples que eso significaba. Me di cuenta, al mismo tiempo, de que el hecho de dar de mamar era un rubro de nuestra economía familiar. Saqué la cuenta de los litros de leche que nos ahorrábamos de comprar al usar la leche de mi propia producción y resultó ser una cifra muy considerable. Curiosamente coincidía con lo que necesitaba para cubrir los gastos del curso anual que deseaba hacer. De manera que me dispuse a plantearle a mi marido una negociación. Yo estaba dispuesta a aportar mi leche (sin agregar en los costos la inversión de tiempo, energías y riesgos físicos) y él acordaría en destinar el dinero —que había previsto para otros fines— en pagar mi curso de idiomas. Creo que lo pude hacer porque mi marido tiene una ética solidaria y porque yo tengo una autoestima suficientemente afianzada como para no creerme ese cuento de que una es «mala madre» si defiende sus propias necesidades e intereses.

      Dicen que la necesidad aguza el ingenio. Probablemente, sin la estrechez económica esta mujer tal vez hubiera perdido la ocasión de tomar conciencia de que amamantar es —además de saludable para el bebé y a veces satisfactorio para la madre— un aporte económico concreto a la economía familiar. El aporte económico que significa amamantar no le quita atractivo ni seriedad al hecho. Si las mujeres tuvieran más conciencia de ello, probablemente se sentirían menos culpables y con más derechos para decidir sobre el dinero conyugal, conscientes de que se trata de una sociedad (la conyugal) donde cada uno aporta lo suyo. No podemos negar que la teta que amamanta, por muy sagrada y enaltecida que sea, ya ha entrado en el circuito económico. Sin embargo, este hecho se mantiene cuidadosamente encubierto y su contabilidad, registrada «en negro».

      Para muchas mujeres resulta impensable reflexionar en términos económicos sobre la sagrada teta mientras que a muy pocos varones se les escapa. Nos consta que en la sociedad consumista de los años noventa las tetas son un elemento infaltable de toda propuesta vendedora. Son uno de los argumentos de venta de mayor rating. Usadas como recurso erótico o como decoración sexual, las tetas femeninas son fuente de admiración, de excitación o de ataque. Criticadas por muy pequeñas o muy grandes, por muy paradas o muy caídas, suelen protagonizar el imaginario social de chistes y refranes. Adoradas como un resabio de ensoñaciones maternales, distraen a más de uno. En fin, siempre presentes y en cualquier menú, las tetas parecerían ser el paradigma del deseo humano. Sin embargo ese amplio espectro que contempla casi todo —y no deja de utilizarlas como recurso económico en publicidades y demás yerbas— deja fuera de registro justamente aquel punto de la economía que reconoce a las mujeres como sus legítimas productoras y primeras beneficiarias.

      Las tetas llenas de leche de una mujer que acaba de parir son algo más que un don de la naturaleza pródiga que ofrece a la especie humana recursos concretos con que alimentar a los niños recién nacidos. Son también un recurso económico que, a través del cuerpo femenino, contribuye a la economía familiar. Sin embargo, este hecho tan evidente suele ser negado de forma permanente y reiterada no sólo por las propias mujeres sino por la sociedad entera. El placer que a una mujer pueda producirle la experiencia de amamantamiento o la satisfacción de cumplir con los mandatos tradicionales no invalida el hecho de que al hacerlo está aportando recursos de valor económico que tienen una incidencia concreta en la canasta familiar. Afortunadamente, hay algunas que, por esos azares de la vida y de la educación, logran mantener a salvo su capacidad reflexiva y su autoestima como para adoptar actitudes que resultan esclarecedoras para muchas otras mujeres. La anécdota que antecede es un ejemplo de ello.

      Reconocer el valor económico del amamantamiento por parte de las mujeres duplica sus méritos (y sus réditos). Las mujeres que disfrutan con dar de mamar no perderán ese clima de ensoñación excitante (que hasta llega a generar flujo vaginal, lo cual suele ser cuidadosamente ocultado) por tomar conciencia de que hacen un aporte económico concreto a la canasta familiar. Al contrario, creo que advertirlo las liberaría de las culpas que el disfrute les genera.

      En síntesis: es cierto que existen «no negociables», pero también es cierto que muchos de los que así se rotulan, son sólo prejuicios y condicionamientos sociales. Son muchas las servidumbres disfrazadas de «no negociables» que para su mejor ocultamiento fueron elevadas al rango de privilegios. Es un desafío para todas aquellas mujeres y varones solidarios —que coinciden en rechazar las servidumbres— intentar separar «la paja del trigo», es decir desenmascarar los pseudo-no-negociables que contaminan y desprestigian los auténticos valores solidarios.

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