Clara Coria

Las negociaciones nuestras de cada día


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unilateral. Una mujer comentaba que en la época de su noviazgo, la tía de quien sería su marido cuestionaba su relación sosteniendo: «Esta chica es demasiado ambiciosa para ser buena esposa de un médico», con lo cual daba por sentado que su sobrino necesitaba una mujer que estuviera a su servicio y dedicara sus mejores energías a consolidar su carrera profesional, al margen de cualquier ambición personal. Esta tía (mujer seguramente tradicional y celosa custodio de los valores conservadores) prefería para su sobrino a una mujer capaz de vivir para otro y a través de otro, que se olvidara de sí misma y se sintiera halagada por estar destinada a desempeñar un rol no protagónico. No son poco frecuentes las mujeres que, convencidas de que ese rol de acompañante constituye un privilegio, dedicaron la vida a sostener y consolidar la carrera de sus esposos.

      La sacralización de los roles femeninos es otra forma de la violencia invisible doméstica. La mujer como «la reina del hogar» es un eufemismo y una de las bromas más brillantes que inventó la sociedad patriarcal. Sin entrar en detalles, todos sabemos que las reinas de verdad son atendidas, servidas, complacidas, vestidas, alimentadas, homenajeadas, paseadas, protegidas, educadas, etcétera, mientras que las amas de casa, aspirantes a reinas hogareñas, deben dedicar sus energías —para seguir siendo merecedoras del pedestal al que aspiran— a atender a otros, servir a otros, limpiar para otros, sostener afectivamente a otros, curar a otros, proteger a otros, educar a otros, etcétera. Hay que tener mucha imaginación para llegar a creer que ambos reinados son equivalentes. La sacralización de los roles hogareños disfraza con ropaje sagrado lo que es simplemente servidumbre. Y aquí nos encontramos con una doble violencia: la de la servidumbre y la del engaño.

      Otra de las situaciones cotidianas más frecuentes de violencia invisible es la que plantean los estados de dependencia no «naturales»2. Una de las más evidentes y más naturalizadas es la dependencia económica de las mujeres en el matrimonio cuando el ingreso de recursos económicos es producido exclusivamente por el varón3. Recuerdo el comentario de un varón que se consideraba «progresista» que, en rueda de amigos afirmó con orgullo que aunque era él quien proveía el dinero en su casa, su mujer no era dependiente «porque ella no tiene ningún problema en usar mi dinero como propio». Este comentario, además de ser un lapsus, era la expresión cabal inconsciente de su concepción sobre el dinero, y por ende, de la dependencia de su esposa. En esta dependencia está instalado un espacio de violencia invisible sostenido por un marido que ostenta una equidad inexistente y una esposa que probablemente avale esas afirmaciones como ciertas. En estas condiciones, resulta poco probable que a ella se le ocurra negociar una autonomía de la que supuestamente ya dispone.

      A partir del análisis de estas diversas situaciones cotidianas es posible afirmar que ceder por temor concentra mucho mayor violencia que afrontar negociaciones. El miedo está en la raíz del ceder aplacatorio. Por miedo muchas mujeres ceden espacios, postergan proyectos, hacen concesiones innecesarias, toleran dependencias, silencian opiniones y asumen unilateralmente la responsabilidad de la «armonía familiar». Con todos esos cederes aplacatorios, muchas mujeres se convierten en cómplices no voluntarias de la violencia de un sistema discriminador y poco solidario. Por miedo, muchas mujeres «se hacen a un costado» quedándose al margen de sí mismas. Prefieren ceder para no negociar, con tal de que los otros «no se enojen».

      El ceder aplacatorio no es inocuo. En apariencia, resulta ser —para quienes así actúan— la mejor alternativa antes que abordar una negociación a la que vivencian como intrínsecamente violenta. Sin embargo, a medida que se acumulan cederes aplacatorios, se van acumulando también resentimientos. Y estos dan nacimiento a nuevas violencias, generalmente también «invisibles». Con lo cual el ceder aplacatorio —producto de muchas violencias invisibles— se convierte a su vez en generador de violencias que aparecen disfrazadas. Un ejemplo son los reclamos de reconocimiento que hacen muchas mujeres por todas las actitudes de abnegación que fueron acumulando a lo largo de la vida con cada autopostergación. Muchos rostros de mujeres son desafortunadas evidencias de los efectos devastadores de la violencia invisible ejercida contra ellas y de la contraviolencia actuada por ellas como reacción defensiva. Rictus desolados, miradas desvitalizadas, expresiones rígidas son mucho más envejecedores que cientos de arrugas provocadas por haberse reído mucho.

      Podríamos sintetizar diciendo que el ceder aplacatorio junto con la imposición forman parte de una conocida díada. Imponer y ceder son dos caras de una misma moneda, que tiene por eje a la violencia. Quienes imponen, ejercen violencia sobre otros porque invaden espacios ajenos, acallan opiniones y descalifican sentires. Quienes ceden, sufren la violencia ajena y, a la vez, la vuelven contra sí mismos al tolerar la autopostergación. Ambas violencias se perpetúan y se potencian con la carga de resentimientos que generan los sometimientos.

      Tres hipótesis sobre negociación y género

      Para concluir esta introducción al tema, deseo hacer incapié en que los significados perturbadores que muchas mujeres atribuyen a la negociación —y que circulan de manera inconsciente— se convierten en serios obstáculos para negociar. Muchas de las dificultades que experimentan mujeres de probada capacidad intelectual, cuando deben aplicar en la práctica lo aprendido en sofisticados cursos de capacitación, no tienen que ver con la falta de inteligencia o de habilidades específicas. Dichas dificultades son en realidad síntomas que expresan conflictos. Estos están íntimamente relacionados con los condicionamientos del género femenino, como iremos viendo a lo largo de este libro, aún cuando no dejo de considerar que dichos conflictos están multideterminados y que, además, no son patrimonio exclusivo de las mujeres. Esto me lleva a plantear dos hipótesis que se complementan con una tercera. Las dos primeras hipótesis son:

      1 Las diversas formas de inhibición que llevan a muchas mujeres a ceder (con un sentido aplacatorio) para evitar negociar, como también a experimentar malestares significativos cuando están negociando, son síntomas que evidencian la existencia de conflictos.

      2 Muchas de estas dificultades no son patrimonio exclusivo de las mujeres pero las afectan mayoritariamente, porque el aprendizaje del género femenino presenta condicionamientos que determinan en las mujeres mayor vulnerabilidad y menores recursos para enfrentarlos.Estas dos hipótesis se complementan con una tercera que, a mi juicio, se convierte en clave inestimable no sólo para comprender teóricamente aspectos profundos de esta problemática sino también como herramienta conceptual que permite transitar caminos de transformación en la práctica concreta que trascienden la teoría.

      3 Altruismo no es sinónimo de solidaridad. Sin embargo, se perpetúa una identificación incongruente de ambos conceptos. Dicha identificación se convierte, para muchas mujeres, en un obstáculo que inhibe en ellas las actitudes negociadoras.

      Estoy convencida de que la posibilidad de discernir entre el altruismo y la solidaridad es una de las claves fundamentales que permiten poner en marcha cambios concretos en los comportamientos de muchas mujeres en lo que respecta a la negociación. Por ello le asigno a esta tercera hipótesis un valor particularmente significativo. Estas tres hipótesis serán desarrolladas en el último capítulo, que está dedicado a analizar las relaciones específicas entre negociación y género.

      Podemos finalizar esta introducción diciendo, de forma sintética, que la negociación que asusta a tantas mujeres cuando deben implementarla para defender intereses propios no es el fantasma que se quiere hacer creer. Es la menos violenta de las alternativas de que disponen los seres humanos cuando se ven en la necesidad de resolver sus diferendos. Pero es mucho más trabajosa y demanda creatividad. Como si esto fuera poco, el hecho de negociar plantea también un desafío personal de cada una consigo misma. Me refiero al desafío que consiste en mantener un equilibrio entre el derecho a defender los propios intereses y controlar las pulsiones de dominio que atentan contra los intereses ajenos. E incluso hay algo más: al cabo de años de investigar, llegué a la conclusión de que casi cualquier negociación empieza siendo una negociación consigo mismo, pero que por la complejidad que ello significa suele ser, con frecuencia, lo último que se aborda cuando debería ser lo primero. Estoy convencida de que no es casual que esta certeza haya aparecido cerca del final de mis investigaciones. Con frecuencia es posible comprobar que cuando el punto neurálgico es candente resulta contraproducente —y a