Belén A.L. Yoldi

La puerta secreta


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y llamadas de los que habían llegado a la carretera, cuando una sombra se interpuso en el camino de los tres.

      Una mujer con un pañuelo anudado alrededor de la cabeza emergió repentinamente de la niebla y se acercó a Violeta, que la reconoció al instante. Era la artista del taller de Bernedo. La acompañaba trotando un perrazo enorme de cara cuadrada, ojos vigilantes y pelaje de rayas atigradas marrón y negro; parecía el mismo perro que había visto la monitora en la distancia.

      —¡Escucha!, no hay tiempo para explicaciones... Debes proteger el mentagión. Ahora es cosa tuya, ¡tú eres su guardiana! No se lo des a nadie…

      La mujer hablaba muy rápido y al mismo tiempo puso en la mano de Violeta un disco de metal tallado a doble cara, una especie de medallón de plata y lapislázuli que ocupaba toda la palma. La monitora lo reconoció enseguida por su dibujo en forma de rosa-estrella; era el medallón que estaba incrustado en el reloj del sol, en el taller artístico. Al contacto con su piel, el mecanismo entró en funcionamiento un segundo y desplegó las hojas de su resorte para volver a detenerse cuando recobró la forma de rosa. Entonces la artista le cerró los dedos sobre el objeto y apretó con fuerza.

      —¡Protege el mentagión! Eso es lo más importante. Con tu vida, si hace falta… —dijo a Violeta con una urgencia y un apremio raros—. Pronto nos veremos…

      A continuación, se dio la vuelta y desapareció a toda prisa.

      —¿Qué? ¿Cómo? Pero ¡oye!...

      Era inútil. Sus pasos se alejaban entre la niebla acompañados por los jadeos del perro. Tras una vacilación, la joven pelirroja desechó la idea de ir tras ella; pensó que ya tendría ocasión más tarde de devolverle aquel objeto, se acercaría hasta su taller cuando volvieran a Bernedo. Ahora tenía que encontrar el autobús y ocuparse de los chicos del campamento. Siguieron andando y otra sombra fugaz se atravesó en su camino, un hombre moreno de pelo rizado que parecía perseguir a la mujer; pasó y se marchó tan deprisa como había venido sin reparar apenas en la monitora y en los muchachos que caminaban juntos.

      Un minuto después, notaron que el siseo de la niebla se hacía más fuerte. Y, cuando menos lo esperaban, una claridad radiante se abrió paso entre la niebla. Una columna de energía cegadora cayó sobre ellos y les rodeó a los tres, como si estuvieran bajo un foco deslumbrador. A continuación, se sintieron livianos, igual que plumas flotando dentro de una especie de flujo de energía. Ese flujo comenzó a succionarles, tiraba de sus cuerpos hacia arriba con tal fuerza que levantó sus pies del suelo firme y comenzó a alejarles de la tierra. Gritaron de miedo y sorpresa los tres, agitaron los brazos y las piernas desesperadamente intentando aferrarse a algo firme, lo que fuera. Pero con ojos desorbitados por el terror comprobaron que no había nada que hacer.

      Una fuerza superior los absorbía igual que a hojas secas.

      Entonces Javier, Violeta y Mónica notaron como si les pincharan con millones de alfileres o como si sus cuerpos se deshicieran en infinidad de átomos dispersos. Violeta aferró con fuerza el medallón que llevaba en la mano, al tiempo que lanzaba un alarido de dolor, antes de perder el sentido. En un último segundo de angustia, los tres sintieron que se desintegraban y desaparecían en la negrura.

Illustration BAJO LA BÓVEDAESTRELLADA

      Al despertar, a Javier le dolía todo el cuerpo y le retumbaba la cabeza como si le hubieran metido un tambor dentro del cráneo.

      Abrió los ojos con esfuerzo y lo primero que vio fue un cielo estrellado de un azul oceánico profundo, donde cada uno de los puntos brillantes refulgía como diminutas bombillas led en una guirnalda de navidad, con extraordinaria belleza.

      «Estoy soñando», pensó. No podía haber anochecido, tan pronto. ¿Y dónde estaba?

      Se incorporó sobre los codos e intentó enfocar mejor la vista y hacer memoria. Lo último que recordaba era la niebla que le envolvía en el descampado de Ochate.

      Entonces oyó una exclamación a su espalda y supo que no estaba solo.

      —¡Mi tobillo! Ya no me duele…

      El chico se levantó y, al volverse, descubrió a la Bocazas sentada y mirando alrededor con la misma cara de extrañeza e intriga que él.

      —¡Estoy soñando! —repitió Javier, esta vez en voz alta y con desagrado—. Tiene que ser un sueño… ¡por fuerza!

      —¡Una pesadilla, dirás! Tiene que ser una pesadilla si estás tú aquí. ¿Es que vas a seguirme a todas partes, niñato?

      —¡Tú me persigues a mí, bocazas!

      No podían creerlo, que volvieran a coincidir los dos en una… ¿pesadilla?... Sí, sin duda tenía que ser eso, una pesadilla por culpa del porrazo que se había dado en la cabeza, pensaba el chico. No podía ser otra cosa. Aunque tampoco recordaba haberse dado ningún golpe… Solo recordaba la niebla y una luz. Quizá se habían ido a dormir después. Ya no se acordaba.

      —¿Dónde estamos? —preguntó la muchacha poniéndose también de pie.

      Parecía como si acabara de bajarse del autobús para emprender una excursión por el monte, con la mochila a cuestas. Vestía la misma bermuda corta de color arena y camiseta ajustada de tirantes azul celeste y en la cabeza llevaba puesta su gorra de visera, con el pelo recogido y sujeto por un coletero llamativo de goma y tela del que se escapaban unos mechones rebeldes. Exactamente igual que cuando recorrían la pista de Ochate.

      Lo primero que hizo la chica nada más levantarse fue mirar en su teléfono móvil.

      —¡Qué rabia! No hay cobertura… No puedo mandar ni recibir mensajes...

      El chico comprobó que su móvil también estaba muerto. Después se fijó en sí mismo, reparó en sus pantalones vaqueros recortados sobre la rodilla, en su camiseta y sus deportivas de aventura, y movió la cabeza con incredulidad en un intento desesperado por despejar las telarañas. Sentía una presión enorme dentro del cráneo y un gran dolor entre los ojos, como si su cerebro hirviera.

      —Me he dado un golpe o estoy dormido. ¡Esto no puede estar pasando! ¡Es imposible! —farfulló.

      —Parece un sueño, sí. ¡Pero un sueño demasiado real, creo yo! —dijo una tercera voz, aguda y clara, a espaldas de los dos.

      Al girarse, sus ojos se encontraron con los de Violeta, la monitora, que venía de dar una pequeña vuelta de exploración. Se la veía muy despierta y también preocupada, con el mismo gesto de incredulidad, desconcierto y asombro que se reflejaba en los rostros adolescentes.

      —¡Finis, estás aquí!

      Nika dio un salto de alegría hacia la monitora y la abrazó con la sensación de aferrarse a un salvavidas en mitad de un naufragio. Javier sintió el mismo alivio, pero no se atrevió a demostrarlo tan aparatosamente y se limitó a saludar a la pelirroja con su torpeza acostumbrada. De pronto se dio cuenta de lo pequeña y delgada que era ella. Javier había empezado a dar el estirón y le pasaba unos centímetros de altura por la cabeza; no había reparado en que tenía que bajar los ojos para mirarla, hasta ahora. Sin embargo, de su aparente fragilidad física emanaba una gran fuerza interior, una energía que le transmitió serenidad y confianza.

      —¿Os encontráis bien? —Quiso saber la monitora.

      —Sí. Bueno, no, a mí me estalla la cabeza —respondió la chica—. Aunque se me ha curado el pie, ya no me duele el tobillo…

      A Javier también le dolía la cabeza y se sentía un poco mareado.

      —¿Ya has averiguado dónde estamos? —preguntó Nika.

      —No. La verdad, no lo sé —contestó ella sin poder disimular el desaliento—. He intentado llamar por teléfono o enviar algún mensaje, localizar dónde estamos por GPS… pero no tenemos cobertura