Belén A.L. Yoldi

La puerta secreta


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aderezada de misterio.

      —¡Si no es más que un pueblo abandonado! He visto fotos por internet y allí no hay nada interesante. Es a ti a quien te llaman esos temas esotéricos. Como si no te conociera, colega. ¡Eres un friki de Cuarto Milenio!

      —Vale, me encanta ese programa de televisión. Pero no me negarás que hay misterios en el mundo muy excitantes. Y ya que estamos tan cerca, no hacemos nada malo si visitamos uno de esos lugares misteriosos con una panda de adolescentes ávidos de aventuras…

      —Insisto en que tenemos demasiados planes y...

      —Luego hablamos. No me rayes ahora la cabeza. ¿Has visto qué llaveros? Creo que voy a comprar uno para mí y otro a mi churri, para que vea que me acuerdo de ella. ¿A ti cuál te gusta? Ya sabes que yo soy fatal para elegir regalos.

      Mientras Mikel elegía y preguntaba a la artista el precio de los objetos que le interesaban, Violeta terminó su recorrido por la nave. De pronto le llamó la atención un reloj de pared peculiar fabricado con metales dorados y en bronce, decorado con cristales de colores y con detalles pintados en el azul turquesa que tanto gustaba a la escultora. Estaba colgado junto a una puerta interior que parecía comunicar el taller con el resto de la casa.

      Se trataba de una pieza de buen tamaño y muy elaborada, con un llamativo sol de sonrisa femenina enigmática, ojos hipnóticos y rayos dorados flameantes con cristales engarzados en el extremo. Dos medias lunas azules, creciente y menguante, miraban a ese sol. Curiosamente, las lunas tenían perfiles masculinos de rasgos poderosos. Sobre la frente solar se veían las manecillas de un reloj. Y bajo el sol había otros astros más pequeños de metal pintado, muy decorativos.

      Uno llamó especialmente la atención de la monitora por su rareza y se acercó a observarlo con curiosidad. Era una pequeña joya en sí misma, con una elaborada filigrana en relieve; un objeto muy delicado de plata y azul. Su diseño floral en mosaico recordaba a un mandala y, por sus materiales, parecía un medallón antiguo. Representaba una rosa con sus cuatro pétalos iguales dispuestos en forma de cruz y con las puntas de unas hojas triangulares sobresaliendo entre los pétalos; cada pétalo tenía tallado un dibujo que recordaba vagamente la forma de un árbol y la corola central era un octógono que repetía dentro el esquema de la flor. La rosa-estrella parecía una de esas imágenes de caleidoscopio donde todas las caras se repetían.

      —Es un fractal —le informó Mikel, que también se había parado a admirar aquel objeto detrás suya—. Una estructura geométrica que se repite idéntica a diferentes escalas...

      —¡Es precioso!

      Fascinada por el hallazgo, Violeta alargó la mano para tocar el metal con los dedos y cuando acarició la pieza, se produjo un hecho insólito. Por algún mecanismo oculto, el medallón comenzó a moverse y cambiar de forma por sorpresa, abriéndose de dentro hacia afuera. Primero se desplegaban los triángulos y después los pétalos, metamorfoseándose así en flor o en estrella sucesivamente. En cuanto la joven retiró la mano, el mecanismo se detuvo y adoptó la posición inicial.

      —¿Cómo hace eso? ¡Es una maravilla! —exclamó la pelirroja, acariciando fascinada el medallón y poniéndolo en marcha de nuevo. Con Mikel, en cambio, la flor permanecía inmóvil.

      Los dos monitores se volvieron hacia la artista, intrigados. En un primer instante, ella misma pareció sorprendida por lo que acababa de ocurrir, no se lo esperaba. Pero enseguida se rehízo y explicó:

      —Es un artilugio que me regalaron y va como quiere. ¡Ni siquiera yo entiendo cómo funciona! —Después se volvió hacia Violeta—. No está en venta, aunque tú… tú deberías saber que...

      Les pareció que iba a decir algo. ¡Quería decirles algo! Al menos esa impresión le dio a Violeta por el paso que la artista dio hacia ella y el modo atento con que la miraba. Pero entonces entró alguien en el taller. La escultora reparó en el recién llegado y su expresión cambió automáticamente para volverse cauta. Se apartó de los monitores.

      —Lo siento. Tengo que cerrar. Si queréis comprar algo, hacedlo ya por favor... —dijo.

      De repente mostraba una prisa enorme por echarlos cuando cinco minutos antes estaba trabajando tan tranquila, en la mesa del taller. Violeta advirtió pese a todo que la examinaba a ella de una manera especial, como si quisiera atraparla con los ojos.

      —Enseguida nos vamos —se apresuró a prometer, incómoda por esa mirada—. Yo ya he elegido un colgante. Y tú, Mikel deberías comprarle otro colgante a tu chica, no un llavero. Le hará más ilusión.

      La mujer tuvo que dejarles porque el otro visitante demandaba su atención. Era un hombre joven, un extranjero de tez muy morena y pelo rizado, que se dirigió hacia la artista sin reparar en nada más. Daba la impresión de que se conocían, aunque de forma más bien profesional. Por su aspecto, los monitores dedujeron que sería oriundo del norte de África; se fijaron en que vestía ropa elegante al estilo europeo. Los dos entablaron una conversación en inglés. Ni Mikel ni Violeta prestaron atención a su charla hasta que el tono del hombre se elevó más de la cuenta y su actitud adquirió tintes agresivos. Parecía presionar a la mujer por algo y ella se resistía con terquedad, negando con la cabeza. El diálogo se tornó amenazador por parte de él; dio un paso más hacia la artista y levantó peligrosamente las manos como si quisiera agarrarla.

      Entonces Mikel, ni corto ni perezoso, se interpuso entre los dos mostrando un colgante.

      —Perdone, señora. ¿Podría decirme cuánto vale esto?

      El extranjero se percató por primera vez de la presencia de los dos turistas y, cuando el joven de pelo rapado y pendiente en la oreja le dirigió una mirada flamenca, casi de aviso, retrocedió un paso y se apartó de ellos. Violeta se había acercado también con el teléfono móvil en la mano. Esto hizo que el hombre se lo pensara mejor; se despidió de la artista con un saludo seco y se marchó deprisa, cejijunto y airado.

      —¿Quieres que llamemos a la policía? —preguntaron los dos a la dueña de la casa en cuanto el sujeto se perdió de vista.

      —No hace falta. Estoy bien, gracias. —La mujer movió la cabeza con disgusto y se recolocó nuevamente el turbante, que se había movido de su sitio durante la discusión—. Por desgracia, hay personas que no aceptan un no como respuesta…

      Sus ojos se volvieron un instante, de forma mecánica y pensativa, hacia el reloj decorativo con el sol flamígero y el medallón fractal.

      —La hora va mal… —advirtió Mikel creyendo que consultaba el reloj.

      Pusieron los objetos que pensaban comprar sobre la mesa de trabajo. Mientras sacaban la cartera para pagar el importe, ella envolvió los objetos en papel de seda, diciendo:

      —He oído que pensáis ir a Ochate.

      —¿Lo conoces? —A Mikel se le iluminó la cara ante la oportunidad de intercambiar información con una habitante local.

      —Todo el mundo de por aquí conoce Ochate. ¡Cómo no! —contestó ella—. Hubo unos años en que la foto publicada en las revistas atrajo a muchos periodistas y curiosos. Algunos vecinos del Condado de Treviño terminaron hartos en los años ochenta porque los cazadores de ovnis pisoteaban los campos sembrados y dejaban basura por todas partes. Otros, en cambio, estaban encantados con la fama y el dinero que dejaban los turistas. Ahora parece que nos dejan más tranquilos…

      —¿Tú crees que era un ovni? —preguntó el joven.

      —¿Y tú?

      —Soy un escéptico abierto a la duda...

      —Eso está bien. Hay cosas que parecen misteriosas solo porque la mente humana aún no está preparada para comprender y esa podría ser una de ellas.

      —¡Lo mismo opino yo! Hace nada, el mundo estaba convencido de que la tierra era plana y, aún hoy, todavía hay gente que lo cree así a pesar de tener satélites girando alrededor del planeta y sacando fotografías...

      —¿Cuándo pensáis ir?

      —Pasado