Belén A.L. Yoldi

La puerta secreta


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que es de noche…

      —Sí, pero de noche, ¿dónde?

      Lo mismo se preguntaban los tres. Se quedaron en silencio, como islas en el espacio.

      Se encontraban en un lugar vacío y vasto envuelto en penumbra, bajo una bóveda azul noche cuajada de nebulosas y estrellas titilantes. Cada uno de esos puntos de luz se reflejaba sobre la superficie lisa y espejada de un piso negro perfectamente pulido, tan brillante como un cristal nuevo y donde ellos podían ver también su propio reflejo.

      Javier golpeó el suelo, dos veces, con la punta del calzado para probar su solidez. Luego lo tocó con la mano. Comprobó que era firme y regular como una plancha nueva de cristal de obsidiana. Y, lo más extraño, en toda la superficie pulimentada no había ni una sola mácula, ni un arañazo, ni una junta de unión, como si lo hubieran fabricado en una sola y gigantesca pieza plana y uniforme.

      El chico dio unos pasos y miró hacia sus pies con aprensión. Daba la impresión de que bajo la superficie espejada de cristal negro se movían en ondas y círculos, lentamente, unas aguas oscuras en un abismo sin fondo.

      Empezaron a caminar en un sentido y en otro intentando encontrar alguna salida, pero la plataforma se extendía sin límites aparentes y el horizonte nocturno seguía siendo el mismo, lejano y difuso.

      —Es inútil, ya lo he intentado antes —dijo Finisterre.

      Parecían estar fuera de la tierra, sobre una plataforma abierta colgada en el espacio exterior. En algún lugar desconocido del universo, al menos para la monitora, porque el mapa de estrellas y galaxias que había en ese cielo nocturno era muy distinto al que ella conocía. Quería creer que alguien estaba proyectando en esa bóveda una película para desorientarlos, pero tampoco estaba muy convencida de eso.

      Todo era muy raro.

      Al moverse, probaron otra vez a captar la señal de cobertura móvil levantando y bajando los brazos en diversas direcciones, pero fue inútil. Definitivamente, estaban desconectados del resto del mundo. Aun así, Javier y Nika siguieron un rato trasteando en los aparatos, cada uno con la cabeza inclinada sobre su pantalla y aislados de los demás, sin resignarse a lo evidente.

      Comenzaban a desesperarse cuando de repente se presentó ante de ellos, como por arte de magia, una mujer elegantemente vestida con una larga túnica blanca drapeada de diosa griega. Parecía una azafata o una modelo de revista. Una melena ondulada y oscura le caía en cascada sobre la espalda y los tirantes de la túnica dejaban al aire un cuello y unos hombros de curvas sedosas, así como unos brazos morenos y perfectos. Resplandecía, toda ella, con un aura irreal.

      —¡Bienvenidos, viajeros del Tiempo y del Espacio! Sed bienvenidos a la Puerta Estelar… —saludó con una voz musical, verdaderamente dulce y armoniosa.

      La sorpresa ante tal aparición los dejó paralizados y no supieron qué responder.

      —Os halláis en el Atrium del Nunrat, dentro de la esfera donde convergen los vórtices de los universos espejo. En el lugar único donde confluyen los puentes que parten hacia las «estrellas gemelas» —siguió diciendo la desconocida.

      ¿¡Atrium!?, ¿puerta estelar, estrellas gemelas? Pero ¿qué significaba todo eso?

      —Es una broma, ¿verdad? ¿Estamos en uno de vuestros jueguecitos de campamento, Finis? —preguntó Nika, escamada. Pero la monitora negó con la cabeza.

      Pasado el primer susto, las preguntas se agolpaban en sus cabezas y salían a borbotones sin ningún orden, atropellándose.

      —¿Quién es usted? ¿Dónde estamos? ¿Por qué estamos aquí?...

      Sin embargo, la azafata continuó soltando su discurso sin responder a sus preguntas. O bien las ignoraba deliberadamente o era un robot con forma humana que se limitaba a repetir un texto previamente grabado. Incluso llegaron a pensar si sería un holograma en tres dimensiones, por ese aire ingrávido en el que parecía flotar; probaron a tocar con la mano la tela de su vestido y descubrieron que su tacto era sólido, y también parecían sólidos y carnales sus brazos y su rostro. «Aunque eso —pensó Violeta intranquila—, con los avances de la robótica y las modernas tecnologías ya no era garantía de que tuviesen delante a un verdadero ser humano».

      —¡Yo soy la «mayordama» de la Puerta Estelar y estoy a vuestro servicio! Os ayudaré a dar los primeros pasos en el Atrium. —Así se presentó ella—. Sabed que habéis sido elegidos para iniciar un viaje hacia el conocimiento y la sabiduría porque uno de vosotros está llamado a cumplir una importante misión.

      —¿Elegidos por quién? —preguntó la monitora—. ¿Para cumplir qué misión?

      —¡Por favor, seguidme! —contestó la aparición con tono de guía turística, amable y perentorio a la vez.

      La mujer misteriosa se deslizó unos metros sobre el suelo. Después extendió la mano y ante ellos se materializó un gran anillo metálico de unos tres metros de altura por otros tantos de anchura. Se sostenía vertical a metro y medio del piso con el apoyo de dos juegos de piezas también metálicas en forma de cuña que hacían de base a cada lado. Una doble rampa bajaba desde el anillo hasta el suelo de obsidiana.

      Observaron que, distribuidos por el borde de la rueda y cubriendo toda la circunferencia, había símbolos grabados en altorrelieve, que recordaban vagamente a los símbolos del zodiaco o a las runas celtas. Había treinta y dos símbolos diferentes, ocho por cada cuarto, dispuestos en casillas contiguas como marcas alrededor de la esfera de un reloj. En la parte exterior sobresalían ocho pestañas dispuestas a intervalos regulares, cuatro en forma de cruz y cuatro en equis; y dentro de cada una de esas pestañas poligonales había un triángulo de cristal azul.

      Frente al anillo metálico se materializó también un atril flotante de diseño futurista en el que sobresalía una bola gelatinosa. Al presionar la azafata con la mano encima de la bola, el interior del anillo se iluminó. Su luz se expandió por el espacio de la bóveda igual que haría un foco desde el centro de un escenario. Y la enorme rueda metálica se transformó en una gran pantalla de cine circular dentro de la cual podía verse proyectada la tierra de un planeta extraño porque —eso era lo raro— en el azul cobalto de su cielo colgaban tres lunas, una de ellas enorme y blanca, tres o cuatro veces mayor de la que ellos conocían.

      —¡Esta es la «Puerta de los Mundos»! —dijo la desconocida al tiempo que señalaba el aro.

      Los tres se quedaron contemplándolo con la boca abierta, incapaces de reaccionar.

      La misteriosa dama, entretanto, siguió dando sus explicaciones en un tono didáctico y afable pero impersonal.

      —Cada uno de esos símbolos de la rueda representa un mundo que podéis visitar. Al seleccionar un símbolo, abriréis el portal que conduce hacia esos mundos. Cada puerta que crucéis os conducirá hacia un lugar diferente del primer universo estelar.

      Podrían hacer girar la rueda y pararla para seleccionar un símbolo, a voluntad. De ellos dependía la elección de su destino. Y cuando se completara el viaje, volverían al principio, dijo.

      Hablaba de «destinos», lugares y mundos como si estuviera presentando una ruta turística. También explicó que ellos podían pasar todo el tiempo que quisieran dentro de cada uno de esos mundos, recorrerlo a voluntad y partir de él en el momento en que lo desearan… aunque era preciso visitarlo durante un tiempo mínimo que no llegó a precisar.

      Enseguida comprendieron que la bola del atril era el mando a distancia que servía para manejar la máquina. Nika y Javier se acercaron a pesar de todo a meter la nariz para estudiar su mecanismo, que parecía sencillo y bastante intuitivo. En el fondo, les dominaba la curiosidad.

      Violeta, en cambio, contemplaba hipnotizada la rueda llena de símbolos, con un miedo y una sensación de irrealidad crecientes que no la dejaban respirar. No paraba de pensar en todas esas historias y reportajes chungos que había leído alguna vez en los noticieros, sobre ovnis y abducciones de personas por parte de seres extraterrestres, y se le ponían los pelos de punta al recordarlos. Habría querido