Belén A.L. Yoldi

La puerta secreta


Скачать книгу

de un pueblo maldito también tenía su cosa, imponía.

      —Hubo expertos que dijeron que la fotografía estaba trucada y era un montaje, que aquella forma era una nube —dijo Violeta para poner un punto de realismo y tranquilidad.

      El narrador hizo un barrido con la mirada a todo el círculo. Luego tomó aire y fue soltando lentamente las palabras, ahuecándolas en la boca con voz grave y enigmática:

      —Quizá los expertos tengan razón y la foto fuera un truco… Pero también es verdad que en Ochate, a lo largo de la historia, han ocurrido cosas muy extrañas. Demasiadas, dicen, para un pueblo tan pequeño. Sucesos inexplicables y a veces terribles... En un documento antiguo del siglo XII por ejemplo se hablaba de los «diablos de Ochate». ¿Qué clase de diablos eran aquellos? Y se cuenta que el pueblo quedó deshabitado a finales del siglo XIX debido a tres epidemias misteriosas, una de viruela, otra de tifus y la tercera de cólera. Pero lo más extraño es que ningún otro pueblo vecino sufrió esas epidemias. Desde entonces, Ochate quedó abandonado y comenzó a crecer su leyenda de pueblo maldito...

      Esa noche, más de uno durmió mal soñando con apariciones de extraterrestres y con bolas de fuego que caían de las nubes como meteoritos. A otros, en cambio, la historia les dio risa. Y desde luego fue motivo de comentarios muy variados.

      A Javi, la narración le despertó una enorme curiosidad por conocer Ochate.

      No es que creyese en seres extraterrestres ni en ovnis, claro que no, pero Mikel había contado aquella historia de una forma que incitaba a investigar en aquel pueblo abandonado. Y antes de irse a dormir, Javi había buscado en internet con el móvil más información; así había visto la famosa foto publicada en la portada de la revista Mundo desconocido. La foto, desde luego, llamaba la atención.

      Por eso, cuando al día siguiente les dijeron que posiblemente se acercarían con el autobús hasta la zona de Ochate a última hora de la tarde para dar un paseo, la excitación se apoderó de él. ¿Verían ellos también una luz parecida?, se preguntaba.

      La clase de golf transcurrió sin pena ni gloria; a esas alturas, Javier ya sabía que el golf no sería nunca su deporte preferido. Prefería las caminatas en plan aventura que hacían con los monitores por el monte, donde siempre surgía la oportunidad de descubrir cosas nuevas. Esa tarde, según lo prometido, tomaron el autobús cargados con unas mochilas ligeras, llevándose agua y merienda para la caminata.

      No había carretera hasta Ochate, así que el autobús les dejó en Imiruri, el pueblo vecino, y tuvieron que andar un buen trecho por una pista de tierra para llegar hasta allí. Su única referencia en la distancia para localizarlo era la torre de la iglesia de San Miguel, una edificación de planta cuadrada con los ojos de un campanario vacío abiertos a los cuatro vientos y que aún mantenía sus muros en pie con gallardía. El resto estaba en ruinas, lleno de maleza.

      Después de tantas historias de misterio, la realidad les pareció insulsa cuando la tuvieron delante.

      El Ochate que contemplaban era un lugar desolado y solitario, requemado por el sol. La hierba se veía seca y la vegetación pobre, los tallos de las espigas quebradizos, la tierra pedregosa y baldía. En otra época más gloriosa, el pueblo había tenido un puñado de casas de arquitectura tradicional; ahora quedaban sus restos. Al frente se extendía una llanura irregular donde todavía se podían reconocer las lindes de algunos campos de cultivo y corralizas de pastores. Pero las huellas de sus antiguos pobladores, cada vez más, se iban difuminando. La naturaleza salvaje volvía por sus fueros y estaba engullendo lentamente las casas y los sembrados, apoderándose del lugar. Las viejas piedras aparecían diseminadas entre la hierba y bajo los matojos, arrumbadas al olvido. Y por encima correteaban las lagartijas, los saltamontes y las hormigas.

      —¡Aquí no hay nada! Deberíamos regresar al autobús ya, si queremos llegar al albergue de Bernedo a tiempo para la cena —sugirieron Koldo y Amaia cuando terminaron de recorrer las ruinas y hacer fotos. Violeta opinaba como ellos y Mikel accedió sin poner inconvenientes, pues ya había cumplido su deseo de visitar ese lugar de leyenda. Así que los monitores del campamento se separaron y empezaron a llamar y a recoger a sus pupilos rezagados para llevarlos de vuelta al camino de tierra y al autobús.

      Caía el sol por el oeste y la luz se había vuelto mortecina y misteriosa. Por suerte, los atardeceres eran largos y cálidos en esa época del año, todavía faltaba tiempo para que se hiciera completamente de noche.

      Mientras localizaba a las personas de su grupo, Violeta observó que no estaban solos en el páramo. Una figura solitaria recorría los campos con la única compañía de un perro grande de pelaje oscuro, marrón y negro. La paseante parecía una mujer, aunque resultaba difícil precisarlo con exactitud a esa distancia. Tampoco tuvo tiempo de mirarla dos veces porque, mientras reunía a su grupo, inesperadamente el tiempo cambió.

      No supieron de dónde venía. El caso es que de repente se levantó un aire helado desde el suelo que hizo temblar la hierba y enfrió sus pies.

      Y el aire trajo consigo la niebla.

      Una niebla ligera al principio que, por momentos, se fue volviendo más turbia y espesa, inexplicable en una tarde despejada de verano como aquella. Parecía surgir del cerro y de las piedras de Ochate y se extendía igual que una alfombra desde las ruinas hasta los campos adyacentes. Era una niebla baja que crecía y se desbordaba como leche hirviendo en un puchero o como la espuma artificial de las fiestas infantiles, y que se arrastraba como un gran animal reptante, engullendo la tierra a su paso.

      —¡Daos prisa! No os separéis. Tenemos que volver al autobús enseguida —urgieron los monitores, acelerando el paso con cierta alarma.

      Pero antes de recorrer la mitad del trayecto de vuelta, la niebla los alcanzó y los cubrió.

      De pronto no se veía nada a un metro de sus narices. Y en lo profundo de la niebla se empezó a escuchar un siseo desasosegante, como si algo más reptara con la extraña nube o se amparase en su velo para medrar.

      A Javier se le erizaron los pelos de la nuca y un escalofrío le sacudió la espalda. De forma instintiva se agachó a recoger un palo y lo empuñó como autodefensa, a pesar de que los monitores les habían advertido de que no debían tocar nada para que todo se conservara en su estado original. Después apretó aún más el paso. A su alrededor, sus compañeros se habían convertido en sombras o simplemente habían desaparecido de la vista. Oía las voces de los monitores llamándoles e intentó guiarse por ellas mientras caminaba deprisa. Su único pensamiento era encontrar el autobús y escapar cuanto antes de esa niebla.

      Entonces oyó una llamada de auxilio lanzada por una voz que le resultó familiar y que estaba en su ruta.

      —¡Ey, aquí! ¡Por favor, ayudadme! ¡Necesito ayuda!

      Forzó la vista y dio unos pasos en esa dirección, intentando localizar a la dueña de la voz sin perder de vista el camino. Así fue como dio con la Bocazas que estaba caída en el suelo sobre su mochila de excursionista y con el pie izquierdo atrapado en una especie de agujero escondido entre rocas y raíces.

      —¡Por favor, ayúdame! Me he hecho daño en el tobillo y no puedo mover el pie… —pidió la niña, angustiada.

      A pesar de la tirria que sentía hacia ella, Javi se acercó a socorrerla. Excavó con las manos en las raíces y sacó el pie de la chica con cuidado. Mientras la ayudaba a levantarse, otro chico del grupo apareció dentro del círculo visible sobresaltándolos. Corría con el rostro muy pálido, aparentemente desorientado.

      —Ayúdanos, me he torcido el tobillo…

      Pero el chico salió huyendo mientras decía:

      —¡Que os jodan, yo me largo al autobús!

      Por suerte un segundo más tarde apareció Violeta, que venía a buscarles. Ella y Javier se pusieron uno a cada lado de Nika. Así la niña pudo andar cojeando, apoyándose en esas muletas improvisadas.

      —Tranquilos, ya estamos llegando —decía la monitora mientras avanzaban a ciegas por el camino de tierra. Con una mano sujetaba a Mónica y con la