Carlos Amigo Vallejo

Francisco de Asís


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de circunstancia social, de momentos apretados. Un culto vergonzante y ritualista, al que se añade la declaración pública de que se ha participado cuasi oficialmente y por motivos no religiosos.

      Muy distinta es la actitud y relación de Francisco con Dios, como se refleja en la exhortación que hace a sus hermanos sobre la alabanza a Dios:

      Y esta o parecida exhortación y alabanza pueden proclamar todos mis hermanos, siempre que les plazca, ante cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas (1R 12,1-2).

      El creyente-no-practicante puro quiere un dios para él solo. Le reza a su manera, acata la revelación a su capricho. La Iglesia no es el pueblo de Dios, sino un estorbo para llegar a su dios. Esta fe es tan efímera que se confunde con un ateísmo práctico y tranquilizante. Una variedad del creyente-no-practicante es el de la cultura del sustitucionismo. La falta de práctica auténtica y consecuente se suple con extrañas actividades esotéricas, las simplemente folclóricas, el visionismo o la superstición, la religiosidad cultural... Al creyenteno-practicante le falta oración. Agoniza su fe por falta de alimento. No contempla a Dios, ni trata de ver la presencia de Dios en los acontecimientos de cada día. Para Francisco es más que suficiente el amor que Dios le ofrece. No pide, alaba: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos colocaste en el paraíso» (1R 23,1-2).

      ¿Para qué creer en Dios si se tiene fe en el hombre? Al humanista le basta con ser hombre. Y vivir como hombre. Fe en el hombre y un culto a lo humano. No se niega a Dios, pero se relativiza a Dios. Incluso hay un esfuerzo por liberarse de Dios. Que Dios no sea la explicación última de todo, pues la respuesta definitiva tiene que estar en el hombre. Una vez más se repite el mito del aprendiz de brujo: el hombre queda atrapado por su propio humanismo y no es capaz de pensar en la transcendencia. Se limita el horizonte del conocimiento: primero el hombre y después Dios. El proceso de secularización es irreversible. Muy lejos de reconocer el valor de lo religioso, se intenta reducir el fenómeno de la expresión de la fe a unas formas de excelencia social o a un decoro y exaltación estética de lo sagrado.

      Se quiere ser tan realista, que se ignora la dimensión transcendente del conocimiento. Como no hay experiencia directa de la existencia del Absoluto, la duda racional se hunde en la realidad del hombre, ya que resulta una quimera el discurrir por una prueba racional de la existencia de Dios. El humanista, por paradójico que ello pueda ser, se olvida del hombre como persona, total, completo, vivo, en el mundo y con los hombres. No deja sitio para la presencia de Dios, como sentido nuevo y único de cualquier explicación convincente sobre el hombre y la humanidad.

      Se puede tener una aparente seguridad en Dios y tratar de evadirse de Él. El conocimiento y la adhesión llevan con ellos el riesgo de la fe y el compromiso de un comportamiento en consecuencia con aquello en lo que se cree. Dios se ha manifestado y se desea aceptarlo, pero sin la carga de llevar una conducta, mente y vida, acorde con la fe recibida. Para aligerar la tensión se llega al consenso de practicar sin creer. Es decir, de participar en acciones que no comprometen, que evaden y tranquilizan. A Dios hay que acercarse con limpieza de corazón, que así lo dice la bienaventuranza: «Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16,1-2).

      Hay una orgullosa pretensión de marginar a Dios, y a todo lo que con Él se relaciona, en el ámbito de la vida social, pública, empresarial, cultural... No solo no se tiene necesidad de Dios, sino que se considera un lastre a la hora de ponerse en marcha para realizar cualquier proyecto. Como si Dios fuera un excedente del que hay que liberarse cuanto antes. Esto suele acontecer en época de prosperidad, cuando el hombre se cree tan autosuficiente que no necesita ningún otro recurso, pues se basta y sobra con lo que tiene entre sus manos, o lo que puede darle la abundancia de sus propios medios. Dios es considerado un sobreañadido por el que no se tiene interés alguno.

      Dios tampoco es una luz intermitente que se enciende o apaga según la necesidad que cada uno tenga de ayuda. Ni idea, ni una simple palabra. ¿Quién es Dios? El Padre y Señor de todas las cosas, que se ha manifestado a la humanidad de muchas maneras, pero sobre todo con la vida, las actitudes y la palabra de Jesucristo. Creer en Dios es fiarse de él, adherirse incondicionalmente a lo que él ha querido revelar a la humanidad. Y asumirlo como algo propio, no solo como una norma de conducta moral, sino como quien toma posesión por completo en la vida y el pensamiento del hombre. Dios no es un estorbo, un excedente, ni una idea, ni un simple código de conducta moral. ¡Dios es Dios! No es una frase que suena casi a escapatoria y evasión ante la falta de una respuesta convincente. Más bien, es una llamada de atención para poner realidad en el pensamiento y admitir que Dios es algo distinto y difícil de encuadrar en unas simples categorías racionales. Él es el Creador, el Omnipotente, el Padre lleno de amor a sus hijos.

      Después seguirán muchas preguntas. Pero, para comenzar, atenerse a las condiciones del proceso: primero, aceptar que quien pregunte sea el mismo Dios: ¿aceptas mi palabra? Si es una cuestión de fe, en la que ciertamente puede ayudar la razón, no intentes tratar de resolver el problema por otro camino. Tiene san Agustín, en sus Soliloquios un pensamiento muy a propósito para esta reflexión que estamos haciendo: «Que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en vez de ti».

      Entre el papa Benedicto XVI y el papa Francisco hicieron un regalo impagable a la Iglesia con la carta encíclica Lumen fidei, sobre la fe. Jesucristo es la luz que ilumina el camino de todos los hombres que buscan a Dios. Y la mejor recompensa que se puede dar, a quien con sinceridad y nobleza de espíritu busca, será la gracia de sentir el deseo de dejarse encontrar por aquel al que tanto ansía conocer. Como Dios es la luz no será difícil vislumbrar los resplandores que aparecen en las obras de misericordia, de justicia y de trabajo por la paz. Con unas expresiones profundas y llenas de belleza, el papa Francisco, bajo cuya autoridad y magisterio se publicaba esta encíclica sobre la fe, habla de la paciencia de Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor, pues como hombre religioso está en camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí mismo para encontrarse con ese Dios que ha concentrado toda su luz en Jesucristo. «No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz» (Lumen fidei 35).

      Mientras las cosas vayan bien, mejor es estar con Dios y con la Iglesia. Las circunstancias mandan. Dios no es intemporal sino de mi presente. Tengo el dios que me conviene tener hoy y en disposición de poder mostrar en cada momento el carnet que más convenga: la cofradía o el partido, la amistad del clérigo o la del anarquista. Es el hombre débil, tornadizo, arribista. Ignora al Dios de la Alianza y del pacto en la fe que conduce a una actitud constante de fidelidad, que compromete toda la existencia. No busca a Dios, sino el apoyo de los que están cerca del poder. Si Dios es la roca firme, no lo acepta como fundamento seguro de una fe responsable, sino como pedestal en el que se puede subir para estar mejor, más seguro.

      La gran alabanza y gratitud a Dios será la que proviene de habernos dado a su Hijo Jesucristo: «Y te damos gracias porque, al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima santa María, y que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz, y sangre, y muerte» (1R 23,3).

      Quiere Francisco que, a lo largo del día, se vayan repitiendo estos pensamientos: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien, total bien, que eres el solo bueno, a ti te ofrezcamos toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición y todos los bienes» (AlHor 1,11). Dios vive y su historia es nuestra historia de salvación. Es el Dios de la Alianza. Es el redentor. El Dios entre nosotros. Metido en nuestros acontecimientos. Un Dios activo. Ni producto de un sentimiento, ni proyección sublimada de una carencia. El Dios de la seguridad, porque para Él nada hay imposible. Fundamento y roca de toda fidelidad. Es la fuerza