Carlos Amigo Vallejo

Francisco de Asís


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y relación social. Francisco da lo que tiene. Se viste de pobre. Se hace amigo de los pobres. Comparte su vida con los desvalidos y necesitados. Lucha contra la pobreza haciéndose él mismo un pobre. Su pobreza no le pertenece a él. Es de Dios y la quiere compartir con todos los hijos de Dios. No era asunto privado. Era la riqueza de tener a Dios como único Señor y compartir esa experiencia con todos los hombres. Y, con Dios, los hijos de Dios. Los hermanos son don y camino. Regalo que Dios le ha hecho a Francisco y, al mismo tiempo, ayuda para que él pudiera acercarse mejor a Dios. Era la gracia de tener hermanos. «El que vea tus ojos –le recomienda al ministro–, que no se aparte de ti sin tu perdón. Que vea en ti la misericordia del Misericordioso».

      Ver a Dios es comprometerse con Dios. Hacer de la existencia humana reflejo del querer de Dios. Si el hombre habla poco de Dios es que no se siente comprometido con Él. No está asido al que es vida y se escapa a cualquier pretensión de reducirlo a una idea o una norma moral. Dios es vida, no código. Es amor. Verle conduce a dar testimonio. El hombre convertido es señal del amor de aquel al que ama. Vive en la vida de quien le hace vivir y le conduce, inmediatamente, a hacer penitencia, que es estar bien atentos a la palabra de Cristo y renunciar al espíritu de la carne y deseando tener sobre todas las cosas el Espíritu del Señor y su santa operación (2R 23,4).

      «En la sociedad actual –decía san Juan Pablo II–, entre muchos fenómenos de signo opuesto, surge de manera cada vez más clara una necesidad real de la verdad, de lo esencial y de una auténtica experiencia de Dios. Tenéis la misión de señalar, con actitud de fraternidad universal, la respuesta que satisface esas expectativas. Esa respuesta consiste en abandonaos con confianza al amor salvífico del Señor Jesús, aunque nos crucifique» (La Verna, 17 de septiembre de 1993). Solo dando testimonio de Dios se puede hablar de Dios. Porque el lenguaje de Dios es vivencia, no simple concepto. Es conocimiento, no hipótesis. Es comportamiento coherente con la adhesión que el creyente, de una manera enteramente libre, ofrece a Dios. Un Dios que le sostiene y compromete y del que sabe ha recibido gratuitamente el don de la fe. El conocimiento de Dios se hace fuerza liberadora en la profundidad de una identificación plena con Jesucristo.

      Francisco de Asís, convertido a Dios, adopta, en una forma de vida significativamente incuestionable, la dependencia amorosa de Dios. Él le conoce y le sostiene. Es el Creador que cuida y acompaña a sus criaturas. Los criterios de comportamiento se ajustan al conocimiento recibido por la fe. Vive en la esperanza de las promesas que serán cumplidas, y el amor llena todos los entresijos de la conducta y se hace práctica moral en virtudes personales y en solidaridad fraterna. Si ha conocido a Dios, se hace mensajero de Dios. Si está inmerso en el amor de Dios, contagiará ese amor. La gratuidad, como signo de reconocimiento al dador de los bienes, aparece en el positivo desinterés por no buscar otra finalidad en la conducta que no sea el honor de Dios.

      Solo desde una profunda experiencia de Dios se puede predicar el Evangelio. Sin esa experiencia de Dios, la fe se convierte en ideología, la esperanza en utopía, la caridad puede sucumbir ante la tentación de la violencia. La experiencia de Dios es «como un nuevo nombre de la contemplación a partir de la meditación de la palabra, la oración personal y comunitaria, el descubrimiento de la presencia y de la acción divina en la vida, compartiendo al mismo tiempo esta experiencia con todo el pueblo de Dios»14.

      La alabanza franciscana es adoración y gratitud. Nace de la misericordiosa grandeza de Dios. Se adora al que se quiere, al que acoge, al que salva. No es adoración servil, sino amorosa. En el corazón de Dios se halla el bien que da vida a todos los bienes y se despierta la gratitud desbordando en reconocimiento. Todo es gratuidad. Todo es amor. Dios es la totalidad de todo. Todo en alabanza del Dios altísimo.

      Si el Padre le ha reconciliado con Cristo, el hermano tiene que ser instrumento de reconciliación consigo mismo, con la fraternidad y con todos los hombres, pues es embajador que ofrece la misericordia de Cristo. La conversión a Dios, en lenguaje franciscano, es inseparable del reconocimiento más amplio y generoso de Dios como el único y sumo bien. La experiencia de Dios es experiencia del bien. Si la creación entera es significación de Dios, todo debe ser reconciliado en tal manera que la unidad se convierta en alabanza y gratitud. La experiencia espiritual de Francisco de Asís «se caracteriza por una relación de familiaridad con la Trinidad. Algo que salta inmediatamente a la vista es que su fe tiene una dimensión eclesial, superando así una visión meramente individualista» (Carta pascual del ministro general OFM, 2013).

      No es, pues, de extrañar que en el Testamento de santa Clara estas fueran las primeras palabras:

      Del Padre de las misericordias, del que lo otorga todo abundantemente, recibimos y estamos recibiendo a diario beneficios por los cuales estamos más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre. Entre ellos se encuentra el de nuestra vocación; cuanto más perfecta y mayor es esta, tanto es más lo que a Él le debemos. Por eso dice el Apóstol: Conoce tu vocación. El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino, y nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero enamorado e imitador suyo, nos lo ha mostrado y enseñado de palabra y con el ejemplo (TestCl 2).

      Desde esta visión seráfica de la infinita grandeza de Dios, el gran pecado sería el de la idolatría. Dar más valor a cualquier cosa que a Dios. En ese sentido, pensar solamente en uno mismo y poner los pensamientos y necesidades de cada uno como prioridad; si se piensa más en el pasado del dolor sufrido, más que la misericordia y el perdón, si se critica del otro destruyendo su reputación y su dignidad, si se antepone la vida personal a la responsabilidad con la fraternidad, si se pretende construir el futuro de otra manera que no sea el del perdón, la misericordia, la reconciliación, el respeto recíproco, la paz y la alegría, todo eso es idolatría (ministro general OFM, Foggia, 4 de mayo de 2015).

       El Señor tuvo conmigo misericordia

      San Francisco repetirá, a lo largo de su vida, la razón de su conversión y ministerio: porque el Señor tuvo misericordia conmigo. La misericordia produce el despojamiento de uno mismo y la entrega incondicional a Dios.

      El Señor habla en el camino. Es decir, partiendo de la vida, pues solamente así se puede comprender la propia vocación. Es lo que le ocurriera a Francisco después de escuchar el Evangelio. Lo que ha oído tiene que llevarlo a la práctica, hacer la experiencia del vivir en fidelidad a lo que el Señor ha querido manifestarle. Se acercaría a la realidad de cada momento y trataría de discernirlo todo a través de la fe (cf Documento final del capítulo general OFM de Asís-Alverna de 2006, 11). En la vocación de Francisco se registran unos hechos y se aprecian unas actitudes. Aquellos darán el valor histórico de la presencia; las actitudes garantizan la razón de lo intemporal. «¡Esto es lo que quiero, esto es lo que busco!» (1C 22). Francisco ha leído el evangelio (Mt 10,7-10), y lo acepta. Lo mete en su vida. Porque el Altísimo le ha revelado que debe vivir según esta regla: la del santo Evangelio (Test 14). Acude a la Iglesia (LM 3,8-9). Y la Iglesia no puede negarle un derecho tan fundamental para el cristiano: vivir el Evangelio. Francisco, al pedir, no arranca un privilegio, sino que construye la fidelidad eclesial de la orden: siempre súbditos y sujetos a los pies de la Iglesia (2R 12,4).

      El Señor le ha llevado entre los leprosos. Y la vida de Francisco ha cambiado (Test 1). De ahora en adelante los hermanos han de sentirse dichosos entre los pobres, los leprosos, los débiles... (1R 9,2). El burgués y rico Francisco se desnuda para vestir al pobre (2C 5). Y se dispone, en pobreza, para obedecer y someterse a todos (Test 19). Excelente es el oficio y ministerio al que Dios llama. Y no pocas las limitaciones de quien lo escucha. Por eso aparecen el miedo a un compromiso incondicional y para siempre, recelos sobre la perseverancia, la minusvaloración personal acerca de unas cualidades humanas que se cree que tienen que ser del todo extraordinarias, las dudas sobre lo que realmente se desea...

      Dios cuida de su Iglesia. Escucha las oraciones de su pueblo y hace surgir en el corazón el deseo de estar cerca de Jesucristo y sirviendo a todos, particularmente a los más débiles y abandonados. Cristo llamaba a unos y a otros. Algunos respondían y lo siguieron. Otros, no. ¿Por qué? Les parecía muy exigente el camino que había que emprender. Creían que todo iba a depender solo de sus limitadas fuerzas. Se siente el deseo íntimo de hacer algo grande en su vida. Pero surge el temor ante lo desconocido. No valen los conformismos,