Carlos Amigo Vallejo

Francisco de Asís


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el gozo del poder sentir cada día que Cristo estaba a su lado y era la garantía de su esperanza. La pobreza les había llamado a la misericordia y a la obediencia fraterna. La necesidad de cada uno se convertiría en un mandamiento, en una orden que urgía el buscar el remedio que se necesitaba. La misericordia no era una simple recomendación, sino la esencia de la obediencia a todos por Dios.

      Tres capítulos ejemplares en los que se manifiesta, de una forma particular, la actitud misericordiosa que Francisco quiere inculcar a sus hermanos. Lo primero se refería al ejercicio de la autoridad: nunca ha de olvidar «aquel a quien se ha encomendado la obediencia y que es tenido como el mayor, sea como el menor y siervo de los otros hermanos. Y haga y tenga para con cada uno de sus hermanos la misericordia que querría se le hiciera a él, si estuviese en un caso semejante. Y no se irrite contra el hermano por el delito del mismo hermano, sino que, con toda paciencia y humildad, amonéstelo benignamente y sopórtelo» (2CtaF 2,42-45).

      Otro capítulo es el de la unidad entre la pobreza, la caridad, la obediencia y la sencillez. Tres virtudes que tenían que estar muy unidas, pues en cada una de ellas había de reflejarse el bien que todas podían significar. Y a la hora de actuar, tener como el mejor criterio aquel que Francisco explicara en la carta dirigida al hermano León: «Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia».

      El último capítulo es casi un tratado sobre la forma de ejercer la misericordia con los demás:

      Y en esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos (CtaM 1).

      Este escrito de san Francisco al ministro, al servidor de una fraternidad, puede considerarse como la carta magna de la misericordia franciscana: aceptar la misericordia, ofrecérsela a quien la necesita, no esperar siquiera a que se la pida, sino ofrecerla por anticipado.

      El papa Francisco no duda en decir que por muchos y muy grandes que sean los pecados, más grande y admirable es el amor de Dios, que consuela, perdona y ofrece, porque la misericordia sale al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios (Misericordiae vultus 3-5).

       El santo Evangelio: Palabra y oración

      El nombre de Francisco de Asís está unido al de la predicación del Evangelio por las calles. El amigo de los pobres y de una Iglesia pobre, de la sencillez, de un Evangelio que está muy cerca de las gentes, que cambia la vida de los hombres y mujeres y de la misma sociedad. El nombre de san Francisco está unido al de un Evangelio puro. El movimiento franciscano llevó el Evangelio más allá de los grandes templos para ponerlo en las calles y entre las gentes. La novedad estaba en el Evangelio practicado con sencillez, el anuncio de la paz en el mundo violento, la reconciliación con la naturaleza, el elogio de la sencillez, la fidelidad a la Iglesia16.

      La vida del franciscano es el Evangelio. No solamente practicarlo, sino adherirse a él de tal modo que informe y penetre todas las actitudes, comportamientos, esperanzas y trabajos. En el Evangelio se encuentra a Cristo pobre y crucificado. En la medida que se acoge al pobre, el hermano se acerca al Evangelio. El hombre, sobre todo el más pobre, ha sido un sacramento de la cercanía de Dios.

      Tener el Espíritu del Señor y su santa operación es estar en condición de disponibilidad permanente y total desasimiento, pues solamente de esa manera se podrá orar con la oración de Cristo, fiel al Padre y respuesta existencial a la voluntad divina. Igual que san Buenaventura hablará del «maestro interior» que lleva al conocimiento y a la proximidad de Dios, el hombre pobre y los leprosos son como «maestros exteriores» que acercan a Dios. Si por encima de cualquier otro deseo, los hermanos deben tener el Espíritu de oración (2R 10,9; 1R 17,14), ello es debido a que esta es su vocación, la que el Señor les ha manifestado. El Señor me reveló, podría decir san Francisco, que los hermanos, compungidos de corazón (conversión), con alma pura (don de la santa intención) adoren y alaben a Dios en todo tiempo (contemplación).

      Junto a sus hermanos, el fraile menor escucha la palabra de Dios, responde con alabanza (oficio divino), entra en comunicación de oración con la Iglesia, en ella encuentra a Jesucristo y ve el rostro de Dios. En la vida de los hermanos, esto ha de ser lo más importante: la oración. «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud: Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el Espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt 1-2).

      Francisco tenía un especial interés en que los templos estuvieran muy limpios, pues eran la casa en la que, de una manera especialmente cercana, vivía Dios. Ha de cuidarse con esmero y quedar resplandeciente, decía, pues todo cuanto se refiere al que es la luz. Además, es que allí estaba el sagrario y la santa cruz. «Te adoramos en tu santa Eucaristía y te bendecimos, pues por tu santa cruz has redimido al mundo», como reza la oración franciscana.

      El Señor le había dado tanta fe que en todo momento se encontraba con su Dios y con Él podía hablar y sentir su paternidad y benevolencia. Había una conversación permanente, una oración que era el alimento continuo y necesario para poder seguir en el camino de penitencia al que había sido llamado. Si faltaba la oración, todo se estancaría y hasta se derrumbarían los asientos para la perseverancia.

      Su corazón estaba lleno de Dios y rebosaba en ansias de estar lo más cerca de aquel al que amaba con toda su alma. De esa abundancia hablaba la boca con expresión sincera de una entrega total, incondicional, generosa, ardiente y llena de gozo. Más que tener experiencia ocasional de Dios, Francisco vivía en Dios. Si se había vaciado por completo de sí mismo, todo en él respiraba con el hálito del Espíritu. Sentía su presencia casi física, lo tocaba y sentía. Su existencia descansaba en Dios. Era el efecto de la pobreza, de la identificación con Jesucristo.

      Después de todo esto, se puede comprender que la oración tenía la frescura de la espontaneidad. No había que preparar lugar alguno ni hacer un método de procedimiento. En cualquier momento y lugar, con los labios y con el silencio, en el deseo y la súplica, siempre era tiempo y espacio oportuno para hablar con Dios. No había que preparar discurso alguno, porque en ese santo encuentro más se hablaba con el corazón y los sentimientos que con las palabras.

      No cabía, por otra parte, más que una sinceridad abierta y clara. Se había desnudado de todo y así quería presentarse delante de Dios. Una transparencia en la que un gesto, una palabra o el mismo silencio eran expresión de una vida que estaba escondida con Cristo en Dios. Y Francisco no podía hablar ni sentir sin que se advirtiera que su corazón rebosaba de amor divino.

      Quería escuchar a su Señor. Cualquier signo, en el que se manifestara la voluntad de Dios, producía en Francisco un gozo inmenso. La oración era una complacencia, un dejarse llevar por el amor de Dios. Más que escuchar con los oídos, Francisco abre por completo su existencia para dejarse conmover por ese «respirar de Dios» en la creación entera.

      Dios hablaba a Francisco y Francisco hablaba con Dios. Una sintonía de corazones que solamente en la identificación perfecta se podía realizar. La vida del siervo estaba metida por completo en la voluntad de su Señor. La pobreza le había llevado hasta esa glorificación del despojamiento total, para llenarse de la inmensidad del amor de lo divino. En tan santa y admirable relación no resultaba extraño ver a Francisco completamente transportado hasta el sublime encuentro con el Amor.

      El Padre Dios. Así consideraba Francisco al Altísimo. Y de ahí, también, el sentido de una paternidad que acogía, sin condición alguna, a un hijo que ni siquiera tenía necesidad de llamar a la puerta de la casa de su Padre, pues el corazón de Dios estaba siempre abierto para acoger, para perdonar, para llenar con el gozo de la misericordia. La oración, movida por estos convencimientos, se convertía en un coloquio íntimo,