Carlos Amigo Vallejo

Francisco de Asís


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el futuro.

      No podía pensar en Cristo sin que las lágrimas de la gratitud se le salieran de los ojos. Ni escuchar las palabras del Señor sin que la conducta respondiera con fidelidad a lo que se había oído. Contemplar a Cristo es identificarse plenamente con él en sentimientos y conducta. La humanidad de Cristo, las «huellas de su paso por la tierra», se recogerán en la espiritualidad franciscana como un verdadero tesoro y la herencia más preciada. Cristo recibió la carne de nuestra humanidad. La pobreza de María hizo posible tan santa donación. Desde la encarnación a la ascensión a los cielos, la humanidad de Cristo es un pregón continuo de su divinidad, de la unión con Dios Padre, de la acción misteriosa y eficaz del Espíritu. Seguir a Cristo es meterse en el corazón mismo del insondable misterio trinitario.

      A Dios hay que amarlo por Él mismo. Y bastante favor tiene ya el hombre en ello. En ese bien están más que colmadas todas las esperanzas. San Francisco confesaba que había recibido de Dios unos regalos inapreciables: la conversión a Dios, la pobreza, los hermanos, la alegría y la paz. La conversión equivale, en lenguaje franciscano, a «hacer penitencia». El tránsito del interés por uno mismo a buscar únicamente el rostro de Dios en todas las cosas. Es gracia grande que se había recibido. Los leprosos le daban asco, pero Francisco se acerca a ellos y les cura las heridas. Después, abraza a aquellos hombres enfermos. Hubiera sido bastante el servir y curar, pero lo que cubría la obligación del hombre no era suficiente para mostrar el amor de Dios que en Jesucristo ha hecho a todos los hombres hermanos. Además, en las heridas y desvalimiento del leproso quedaban bien claras las llagas de Cristo y la pobreza del Crucificado. Abrazar al leproso era sentir la dulzura del unirse íntimamente con Cristo en la cruz.

      El papa Francisco habla frecuentemente de las llagas de Cristo abiertas en la carne de los más pobres e indigentes. «Misericordia» significa antes que nada curar las heridas. El Pobre de Asís, en la medida en que se ha acercado a su hermano, se ha encontrado con Cristo. Después de ese encuentro se realiza la misión de anunciar el Evangelio. Del egoísmo se ha pasado a una generosidad sin límites: todo será siempre para Dios y para servir a los hermanos. Una verdadera metánoia, que es conversión, penitencia, desprendimiento de todo para revestirse únicamente del amor de Cristo. No se trata de abandonarlo todo, sino de contentarnos con tenerlo todo en Cristo.

      La pobreza era la condición fundamental y el deseo más anhelado: vivir la pobreza de nuestro Señor Jesucristo. Es autoexpropiación. Dios basta para llenar por completo el corazón del hombre. Desapropio radical y absoluto: bienes, deseos, ciencia, pensamiento, protección... Dejarlo todo y acogerse al todo y único bien, y vivir como hermano de cuanto pueda existir. Ser menor, el que nada cuenta, el que de todos necesita. Francisco es tan pobre que hasta la misma pobreza no es suya: es un regalo que Dios le había hecho. Silencio de todo para que en todo se oiga resonar la voz de Dios. Vacío infinito para llenarlo únicamente con el amor de Dios. Resurrección de todo a una vida nueva: la que se ha realizado en el Señor muerto y resucitado. La pobreza se vive en la humildad «hermana de la señora santa pobreza» y en la simplicidad «que confunde la sabiduría de este mundo».

      En la unión de los hermanos, según el mandamiento y el Espíritu del Señor, se encuentra el sentido de la vida y de la muerte. Vivir en fraternidad. Es Dios quien ha reunido a los hermanos en esta forma de vida. No para buscarse a sí mismos, sino para anunciar el Evangelio y el reino de Dios. La fraternidad existe para evangelizar, igual que la Iglesia. Por eso, Francisco es pobre e itinerante. La fraternidad acoge el don y al mismo Cristo, del que recibe el mandamiento nuevo. Los hermanos aprenden a vivir en ese amor y se lo comunican, en obras y en palabras, a los demás. Una vida auténticamente fraterna es señal evidente de que se ha acogido y se vive según el Espíritu de Cristo. De la pequeña comunidad de los hermanos a la fraternidad universal. Como Cristo, que llama y reúne a los apóstoles y después los envía a predicar el Evangelio. Contemplar y hacer ver la misericordia y la redención de Cristo será la misión que deben realizar los hermanos. Nada material han de llevar. Su desapropio es la señal de que solo quieren revestirse de Cristo.

      Los «menores» no solo han de ser queridos con preferencia, sino que ellos son modelo de la fraternidad pobre y excluida. Entre los menores estaban los leprosos, los enfermos, los marginados por cualquier causa. Todos tenían que ser bien acogidos y tratados. Una fraternidad que se extiende a todas las criaturas. El mundo no es objeto de desprecio sino de amor. Francisco estaba lleno de amor de Dios y desde ese amor descubre la huella de Dios en la creación. La fraternidad de los hermanos forma parte de la familia del Señor. No era, pues, extraño que la fraternidad fuera manantial de inmenso gozo.

      La alegría era otro de los regalos que san Francisco había recibido del Señor. Gozo que tiene su fuente inagotable en la bondad. Dios es la alegría, la suprema belleza y bondad que ha sacado a Francisco de sí mismo y le ha reconciliado con Cristo. Por eso, la alegría está unida al hacer penitencia y a la pobreza. La conversión le ha puesto ante el bien, que es manantial de gozo. Y la pobreza le ha alejado de la avaricia, que es la causa de la tristeza, pues es dolor por no tener todo lo que se ansía. Así que la tristeza sería hipocresía y manifestación de que el corazón no se ha convertido a Dios. La apoteosis de la alegría es la cruz y la muerte. Pobreza, reconciliación y pascua. Abrazo definitivo con la pobreza y abandono del mismo cuerpo para ser poseído completamente por Dios.

      Cuando Francisco saluda diciendo: «El Señor te dé la paz», quiere expresar el deseo profundo del encuentro con el bien. Dios es la paz, la realización del bien. Con la paz está la libertad de elegir la bondad y hacérsela conocer a todos. No es una simple proclamación de un pacifismo universal, sino el anuncio evangélico de la buena noticia de la paz: los pacíficos serán reconocidos como hijos de Dios.

      Cristo es nuestra paz. El principio y la consumación de la paz. Cargó con culpas y pecados y reconcilió a los hijos con el Padre, a los redimidos con el Redentor, al siervo con el Señor, a la criatura con el Creador. Maravillosa armonía de la creación entera que Francisco canta con todas las criaturas: «Alabado seas, Señor por el hermano sol»... La paz es la mayor proclamación de la presencia del bien en la creación entera: las criaturas cantan la gloria de su Señor.

      Dios va llamando a cada uno por su nombre y escribe esa historia personal en la que el Espíritu completa su obra. Con suavidad, sin darse cuenta, va llevando a ese encuentro con Cristo, con su palabra y con su humanidad, con la fuerza de su amor y la fascinación por la misión que él ha realizado. Cada vocación es distinta y es la misma. Todos llamados por el mismo Espíritu, incorporados a Cristo, caldeados en el mismo amor y enviados a esa única misión que es la de hacer que todos los hombres conozcan a Dios y se salven. Pero cada uno tiene su nombre y su historia, su pobreza y sus dones. Aporta lo que tiene y siempre recibe mucho más de lo que uno mismo desea. Pero sabiendo bien que lo que llega, no es tanto para el gozo y provecho de uno mismo, sino para que pueda realizar bien la misión que se le confía.

      Francisco descubre la vida de las cosas. Las criaturas son como gestos sacramentales de Dios. Habrá que reconciliarse con toda la creación, bajarse del caballo, salir de uno mismo y abrazar al leproso. Para llegar hasta Dios hay que dejar que sea Él quien vaya delante y estar atento para oír su voz. Jesucristo es el mensajero y la palabra viva de Dios que habla por el Evangelio.

      Francisco de Asís puede ser la imagen de un camino de conocimiento admirable: el de la sencillez. No como forma de comportamiento discreto, sino como actitud mental. Aceptar lo que uno es, con sus limitaciones y con sus posibilidades.

      Los hermanos son un regalo que Dios le ha hecho y, al mismo tiempo, una ayuda para que Francisco pudiera acercarse mejor a Dios. Era la gracia de tener hermanos. A Dios no se le puede encerrar en los límites de un reducido conocimiento personal. Dios lo transciende todo y es propósito inútil querer supeditarlo al concepto que el hombre pueda tener de Él. Dios tiene su propia identidad con independencia de la idea y del conocimiento que pueda tener el hombre de la divinidad. Francisco no se preocupa de sí mismo, sino del reconocimiento de la huella de Dios en todas las cosas. El amor de lo que no se ve está asegurado en aquello que se contempla en la creación, siempre que en el corazón se lleve la ley y el amor de Dios.

      El mismo Francisco se hace Evangelio. Su vida es una buena nueva de salvación para los hombres. Al ofrecimiento de Dios, al meterse