Carlos Amigo Vallejo

Francisco de Asís


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Cristo es entrar en el Espíritu de su reino de amor, de justicia, de paz. Es incondicionalidad a la voluntad de Dios y sacrificada entrega de la vida en favor de los demás. Entonces es cuando se encuentra un verdadero sentido a la misma vida.

      No hay más respuesta que la lógica de la cruz. El que quiera venir conmigo, que tome su cruz y me siga (Mt 16,24). Pero el yugo es llevadero y suave la carga (Mt 11,30). Pues en la cruz está el amor redentor de Cristo. Este acontecimiento vence todas las dudas y hace posible una generosa disponibilidad. Es evidente que si Dios no hubiera puesto ese deseo en el corazón de Francisco, nunca habría encontrado en la vida lo que estaba buscando: vivir en la voluntad de Dios. Un Señor querido por Él mismo. No es un ser útil que ante los problemas humanos responde y resuelve. Dios es la causa de todas las bendiciones. Alabar y bendecir su nombre santísimo es el mejor y más importante de los trabajos. Es el Espíritu del Señor el que da fundamento a las acciones del hombre y el que garantiza la unidad entre todas ellas. En ese amor está el alfa y la razón de la existencia, de la misma vida del hombre. Todo es inspiración y gracia, moción del Espíritu que conduce siempre hacia la fuente del bien.

      Hacer penitencia y seguir las huellas de Cristo, así se resume la teología franciscana del encuentro con Dios. No es tanto mortificación personal cuanto desnudamiento interior. Es gracia que viene de lo alto y que seduce en tal modo que ya solamente se puede vivir entregado total e incondicionalmente a aquel que se ha conocido como el bien supremo. No es voluntarismo, sino aceptación del amor que viene ofrecido. No es tanto dejar cuanto amarlo todo en una completa desposesión. Es la profunda experiencia de Dios como el Absoluto. Todo puede ser amado en aquello que de Él lleva significación. El apropiarse de algo, en cambio, es un robo al amor que solamente a Dios pertenece.

      En esa experiencia de Dios se entra por la puerta real de la desposesión de uno mismo. Él es el Señor. Nadie más. Querer lo que quiera Dios. Una conversión evangélica al reino de Dios vivido de una manera completamente entregada, libre, pobre, alegre. Se ha encontrado el verdadero tesoro evangélico. Es la perfección de la pobreza: dejarlo todo, porque nada es comparable a la inestimable riqueza de quedar poseído por Dios. Un sentido profundo de humildad, no como aceptación del desprecio exterior, sino el reconocimiento sincero de lo que cada uno es en el amor de Dios Padre. Esta vida en humildad es el primer paso a dar en el itinerario de la conversión, porque ese es el camino de la vida evangélica.

      Si el hacer penitencia y vivir en humildad eran desnudamiento y vacío para llenarlo todo de Dios, la caridad y la misericordia son donación de la riqueza del amor de Dios que se ha recibido. Es tal la abundancia de la que rebosa el corazón de Francisco, el fuego del amor que le quema interiormente, que solo amando a Dios y a las criaturas por Dios puede saciar esas ansias de la caridad misericordiosa que abrasa su alma. La creación entera será objeto de su amor. El manantial de donde proviene ese amor es tan grande y generoso, que cuanto más se ama y se da, mayor es la abundancia que se recibe y el deseo ardiente de corresponder al amor. Ese hacer penitencia franciscano proporciona un claro y entusiasmante sentido a la vida: la posibilidad de revestirse y amar con el don que de Dios se recibe. Esta sabiduría solamente se comprende permaneciendo continuamente ante Dios y caminando en su presencia.

      Nada más admirado y querido que Jesucristo. Es Dios que ha venido a vivir con nosotros. Misterio escondido que se hace patente. Ya solo cabe, por parte del hombre, responder a esa encarnación del Verbo y dejarse arrebatar por él y vivir las mismas actitudes e intereses de Cristo. Jesús es el Maestro, el único Maestro. Y san Francisco lo conoce con una experiencia muy cercana: ha sido el Señor Jesucristo quien lo ha sacado del pecado y llevado al encuentro con el Padre. Imitar a Cristo y seguir sus huellas es garantía de permanecer en esa conversión a Dios. Se debe cuidar con esmero la luz del rostro de Cristo. El pecado de los hombres puede oscurecerlo, pero la fidelidad al Evangelio descubre la claridad de quien es el de Dios y Padre. Una realidad completamente nueva, una persona digna de ser amada por ella misma, sin buscar utilidad alguna. Cristo es Dios y hombre, verdadera manifestación salvadora de Dios en la historia: Cristo es el camino, la verdad, la vida y la gloria que ha comenzado en el tiempo y tendrá su final en el encuentro definitivo con Dios.

      San Francisco, como Cristo, llevó las llagas marcadas en su cuerpo. Eran las señales exteriores de otras más profundas y sufrientes de su corazón enamorado de Dios. Los signos de la perfecta identificación, pues seguir las huellas no era simple imitacionismo, sino meterse en el amor oblativo de Cristo y vivir el anonadamiento, la kénosis, como glorificación del Padre y movido por el Espíritu del Señor. Más que pretender comprenderlo, él vive el misterio trinitario. El amor de Dios manifestado de modos diversos y en los que resplandece una admirable unidad. El mejor ejemplo que encuentra Francisco para explicarlo es precisamente la creación: todo ha sido hecho por Dios Padre, para gloria del Hijo y con la virtud del Espíritu Santo.

      Dios es la dulzura, la fortaleza, la paz, la sabiduría, el misericordioso, el altísimo, el omnipotente, la alegría... Cualquier objeto de contemplación puede ser elevado de tal modo que ayude al conocimiento y la alabanza del Señor, que es una realidad personal, viva, presente. No es una doctrina, ni un ser distante. Es el que llama a cada uno por su nombre y que lo ama como hijo suyo. No es un tratado de sublimidades, sino aquel que ha descubierto su rostro ante nosotros. Se le reconoce como quien da razón de sí mismo y de cuanto pueda existir. Es el que realiza la perfecta unidad entre lo que uno es y la misión que tiene que realizar en este mundo. Pero dejando siempre fuera de toda duda que Dios nunca puede ser el resultado de los vacíos del hombre.

      Había buscado el sentido de la vida, más que en las cosas de este mundo, en la realización del propio yo, que lo encadenaba en un esclavizante egocentrismo. Francisco quería que todo girase en torno a él. Pero cuanto más se metía en su egoísmo, más se distanciaba de todo. El sentido y la dirección de su vida no estaban en él. Había que descubrir una realidad absoluta y distinta. Solo Dios es el Altísimo, el Absoluto, la garantía y razón de cuanto pueda existir. La creación entera tiene en su entraña esta dirección hacia el Creador.

      Dios quiere manifestarse a un hombre, desnudo y desapropiado, renacido en la gracia del Espíritu. Y a este hombre, nuevo por el «hacer penitencia», se revela Dios como el sumo y único bien. Mientras se va avanzando en el conocimiento de lo existente, se descubre y valora una bondad que no se queda en sí misma, que está clamando por una perfección más alta e inagotable. No es que Dios emerja de ese incontenible deseo de bien de la creación entera, pero todo lo creado lleva a la fuente de toda bondad: Él es el «sumo bien, el único bien, todo el bien».

      No se pretende dominar a Dios, sino dejarse poseer y amar por Él. No es aspiración al adueñamiento del bien, sino quietud activa sabiéndose querido por Dios. Es el bien celebrado en la creación entera. De ahí el Cántico de las criaturas como alabanza al bien y al Creador de todas ellas. Dios es el único bien. En todo puede encontrarse el reflejo de esa bondad única, infinita, que garantiza la unidad de lo diverso. Todo aspira a Dios y tiene ansias de Dios. Pero Él es anterior a cualquier deseo y aspiración. Si Dios es el sumo bien, es el amor. Solo por el camino de la caridad misericordiosa se puede llegar a Él. Olvidarse de uno mismo y meterse en la necesidad de los demás. Así es como se encuentra el verdadero sentido de la vida.

      Gran reconocimiento se debe a Jesucristo, pues él ha sido quien, en el misterio de la encarnación, ha manifestado la bondadosa paternidad de Dios a todas las criaturas. En Cristo encontraba Francisco razón para todo aquello a lo que podía aspirar: las razones y explicación de la conducta y de los acontecimientos y la manera de seguir en todo momento la vocación a la que había sido llamado. Bastaba con abrir el evangelio, escuchar las palabras de Cristo y contemplar sus actitudes, para saber del camino que había que emprender. El seguimiento, la imitación, la identificación con Cristo es la verdadera y más fuerte denuncia a cuanto de mal, de injusticia, de olvido de Dios pudiera haber en el mundo. El amor a Cristo, y una vida identificada con el crucificado, ponían en evidencia lo equivocado del camino del egoísmo, de la soberbia, de la maldad, del pecado.

      De la identificación con Cristo van a seguirse dos actitudes vitales y permanentes en la vida franciscana: la alabanza a Dios Padre y la ayuda a los hermanos, anunciándoles el Evangelio de Cristo y sirviéndoles en la caridad según el mandamiento nuevo del Señor. Cristo es el centro de la vida y de la misión