Leon Tolstoi

Guerra y Paz


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Sus manos, largas y gruesas, descansaban sobre el cubrecama. En la derecha, entre el índice y el pulgar, tenía una vela que sostenía un viejo criado inclinado sobre la cabecera. En torno a aquel asiento, los sacerdotes, con sus brillantes hábitos de ceremonia, con sus largas cabelleras, con cirios en la mano, oficiaban lenta y solemnemente. Hallábanse las dos Princesas pequeñas detrás del asiento, con el pañuelo a los ojos, y ante ellas Katicha, la mayor, con actitud agresiva y resuelta, no separaba la mirada de los iconos, como queriendo decir que no respondería de sí misma si por desgracia volvía la cabeza. Ana Mikhailovna, con su actitud de tristeza resignada y de benevolencia para todos, hallábase cerca de la puerta con la señora desconocida. El príncipe Basilio encontrábase al otro lado de la puerta, cerca del sitial del Conde, tras una silla esculpida tapizada con terciopelo, en cuyo respaldo apoyaba la mano izquierda, que sostenía un cirio, mientras se santiguaba con la derecha, levantando la mirada cada vez que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una piedad tranquila y la sumisión a la voluntad de Dios. Parecía como si quisiera decir con sus rasgos: «Si no sabéis comprender este sentimiento, peor para vosotros.»

      En medio de la ceremonia, las voces de los oficiantes callaron de pronto. Los sacerdotes murmuraban algo entre sí y en voz baja. El viejo criado que sostenía la mano del Conde se levantó y se dirigió a las señoras. Ana Mikhailovna se acercó e, inclinándose sobre el enfermo tras el respaldo, hizo con el dedo una señal al doctor Lorrain. El médico francés no sostenía cirio alguno y estaba apoyado contra una columna con la actitud respetuosa de un extranjero que, a pesar de su indiferencia religiosa, demuestra que comprende toda la importancia del acto que contempla y que incluso aprueba. Imperceptiblemente se acercó al enfermo, le cogió la mano que tenía libre sobre el cubrecama verde y le tomó el pulso con aire pensativo. Dio algo de beber al moribundo. Todos se agitaron en torno suyo e inmediatamente volvieron a sus lugares respectivos y continuó la ceremonia.

      Los cantos religiosos cesaron y oyóse la voz de un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por la recepción de los sacramentos. El enfermo estaba semiacostado, inmóvil, exánime. Todos movíanse en torno suyo. Sentíanse pasos y diálogos confusos, entre los cuales sobresalían las palabras de Ana Mikhailovna. Pedro la oyó decir: «Es necesario transportarle al lecho. Supongo que no será imposible.»

      Los médicos, las Princesas y los criados rodeaban de tal modo al enfermo que Pedro no veía ya aquella cara rojiza ni aquellos cabellos grises que, a pesar de la presencia de todos los asistentes al acto, no se borraron ni un momento de su espíritu durante toda la ceremonia. Por los prudentes movimientos de las personas que rodeaban al agonizante, Pedro adivinó que lo levantaban para transportarlo.

      Durante un momento, entre los hombros y cuellos de los hombres, muy cerca de Pedro, aparecieron el pecho alto, fornido y desnudo y los amplios hombros del enfermo, levantado por los hombres a fuerza de brazos, y la cabeza leonada, gris y caída. Aquella cabeza, de frente extraordinariamente amplia y carnosa, con una bella boca sensual y mirada majestuosa y fría, no había sido afeada por la proximidad de la muerte. Era la misma que Pedro había visto tres meses antes, cuando el Conde le envió a San Petersburgo. Pero ahora movíase inerte a causa de los pasos vacilantes de los portadores, y la mirada fría y vaga no sabía dónde detenerse. Durante un momento hubo mucha animación en torno al gran lecho. Los hombres que condujeron al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovna tocó la mano de Pedro y le dijo: «Ven.» Pedro, con ella, se acercó al lecho donde el enfermo yacía en una actitud de abandono que, evidentemente, tenía alguna relación con el sacramento que le acababan de administrar.

      Estaba extendido, con la cabeza levantada por las almohadas y las manos colocadas simétricamente sobre el cubrecama de seda verde. Cuando Pedro se acercó a él, el Conde le miró fijamente, pero con aquella mirada de la cual el hombre no puede comprender ni el sentido ni la importancia; o aquella mirada no significaba absolutamente nada, a excepción de que un hombre cuando tiene ojos necesita mirar a un lado o a otro, o significaba demasiadas cosas.

      Pedro se detuvo, sin saber qué hacer. Interrogador, se volvió a Ana Mikhailovna, su guía. Ana le hizo un signo rápido con los ojos, indicándole la mano del enfermo, y que hiciera ademán de besarla. Pedro alargó el cuello con mucho cuidado, para no enredarse con el cubrecama, y, siguiendo el consejo, posó los labios sobre la mano amplia y gruesa. Pero ni la mano ni un solo músculo del Conde se movieron. De nuevo Pedro miró interrogador a Ana Mikhailovna, preguntando qué otra cosa tenía que hacer. Con los ojos le señaló Ana el asiento que se hallaba cerca del lecho. Pedro, obediente, se sentó sin dejar de preguntar con la mirada la conducta que había de seguir. Ana Mikhailovna le hizo una seña de aprobación con la cabeza. De pronto, en los músculos salientes y las profundas arrugas de la cara del Conde apareció un temblor. Aumentó éste y se le desvió la boca. Hasta entonces, Pedro no comprendió bien que su padre se encontraba a las puertas de la muerte. De la deformada boca salió un estertor. Ana Mikhailovna miró atentamente a los ojos del enfermo, procurando adivinar lo que quería. Tan pronto señalaba a Pedro como a la medicina, o, con un ligero susurro, llamaba al príncipe Basilio o señalaba el cubrecama. Los ojos del enfermo expresaban impaciencia. Hacía esfuerzos por mirar al criado que se mantenía inmóvil a la cabecera de la cama.

      – Seguramente debe de querer volverse de lado – murmuró el sirviente.

      Y se levantó para dar vuelta al inerte cuerpo del Conde y ponerle de cara a la pared.

      Pedro se levantó para ayudar al criado. Mientras le daban la vuelta, una de las manos que le habían quedado hacia atrás hacía inútiles esfuerzos para moverse. El Conde observó la aterrorizada mirada que Pedro dirigía a aquella mano inerte, o quizás otro pensamiento atravesó en aquel momento su agonizante cabeza. Pero miró a la mano desobediente, a la expresión de terror del rostro de Pedro; volvió a mirarse la mano y en el rostro se le dibujó una débil sonrisa de sufrimiento que alteraba muy poco la expresión de sus rasgos y parecía reírse de su propia debilidad. Contemplando aquella sonrisa inesperada, Pedro sintió en el pecho un estremecimiento, un escozor en la nariz y las lágrimas le velaron los ojos.

      Volvieron al enfermo de cara a la pared. Suspiró.

      – Se ha amodorrado – dijo Ana Mikhailovna viendo que la Princesa entraba a relevarla -. Vámonos.

      Pedro salió.

      XVII

      En el recibidor no quedaban ya más que el príncipe Basilio y la Princesa mayor, que hablaba con gran animación sentada bajo el retrato de Catalina. En cuanto vieron a Pedro y a su guía callaron. A Pedro le pareció que la Princesa escondía alguna cosa. La Princesa dijo al Príncipe en voz baja: «No puedo ver a esta mujer.» – Katicha ha hecho servir el té en la salita – dijo el príncipe Basilio a Ana Mikhailovna -. Vaya, hija mía; coma algo, porque si no enfermará.

      A Pedro no le dijo nada, pero le estrechó la mano, apesadumbrado. Pedro y Ana Mikhailovna entraron en la sala.

      A pesar de su apetito, Pedro no probó bocado. Volvióse a su guía con aire interrogador y la sorprendió dirigiéndose de puntillas al recibidor donde habían quedado el príncipe Basilio y la mayor de las princesas. Pedro, suponiendo que todo aquello también era necesario, la siguió al cabo de un instante. Ana Mikhailovna hallábase al lado de la Princesa y las dos hablaban a la vez en voz baja y alterada.

      – Créame, Princesa; sé lo que conviene y lo que no conviene-dijo la joven, alterada.

      – Pero, querida Princesa – decía suavemente, pero con obstinación, Ana Mikhailovna, impidiendo el paso de la Princesa a la habitación del enfermo -. ¿Cree usted que no será demasiado doloroso para el pobre tío, precisamente en este instante en que el reposo le es tan necesario? ¡Hablarle de una cosa tan terrenal en este momento, cuando su alma está ya preparada…!

      El príncipe Basilio estaba sentado con su actitud habitual, cruzadas las piernas. Sus mejillas se contraían violentamente, y cuando se encogió pareció mucho más grueso y mucho más interesado en la conversación de las dos mujeres.

      – Querida Ana Mikhailovna – dijo -, deje usted a Katicha. Ya sabe usted que el Conde la quiere mucho.

      – No sé lo que hay dentro de este sobre – dijo la Princesa dirigiéndose al príncipe Basilio y enseñándole