conde Bezukhov, dueño de la fortuna mayor de Rusia. Se cuenta que el príncipe Basilio ha desempeñado un papel bastante feo en toda esta historia y que ha regresado muy aplanado a San Petersburgo.
«Te confieso que entiendo muy poco de todas estas cuestiones de legados y testamentos. Lo que sé es que desde que el joven que todos conocíamos con el nombre de monsieur Pedro, simplemente, se ha convertido en el conde Bezukhov y propietario de una de las más grandes fortunas de Rusia, me divierto mucho observando los cambios de tono y de tacto de las mamás cargadas de hijas casaderas, e incluso de aquellas mismas señoritas que se encuentran en análogas condiciones, con respecto a este sujeto, que, entre paréntesis, me ha parecido siempre un pobre hombre. Como quiera que hace dos años que se entretiene la gente adjudicándome prometidos que muchas veces ni yo siquiera conozco, la crónica matrimonial de Moscú me ha hecho condesa Bezukhov. Ya puedes suponer que no me preocupa ni poco ni mucho llegar a serlo. Y, a propósito de matrimonio, he de decirte que, no hace mucho, nuestra tía Ana Mikhailovna me ha confiado en secreto un proyecto matrimonial con respecto a ti. Se trata ni más ni menos que del hijo del príncipe Basilio, Anatolio, a quien querrían situar casándolo con una persona rica y distinguida. A lo que parece, tú has sido la que han elegido sus padres. No sé cómo tomarás todo esto, pero me parece que tenía la obligación de avisarte. Dicen que es un hombre de buen aspecto y una mala cabeza. Todo esto es cuanto puedo decirte referente a él.
«Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenar la segunda hoja de papel y mamá me ha enviado recado para que la acompañe a casa de Apraksin, donde hemos de comer hoy. Lee el libro religioso que te envío. Aquí se ha puesto de moda; aún cuando en él hay cosas difíciles de comprender para la débil concepción humana, es un libro admirable y su lectura calma y eleva el espíritu.
«Adiós. Saluda respetuosamente a tu padre de mi parte y da mis recuerdos a mademoiselle Bourienne. Te abraza de todo corazón tu amiga,
Julia»
«P. S. Dame noticias de tu hermano y de su simpática esposa.»
La Princesa quedó un instante pensativa. De pronto se levantó, se dirigió al escritorio y comenzó a escribir rápidamente la respuesta a la carta de Julia.
XIX
El viejo criado hallábase sentado en su lugar de costumbre y escuchaba los ronquidos del Príncipe. En el gran gabinete, situado en el ala extrema de la casa, podían oírse, a través de las puertas cerradas, los pasajes difíciles de la Sonata de Dussek repetidos por vigésima vez.
En aquel momento, un coche se detuvo a la entrada y el príncipe Andrés saltó del carruaje. Dio la mano a su esposa para ayudarla a bajar y la hizo pasar adelante. Tikhon, con peluca gris, anunció en voz baja, desde la puerta del gabinete de trabajo, que el Príncipe dormía, y cerró la puerta rápidamente. Tikhon sabía que ni la llegada del hijo ni cualquier otro acontecimiento, por extraordinario que fuese, podía trastornar las costumbres establecidas. Seguramente el príncipe Andrés lo sabía tan bien como el criado. Consultó el reloj como para comprobar si los hábitos de su padre habían cambiado desde que hubo dejado de verlo, e, informado sobre este particular, se dirigió a su esposa.
– Despertará dentro de veinte minutos – le dijo -. Mientras tanto vayamos a ver a la princesa María.
La pequeña Princesa había engordado mucho durante los últimos tiempos, pero sus ojos y el labio sonriente sombreado por un ligero bozo elevábase de la misma manera alegre y encantadora cada vez que comenzaba a hablar.
– ¡Pero si esto es un palacio! – dijo a su marido, mirándolo con aquella expresión que se adquiere para felicitar a un huésped por la magnificencia del baile que celebra -. Vamos deprisa, deprisa.
Y volvíase sonriente a Tikhon, a su marido y al criado que les acompañaba.
–Sin duda, María está haciendo escalas. No hagamos ruido y así le daremos una sorpresa.
El príncipe Andrés subía tras ella con una expresión tierna y triste.
– Te has hecho viejo, Tikhon – dijo, al pasar, al viejo criado que le besaba la mano.
Al encontrarse ante la habitación donde sonaba el clavecín, salió de una puerta lateral la rubia y hermosa francesa mademoiselle Bourienne. Parecía loca de alegría.
– ¡Ah! La Princesa se alegrará mucho-dijo-. Voy a avisarla.
– No, no, hágame el favor. Es usted mademoiselle Bourienne; ya la conocía por la amistad que mi cuñada le profesa – repuso la Princesa besando a la señorita de compañía -. No tiene ni idea de que estamos aquí.
Se acercaron a la puerta de la salita, tras la cual oíase el pasaje que se repetía incesantemente. El príncipe Andrés se detuvo e hizo un gesto como si escuchara algo desagradable. La Princesa entró. El pasaje se interrumpió en su mitad. Oyóse un grito, los pesados pasos de la princesa María y un rumor de besos. Cuando entró el príncipe Andrés, las dos cuñadas, que no se habían visto desde poco tiempo después del matrimonio del Príncipe, se besaban, todavía abrazadas.
El príncipe Andrés besó a su hermana.
– ¿Irás a la guerra, Andrés? – preguntó ella, suspirando.
Lisa también se estremeció.
– Mañana mismo – repuso el Príncipe.
– Me abandona aquí sólo Dios sabe por qué. Tan fácil como le hubiera sido ascender y…
La princesa María, sin escuchar, siguiendo el hilo de sus propios sentimientos, se dirigió a su cuñada, mirándole tiernamente la cintura.
– ¿De veras? – preguntó.
Se turbó el rostro de la Princesa y suspiró.
– ¡Oh, sí, de veras! -repuso-. ¡Ah! ¡Es terrible!
El breve labio de Lisa temblaba. Acercó la cara a su cuñada y de nuevo se echó a llorar.
– Necesitas descansar – dijo el príncipe Andrés frunciendo el entrecejo -. ¿No es cierto, Lisa? Llévatela – dijo a su hermana -. Yo iré a ver a papá. ¿Cómo está? Siempre el mismo, ¿verdad?
– El mismo. No sé cómo lo encontrarás – dijo la Princesa riendo.
– ¿Las mismas horas, los mismos paseos por los caminos? ¿Y el torno? – preguntó el príncipe Andrés con una sonrisa imperceptible que demostraba que, a pesar de todo, su amor y su respeto por su padre constituían su debilidad.
– Las mismas horas y el torno, y además las matemáticas y mis lecciones de geometría – replicó alegremente la Princesa, como si aquellas lecciones fuesen una de las cosas más divertidas de su vida.
Cuando hubieron transcurrido los veinte minutos necesarios para que despertara el Príncipe, llegó Tikhon en busca del príncipe Andrés, para acompañarle al lado de su padre. Para honrar la llegada de su hijo, el anciano había cambiado un poco sus costumbres. Ordenó que se le acompañase a su habitación mientras se preparaba para la mesa.
El Príncipe vestía a la moda antigua, con caftán, y se empolvaba. En el momento en que el príncipe Andrés, no con aquella expresión desdeñosa y afectada que adoptaba en los salones, sino con el rostro resplandeciente que tenía cuando hablaba con Pedro, entraba en la habitación de su padre, el viejo se había sentado al tocador, sobre una silla de brazos de cuero, y, cubierto con un peinador, abandonaba la cabeza en manos de Tikhon.
– ¿Qué hay, guerrero? ¡Vas a batir a Bonaparte! – dijo el viejo sacudiendo la cabeza empolvada todo lo que la trenza le permitía y que Tikhon tenía sujeta entre las manos -. Sí, sí. Métele mano. Si no, pronto seremos todos súbditos suyos. Buenos días-y le ofreció la mano.
La siesta de antes de comer le ponía de buen humor. Decía que el mediodía era de plata, pero que la siesta de antes de comer era de oro. Miró alegremente a su hijo bajo las espesas cejas caídas. El príncipe Andrés se acercó a él y le besó en el lugar que el viejo le señaló. No respondió nada al tema de conversación predilecto de su padre: la burla de los militares de hoy y, sobre todo, de Bonaparte.
– Sí,