se encuentran mal. Tú ya me conoces. De la mañana a la noche trabajo con moderación y por esto me encuentro bien.
–Alabado sea Dios – dijo él hijo sonriendo.
–Dios no tiene nada que ver con esto-y volviendo a su idea añadió -: Bien, explícame cómo los alemanes nos han enseñado a batir a Napoleón, según esa nueva ciencia vuestra que se llama estrategia.
– Papá, permíteme que me rehaga un poco – dijo con una sonrisa que demostraba que la debilidad de su padre no le impedía respetarlo y quererle -. Todavía no he abierto las maletas.
– Lo mismo da, lo mismo da – gritó el viejo sacudiendo la pequeña trenza para ver si estaba bien hecha y cogiendo la mano de su hijo-. La habitación de tu esposa está a punto. La princesa María la acompañará y la instalará allí. Las mujeres no hacen otra cosa que hablar continuamente. Estoy muy contento de poderla ver. Siéntate y cuéntame. Comprendo el ejército de Mikelson, el de Tolstoy y el desembarco simultáneo… ¿Qué hará entonces el ejército del Sur? Ya sé que Prusia se mantiene neutral. Y Austria, ¿qué hace? – dijo levantándose y comenzando a pasear por la habitación, seguido de Tikhon, que corría tras él entregándole las distintas prendas de su vestido-. ¿Qué hará Suecia? ¿Cómo se las arreglarán para atravesar Pomerania?
A las preguntas de su padre, el príncipe Andrés comenzó a exponer los planes de campaña proyectados, hablando primero con frialdad, pero animándose paulatina e involuntariamente, pasando, como de costumbre, del ruso al francés. Explicó que un ejército de noventa mil hombres había de amenazar Prusia para sacarla de su neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de este ejército había de unirse a las tropas de Suecia en Stralsund; que doscientos veinte mil austriacos, unidos a cien mil rusos, habían de operar en Italia y en las márgenes del Rin; que cinco mil rusos y cinco mil ingleses desembarcarían en Nápoles, y, finalmente, que un ejército de quinientos mil hombres invadiría Francia por distintos puntos.
El viejo Príncipe, que parecía no escuchar la explicación, continuaba vistiéndose sin dejar de andar, interrumpiéndole tres veces de una forma imprevista. La primera se detuvo y exclamó:
– Blanco. blanco…
Esto quería decir que Tikhon no le entregaba el chaleco que quería. La otra vez se detuvo y preguntó:
– ¿Dará pronto a luz tu mujer?
E inclinando la cabeza había dicho en tono de enfado:
–No va bien. Continúa, continúa…
– No me has dicho nada nuevo – y, preocupado, el viejo murmuró rápidamente-: «… No sé cuándo vendrá.» Ve al comedor.
XX
El príncipe Andrés partía al día siguiente por la noche. Su padre, una vez hubo terminado de comer, se retiró a sus habitaciones sin modificar en nada sus hábitos. La pequeña Princesa hallábase en las habitaciones de su cuñada. El príncipe Andrés, vestido de viaje, sin charreteras, hacía las maletas en su habitación con ayuda del criado. Después de inspeccionar personalmente el coche y vigilar la instalación de las maletas, dio la orden de enganchar. En la alcoba no quedaban sino los objetos que el Príncipe había de llevar consigo: un cofrecillo, una caja de plata con los útiles de afeitar, dos pistolas turcas y una gran espada que su padre le había traído de Otchalov. Todos estos objetos estaban perfectamente ordenados, eran nuevos y relucientes y se hallaban guardados en estuches de terciopelo herméticamente cerrados.
En el momento de una partida o de un cambio de vida, los hombres que son capaces de reflexionar sus actos efectúan generalmente un serio balance de sus pensamientos. En estas circunstancias, habitualmente se controla el pasado y se idean planes para lo por venir. El príncipe Andrés tenía una expresión dulce y pensativa. Se paseaba de un lado a otro de la habitación con paso rápido, con las manos cruzadas a la espalda y mirando ante sí con la cabeza baja y pensativa. ¿Le molestaba ir a la guerra? ¿Le entristecía dejar sola a su mujer? Quizás una cosa y otra. Pero, evidentemente, no quería que nadie le viera en aquel estado. Al sentir pasos en el vestíbulo se quitó las manos de la espalda, se detuvo al lado de la mesa, como si colocase el cofrecillo en su estuche, y adquirió su expresión habitual, serena a impenetrable. Eran los pesados pasos de la princesa María.
– Me han dicho que has dado orden de enganchar – dijo jadeando, pues, evidentemente, había corrido -, y deseaba mucho tener una conversación contigo. Dios sabe cuánto tiempo estaremos sin vernos. ¿Te molesta que haya venido? Has cambiado mucho, Andrucha – añadió, como si quisiera justificar sus preguntas; al pronunciar la palabra «Andrucha» había sonreído. Evidentemente, le extrañaba pensar que aquel hombre severo y arrogante fuese aquel mismo Andrucha, el niño escuchimizado y parlanchín, su compañero de infancia.
– ¿Dónde está Lisa? – preguntó el Príncipe respondiendo con una sonrisa a las palabras de su hermana.
–Está muy cansada. Se ha dormido en el diván de mi habitación. ¡Ah, Andrés! Tu mujer es un tesoro-dijo, sentándose en el diván ante su hermano-. Es una verdadera niña, una niña encantadora, alegre, a quien no sabes cómo quiero. – El príncipe Andrés calló, pero la Princesa observó la expresión irónica y desdeñosa que apareció en su semblante -. Hay que ser indulgente con las pequeñas debilidades humanas. ¿Quién no tiene debilidades en este mundo, Andrés? Recuerda que ha sido educada en la alta sociedad y que hoy su situación no es muy feliz. Hemos de situarnos en el lugar de los demás. Comprender es perdonar. Piensa que para ella, la pobre, es triste tener que separarse de su marido y quedarse sola en el campo en el estado en que se encuentra, después de la vida a que está acostumbrada… Es muy triste.
Y el príncipe Andrés, mirando a su hermana, sonrió como se sonríe ante las personas que creemos conocer a fondo.
–Tú vives también en el campo y, sin embargo, no te encuentras tan triste – dijo.
– Mi caso es muy distinto. ¿Por qué hemos de hablar de mí? No deseo otra vida ni puedo desearla, porque no conozco ninguna más. Créeme, Andrés. Para una mujer joven y habituada al gran mundo, enterrarse en el campo en plena juventud, sola. porque papá está siempre atareado y yo…, ya lo sabes…, tengo muy pocos recursos aunque soy una mujer acostumbrada al trato de la sociedad más distinguida…
–María, dime, con franqueza; me parece que más de una vez te hace sufrir el carácter de papá – dijo el príncipe Andrés expresamente para sorprender o poner a prueba a su hermana hablando con tanta ligereza de su padre.
– Tú eres muy bueno, Andrés, pero tienes llamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado – dijo la Princesa siguiendo antes el hilo de sus pensamientos que no el de la conversación -. ¿Quién puede juzgar a su padre? Y si esto fuera posible, ¿qué otra cosa distinta de la veneración se puede sentir por un hombre como él? Estoy muy contenta y me siento muy feliz. Deseo tan sólo que todos lo sean tanto como yo. – El hermano bajó la cabeza con desconfianza -. Si he de decirte la verdad, Andrés, solamente una cosa me es penosa: las ideas religiosas de papá. No puedo comprender como un hombre de tan gran talento como el suyo no pueda ver lo que es claro como la luz y se pierda de este modo. Ésta es mi única pena. No obstante, de un cierto tiempo a esta parte observo en él como una sombra de mejoría. Sus bromas no son tan incisivas, y no hace mucho recibió a un monje y habló con él un gran rato.
– ¡Ah, hermana! Temo que gastes inútilmente tu pólvora con estas frases – dijo el príncipe Andrés, burlón y tierno a la vez.
– ¡Ah, hermano! Únicamente rezo a Dios y espero que me escuche – dijo tímidamente María después de un instante de silencio -. Quisiera pedirte algo muy importante.
– ¿Qué quieres, querida?
–No. Prométeme que no me lo negarás. No te costará nada y no es nada indigno de ti. Para mí sería un gran anhelo. Prométeme, Andrés-dijo hundiendo la mano en su bolso y cogiendo algo, pero sin enseñárselo todavía ni indicar qué era el objeto que motivaba la petición, como si no pudiera sacar aquello antes de haber obtenido la promesa que pedía. Luego dirigió a su hermano una mirada tímida, suplicante.
– ¿Y