tranquilo.
Andrés calló. Le era agradable y le disgustaba a la vez saberse comprendido por su padre. El viejo se levantó y le entregó la carta.
– Escucha – le dijo -. No te preocupes por tu mujer. Se hará cuanto humanamente sea posible. Ahora escúchame. Aquí tienes una carta para Mikhail Ilarionovitch. Le escribo para que te dé un empleo y no te deje mucho tiempo de ayudante de campo. Es un mal trabajo ese. Dile que me acuerdo mucho de él y que le quiero. Escríbeme contándome el recibimiento que te haya hecho. Si te recibe bien, continúa sirviéndole. El hijo de Nicolás Andreievitch Bolkonski no servirá nunca a nadie por favor. Bien, ven aquí. – Hablaba tan deprisa que no pronunciaba la mitad de las palabras; pero su hijo ya estaba acostumbrado a oírle y lo comprendía todo. Acompañó a éste al lado del escritorio, lo abrió, cogió una caja y sacó de ella un cuaderno cubierto por su letra alta y apretada -. Es probable que muera antes que tú. Si esto sucede, has de saber que aquí están mis memorias. Después de mi muerte se las envías al Emperador. Aquí tienes los billetes de Lombart y una carta. Es un premio para el que escriba la historia de la guerra de Suvorov. Hay que enviarlo a la Academia. Aquí están mis notas. Léelas cuando haya muerto. Encontrarás cosas útiles.
Andrés no dijo a su padre que seguramente viviría todavía muchos años, y comprendió que no había tampoco necesidad de decírselo.
– Haré cuanto me dices, papá.
– Bien. Ahora, adiós.
Le dio la mano para que la besara y le abrazó.
– Recuerda, príncipe Andrés, que, si te matan, tu muerte será para mí, para un viejo, muy dolorosa… -Calló. De pronto dijo con voz aguda -: Y que para mí sería una vergüenza que no te comportaras como hijo de Nicolás Bolkonski.
– No tenías que haberme dicho esto, papá – replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silencio -. También quería pedirte – añadió – que si yo muriese y me naciera un hijo, lo conservaras a tu lado, como te dije ayer. Que se eduque contigo, te lo ruego.
– Esto quiere decir que no se lo deje a tu mujer, ¿verdad? – dijo el viejo riendo.
Estaban frente a frente, silenciosos. Los inquietos ojos del anciano miraban fijamente a los de su hijo. Algo temblaba en la parte inferior del semblante del viejo Príncipe.
– Ya nos hemos dicho adiós. Ve – dijo de pronto -, ve. – Y con voz enojada abrió la puerta del gabinete.
– ¿Qué ocurre, qué ocurre? – preguntó la princesa María viendo al príncipe Andrés y al viejo, que gritaba como si estuviese encolerizado y aparecía en el umbral con su camisón blanco, sin peluca y con las enormes antiparras.
El príncipe Andrés suspiró y no repuso nada.
– Vaya – dijo dirigiéndose a su mujer. Y este «vaya» tenía un tono burlón y frío. Parecía que quisiera decir: «Anda, haz todas las muecas que tengas que hacer.»
– ¿Ya, Andrés? – dijo la pequeña Princesa palideciendo y mirando temerosa a su marido.
Él la besó. Ella dio un grito y cayó desmayada en sus brazos.
El Príncipe la sostuvo suavemente, le miró la cara y la dejó con cuidado sobre una butaca.
– Adiós, María – dijo con ternura a su hermana. La besó y salió de la habitación con paso rápido.
Mademoiselle Bourienne friccionaba el pulso de la Princesa echada en la butaca. La princesa María la sostenía; con sus bellos ojos tristes miraba a la puerta por donde había desaparecido el príncipe Andrés y se santiguaba. En el gabinete oíanse, repetidos y violentos, como si fueran golpes, los ruidos que el viejo producía al sonarse. En cuanto el príncipe Andrés hubo salido, se abrió bruscamente la puerta del gabinete y la severa figura del viejo, con el camisón blanco, apareció en el umbral.
– ¿Se ha marchado? Está bien – dijo mirando severamente a la Princesa desmayada. Bajó la cabeza con actitud de descontento y cerró la puerta de un empellón.
SEGUNDA PARTE
I
En octubre de 1805, el ejército ruso ocupaba las ciudades y los pueblos del archiduque de Austria, y otros regimientos procedentes de Rusia, que constituían una pesada carga para los habitantes, acampaban cerca de la fortaleza de Braunau, cuartel general del general en jefe Kutuzov.
El 11 de octubre de aquel mismo año, uno de los regimientos de infantería, que acababa de llegar a Braunau, formaba a media milla de la ciudad, esperando la revista del Generalísimo. Con todo y no ser rusa la localidad, veíanse de lejos los huertos, las empalizadas, los cobertizos de tejas y las montañas; con todo y ser extranjero el pueblo y mirar con curiosidad a los soldados, el regimiento tenía el aspecto de cualquier regimiento ruso que se preparase para una revista en cualquier lugar del centro de Rusia. Por la tarde, durante la última marcha, había llegado la orden de que el general en jefe revistaría a las tropas en el campamento.
Por la larga y amplia carretera vecina, flanqueada de árboles, avanzaba rápidamente, con ruido de muelles, una gran carretela vienesa de color azul. Tras ella seguía el cortejo y la guardia de croatas. Al lado de Kutuzov hallábase sentado un general austriaco, vestido con un uniforme blanco que contrastaba notablemente al lado de los uniformes negros de los rusos. La carretela se detuvo cerca del regimiento. Kutuzov y el general austriaco hablaban en voz baja. Cuando bajaron el estribo del carruaje, Kutuzov sonrió un poco, como si allí no se encontraran aquellos dos mil hombres que le miraban conteniendo el aliento. Oyóse el grito del jefe del regimiento. Éste se estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un silencio de muerte, oyóse la débil voz del Generalísimo. El regimiento dejó oír un alarido bronco:
– ¡Viva Su Excelencia!
Y de nuevo quedó todo en silencio. De momento, Kutuzov permaneció en pie, en su mismo lugar, mientras desfilaba el regimiento. Después, andando, acompañado del general vestido de blanco y de su séquito, pasó ante las filas. Por el modo que el jefe del regimiento saludaba al Generalísimo, sin separar de él los ojos; por el modo de caminar inclinado entre las filas de soldados, siguiendo sus menores gestos, pendiente de cada palabra y de cada movimiento del Generalísimo, veíase claramente que cumplía sus deberes de sumisión con mucho más gusto aún que sus obligaciones de general. El regimiento, gracias a la severidad y a la atención de su general, hallábase en mejor estado con relación a los que habían llegado a Braunau simultáneamente. Había únicamente doscientos diecisiete rezagados y enfermos y todo estaba mucho más atendido, excepto el calzado.
Kutuzov pasaba ante las filas de soldados y se detenía a veces para dirigir algunas palabras amables a los oficiales de la guerra de Turquía a quienes iba reconociendo, y también a los mismos soldados. Viendo los zapatos de la tropa, bajó con frecuencia la cabeza tristemente, mostrándoselos al general austriaco, como no queriendo culpar a nadie, pero sin poder disimular que estaban en muy mal estado. Constantemente, el jefe de toda aquella tropa corría hacia delante, temeroso de perder una sola palabra pronunciada por el Generalísimo con respecto a su tropa. Detrás de Kutuzov, a una distancia en que las palabras, incluso pronunciadas a media voz, podían ser oídas, marchaban veinte hombres del séquito, quienes conversaban entre sí y reían de vez en cuando. Un ayudante de campo, de arrogante aspecto, seguía de cerca al Generalísimo. Era el príncipe Bolkonski y hallábase a su lado su compañero Nesvitzki, un oficial de graduación superior, muy alto y grueso, de cara afable, sonriente, y ojos dulces. Nesvitzki, provocado por un oficial de húsares que iba cerca de él, a duras penas podía contener la risa. El oficial de húsares, sin sonreír siquiera, sin cambiar la expresión de sus ojos fijos, con una cara completamente seria, miraba la espalda del jefe del regimiento, remedando todos sus movimientos. Cada vez que el General temblaba y se inclinaba hacia delante, el oficial de húsares temblaba y se inclinaba también. Nesvitzki reía y tocaba a los que tenía más próximos, para que observaran la burla de su compañero.
Kutuzov pasaba lentamente ante aquellos millares de ojos que parpadeaban para ver a su jefe. Al encontrarse ante la tercera compañía, detúvose de pronto. El séquito, que no