lejos, sobre la montaña situada ante el río, no veíase aún desde el puente, y el horizonte se encontraba limitado a una media versta de distancia por un collado por donde se deslizaba un arroyuelo. Hacia delante extendíase una especie de desierto donde maniobraban unas patrullas de cosacos. De pronto, sobre las lomas opuestas a la carretera, aparecieron tropas con capotes azules y artillería. Eran franceses. El destacamento de cosacos se dirigió al trote hacia las lomas. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de Denisov, a pesar de que procuraban hablar de cosas indiferentes y miraban de soslayo, no cesaban de pensar en lo que se preparaba al pie de la montaña y contemplaban constantemente las manchas que producían en el horizonte las tropas enemigas.
Al mediodía aclaró el tiempo otra vez y cayó el sol a plomo sobre el Danubio y las montañas oscuras que le rodeaban. No corría ni la más insignificante brisa y de vez en cuando llegaban desde la montaña el sonido de los clarines y el grito del enemigo. Entre el escuadrón y éste no veíase a nadie, a excepción de algunas patrullas; un espacio vacío de unas trescientas sagenes les separaba. El enemigo había dejado de disparar y la línea terrible, inabordable e inalcanzable, que dividía los dos campos adversarios hacíase aún más sensible.
– El diablo sabe lo que se traen entre manos – gruñó Denisov-. ¡Eh, Rostov!-gritó al joven, que parecía muy contento -. Por fin se te ve – y sonrió con aire de aprobación, evidentemente muy satisfecho del suboficial.
Rostov, en efecto, sentíase completamente feliz. En aquel momento apareció un jefe en el puente y Denisov acercóse a él al galope.
– Excelencia, permítame atacar. Yo les haré retroceder.
– ¿Cómo habla usted de ataque? – dijo el jefe con voz enojada, frunciendo el entrecejo, como si quisiera apartar de sí una mosca molesta -. ¿Qué hace usted aquí? ¿No ve que se retira a la descubierta? Haga retroceder al escuadrón.
El escuadrón atravesó el puente y se colocó fuera de tiro, sin perder un solo hombre. Después del escuadrón pasó otro, que se encontraba en línea, y los últimos cosacos abandonaron aquel lado del río.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado atravesaron el puente, uno tras otro, en dirección a la montaña. El coronel Karl Bogdanitch Schubert se acercó al escuadrón de Denisov y siguió su camino no lejos de Rostov sin prestarle la menor atención.
Jerkov, que no hacía mucho había dejado el regimiento de Pavlogrado, se acercó al coronel. Después de su destitución del Estado Mayor no se quedó en el regimiento, alegando que no era tan tonto como para trabajar en filas cuando en el Estado Mayor, sin hacer nada, podía ganar muchas más condecoraciones; y con esta idea había conseguido hacerse nombrar oficial a las órdenes del príncipe Bagration. Ahora iba a dar una orden del general de retaguardia a su antiguo jefe.
– Coronel – dijo con sombrío aspecto -, se ha dado la orden de detención y de prender fuego al puente.
–¿Quién lo ha mandado? -preguntó el Coronel con aspereza.
– No lo sé, Coronel – replicó seriamente Jerkov -, pero el Príncipe me ha ordenado esto: «Ve y dí al Coronel que los húsares retrocedan tan deprisa como puedan y que incendien el puente.»
Detrás de Jerkov, un oficial de la escolta se dirigió al Coronel de húsares con la misma orden. Tras él, montando un caballo cosaco que a duras penas podía manejar, galopaba el corpulento Nesvitzki.
– Coronel – gritó galopando aún -, le he dicho a usted que incendiaran el puente. ¿Quién ha rectificado mi orden? Parece que todos se hayan vuelto locos.
El Coronel detuvo al regimiento sin mucha prisa y se dirigió a Nesvitzki.
– Me ha hablado usted de materias inflamables – dijo -, pero no me ha dicho nada con respecto a prender fuego al puente.
– ¿Cómo se entiende? – dijo Nesvitzki quitándose la gorra y alisándose con la mano los cabellos, empapados en sudor -. ¿Cómo es posible que no le haya dicho yo que prendiera fuego al puente si se han colocado en él materias inflamables? Amigo mío…
– Yo no soy para usted ningún «amigo mío», señor oficial de Estado Mayor, y no me ha dicho que prendiera fuego al puente. Sé muy bien mi obligación y acostumbro cumplir estrictamente las órdenes que se me dan. Usted me ha dicho: «Prenderán fuego al puente.» Pero ¿quién? No puedo saberlo, diablo.
– Siempre ocurre lo mismo – dijo Nesvitzki con un ademán -. ¿Qué haces aquí? – preguntó a Jerkov.
–He venido a dar la misma orden. Vienes muy mojado. Acércate, acércate…
– ¿Qué dice usted, señor oficial? – continuó el Coronel con tono ofendido.
– Coronel – le interrumpió el oficial de la escolta -, hay que darse prisa o de lo contrario el enemigo acercará sus cañones hasta ponerlos a tiro de metralla.
El Coronel miró en silencio al oficial de la escolta, al corpulento oficial de Estado Mayor Jerkov y frunció el entrecejo.
– Incendiaré el puente – dijo con voz solemne, como si quisiera dar a entender que, a pesar de todos los disgustos que se le ocasionaban, haría todo cuanto fuera necesario hacer. Y espoleando al caballo con sus piernas largas y musculosas, como si el animal tuviera la culpa de todo, el Coronel avanzó y ordenó al segundo escuadrón, aquel en, que servía Rostov bajo las órdenes de Denisov, que volviera al puente.
Las caras alegres de los soldados del escuadrón cobraron la expresión severa que tenían cuando se encontraban bajo las granadas. Rostov miró al Coronel, sin bajar los ojos. Pero el Coronel no se volvió ni una sola vez a Rostov, y, como siempre, desde las filas miraba con altivez y solemnidad. El escuadrón esperaba la orden.
– Aprisa, aprisa – gritaban en torno suyo algunas voces.
Colgando los sables de las sillas, con gran ruido de espuelas, precipitábanse a caballo los húsares, sin saber siquiera lo que iban a hacer. Los soldados se santiguaban. Rostov no miraba ya al Coronel ni tenía tiempo de hacerlo. Tenía miedo. Su corazón latía, temiendo que los húsares llegasen tarde. Cuando entregó su caballo al soldado le temblaba la mano y sintió que la sangre afluía a oleadas a su corazón. Denisov pasó ante él, gritando algo. Rostov no veía sino a los húsares que corrían en torno suyo, tropezando con las espuelas y produciendo un gran ruido con los sables.
– ¡Camilla! – gritó una voz tras él.
Rostov no se dio cuenta de lo que significaba la petición de una camilla. Corría, procurando tan sólo llegar el primero; pero cerca ya del puente dio un paso en falso y cayó de bruces sobre el pisoteado y pegajoso barro. Los demás pasaron ante él.
– Por ambos lados, teniente – decía la voz del Coronel, que, a caballo constantemente, avanzaba o retrocedía cerca del puente, con la cara triunfante y alegre.
Rostov, limpiándose las manos sucias de barro en el pantalón, miró al Coronel y quiso correr más allá, imaginándose que cuanto más lejos fuera mejor quedaría. Pero fuera que Bogdanitch no le hubiese mirado o reconocido, le llamó con cólera.
– ¿Quién es ese que corre por el centro del puente? ¡A la derecha, suboficial, a la derecha y atrás! – y se dirigió a Denisov, quien, valeroso y audaz, paseábase a caballo sobre las maderas del puente.
– ¿Para qué servirá esa imprudencia, capitán? Mejor será que desmonte.
– ¡Bah! Solamente cae el que ha de caer – replicó Denisov volviéndose sobre la fila.
Mientras tanto, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta continuaban de pie, agrupados y fuera de tiro, contemplando aquel puñado de hombres con gorras amarillas, guerreras verde oscuro con brandeburgos y pantalones azules, que avanzaban de lejos, y el grupo de hombres con los caballos, entre los cuales podían distinguirse fácilmente los cañones.
¿Conseguirían o no prender fuego al puente? ¿Quién sería el primero? ¿Lo incendiarían y podrían huir, o bien los franceses se acercarían lo bastante para ametrallarlos y no dejar a uno solo con vida? Estas preguntas acudían voluntariamente a todos