dejar solos al Abate y a Pedro y, llegándose a ellos, hizo que la acompañasen al grupo común.
En aquel momento, un nuevo invitado entró en el salón. Era el joven príncipe Andrés Bolkonski, el marido de la pequeña Princesa. El príncipe Bolkonski era un joven bajo, muy distinguido, de rasgos secos y acentuados. Toda su persona, comenzando por la mirada fatigada e iracunda, hasta su paso, lento y uniforme, ofrecía el más acentuado contraste con su pequeña mujer, tan animada. Evidentemente, conocía a todos los que se encontraban en el salón, y le molestaban tanto que le era muy desagradable mirarlos y escucharlos; y de todas aquellas fisonomías, la que parecía molestarle más era la de su mujer. Con una mueca que alteraba su correcto rostro, le volvió la cara. Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entornando los ojos dirigió una mirada por toda la reunión.
– ¿Se va usted a la guerra, querido Príncipe? -preguntó Ana Pavlovna.
– El general Kutuzov – replicó Bolkonski recalcando la última sílaba, como si fuera francés – me quiere por ayuda de campo.
– ¿Y Lisa, su esposa?
– Se irá fuera de la ciudad.
– Es un gran pecado privarnos de su gentil compañía.
– Andrés – dijo la Princesa dirigiéndose a su marido con el mismo tono de coquetería con que se dirigía a los extraños-, ¡qué anécdotas nos ha contado el Vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!
El príncipe Andrés cerró los ojos y se volvió. Pedro, que desde que el Príncipe había entrado en el salón no había separado de él su mirada alegre y amistosa, se acercó y le estrechó la mano. El Príncipe, sin moverse, contrajo la cara con un gesto que expresaba desprecio por quien le saludaba, pero al darse cuenta de la cara iluminada de Pedro sonrió con una sonrisa inesperada, buena y amable.
– ¡Vaya! ¡Tú también en el gran mundo! -le dijo.
– Sabía que vendría usted – repuso Pedro -. Cenaré en su casa – añadió en voz baja, para no interrumpir al Vizconde, que continuaba su narración -. ¿Puede ser?
– No, imposible – dijo el príncipe Andrés, riendo y estrechando la mano de Pedro de tal modo que comprendiese que aquello no podía preguntarlo nunca. Quería decir algo más, pero en aquel momento el príncipe Basilio se levantó, acompañado de su hija, y los dos hombres se separaron para dejarlos pasar.
– Ya me disculpará usted, querido Vizconde – dijo el príncipe Basilio en francés, apoyándose suavemente en su brazo para que no se levantase -. Esta desventurada fiesta del embajador me priva de una alegría y me obliga a interrumpirle. Me duele tener que abandonar tan encantadora reunión – dijo a Ana Pavlovna; y la princesa Elena, sosteniendo penosamente los pliegues de su vestido, pasó entre las sillas y su sonrisa iluminó más que nunca su hermoso rostro.
Cuando pasó ante Pedro, éste la miró con ojos asustados y entusiastas.
– Es muy bella – dijo el príncipe Andrés.
– Mucho – contestó Pedro.
Al pasar ante ellos, el príncipe Basilio cogió a Pedro de la mano y, dirigiéndose a Ana Pavlovna, dijo:
– Amánseme a este oso. Hace un mes que no sale de casa, y ésta es la primera vez que le veo en sociedad. Nada hay tan indispensable a los jóvenes como la compañía de las mujeres inteligentes.
IV
Ana Pavlovna, con una sonrisa amable, prometió ocuparse de Pedro, que, tal como ella sabía, era pariente del príncipe Basilio por parte de padre.
– ¿Qué le parece a usted esa comedia de la coronación de Milán? – preguntó Ana al príncipe Andrés -. ¿Y esa otra comedia del pueblo de Lucca y de Génova, que presentan sus homenajes a monsieur Bonaparte, sentado en un trono y recibiendo los votos de las naciones? ¡Encantador! ¡Oh, no, créame! ¡Es para volverse loca! Diríase que el mundo entero ha perdido el juicio.
El príncipe Andrés sonrió, mirando a Ana Pavlovna de hito en hito.
– «Dieu me la donne, gare a qui la touche», dijo Bonaparte con motivo de su coronación – respondió el Príncipe, y repitió en italiano las palabras de Napoleón -: «Dio mi la dona, gai a qui la tocca.»
– Espero que, finalmente – continuó Ana Pavlovna -, haya sido esto la gota de agua que haga derramar el vaso. Los soberanos del mundo ya no pueden soportar más a este hombre que todo lo amenaza.
– ¿Los soberanos? No hablo de Rusia – dijo amable y desesperadamente el Vizconde -. Los soberanos, señora, ¿qué han hecho por Luis XVI, por la Reina, por Madame Elizabeth? Nada – continuó, animándose -. Y, créame, ahora sufren el castigo de su traición a la causa de los Borbones. ¿Los soberanos? Envían embajadores a cumplimentar al usurpador.
Y con un suspiro de menosprecio adoptó una nueva postura.
– Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia – siguió diciendo, con la actitud del hombre que no escucha a los demás y que en un asunto que domina sigue exclusivamente el curso de sus ideas -, entonces las cosas irán mucho más lejos. La sociedad, y hablo de la buena sociedad francesa, será destruida para siempre por la intriga, por la violencia, por el destierro y por los suplicios. Y entonces…
Se encogió de hombros y abrió los brazos. Pedro hubiese querido decir algo, porque la conversación le interesaba, pero Ana Pavlovna, que lo observaba, se lo impidió.
– El emperador Alejandro – dijo Ana con la tristeza que acompañaba siempre a su conversación cuando hablaba de la familia imperial – ha manifestado que dejaría que los franceses mismos decidieran la forma de gobierno que quisieran, y estoy segura de que no puede dudarse que un golpe para librarse del usurpador haría que toda la nación se pusiera en masa al lado de un rey legítimo – dijo, esforzándose en ser amable con el emigrado realista.
– No es seguro – dijo el príncipe Andrés -. El Vizconde cree, y con razón, que las cosas ya han ido demasiado lejos. Creo que la vuelta al pasado será difícil.
– Por lo que he oído – dijo Pedro, que se mezcló en la conversación alegremente -, casi toda la nobleza se ha puesto al lado de Bonaparte.
–Eso lo dicen los bonapartistas – respondió el Vizconde sin mirarle -. Es difícil en estos momentos conocer la opinión pública en Francia.
– Bonaparte lo ha dicho – objetó el príncipe Andrés con una sonrisa. Evidentemente, le disgustaba el Vizconde, y, sin responderle directamente, las palabras estaban dirigidas a él-. «Les he mostrado el camino de la gloria – añadió después de un breve silencio, repitiendo de nuevo las palabras de Napoleón -. No han querido seguirlo. Les he abierto las puertas de mis salones y se han precipitado en ellos en masa.» No sé hasta qué punto tiene derecho a decirlo.
– Hasta ninguno – repuso el Vizconde -. Después del asesinato del Duque, hasta los hombres más parciales han dejado de mirarlo como a un héroe. Lo ha sido para cierta gente – continuó dirigiéndose a Ana Pavlovna -. Después del asesinato del Duque hay un mártir mas en el cielo y un héroe menos en la tierra.
Ana Pavlovna y los demás no habían tenido tiempo aún de aceptar con una sonrisa de aprobación las palabras del Vizconde cuando Pedro se lanzaba de nuevo a la conversación. Ana Pavlovna, a pesar de presentir que iba a decirse algo extemporáneo, no pudo detenerle.
– El suplicio del duque de Enghein – dijo Pedro -era de tal modo una necesidad de Estado que, para mí, precisamente la grandeza de alma está en que Napoleón no haya vacilado en cargar sobre sí la responsabilidad de este acto.
– ¡Dios mío, Díos mío! -murmuró aterrorizada Ana Pavlovna.
– Es decir, monsieur Pedro, ¿consideráis que el asesinato es una grandeza de alma? – dijo la pequeña Princesa sonriendo y acercándose la labor.
– ¡Ah! ¡Oh! – exclamaron varias voces.
– ¡Capital! – dijo en inglés el príncipe Hipólito,