príncipe Andrés entrando y frotándose las finas y blancas manos.
Pedro giró tan bruscamente todo el cuerpo que crujió el diván, y, mirando al príncipe Andrés, hizo un ademán con la mano.
– No; este Abate es muy interesante, pero no ve las cosas tal como son. Para mí, la paz universal es posible, pero…, no sé cómo decirlo…, pero esto no traerá nunca el equilibrio político.
Veíase claramente que al príncipe Andrés no le interesaba esta abstracta conversación.
–Amigo mío, no puede decirse en todas partes lo que se piensa. Y bien, ¿has decidido algo? ¿Ingresarás en el ejército o serás diplomático?-preguntó el Príncipe tras un momento de silencio.
Pedro se sentó con las piernas cruzadas sobre el diván.
– ¿Quiere usted creer que todavía no lo sé? No me gusta ni una cosa ni otra.
– Pero hay que decidirse. Tu padre espera.
A los diez años, Pedro había sido enviado al extranjero con un abate preceptor, y había permanecido allí hasta los veinte. Cuando regresó a Moscú, el padre prescindió del preceptor y dijo al joven: «Ahora vete a San Petersburgo. Mira y escoge. Yo consentiré en lo que sea. Aquí tienes una carta para el príncipe Basilio, y dinero. Cuéntamelo todo. Ya lo ayudaré.» Tres meses hacía que Pedro se ocupaba en elegir una carrera y no se decidía por ninguna. El príncipe Andrés hablaba de esta elección. Pedro se pasaba la mano por la frente.
– Estoy seguro de que debe de ser masón-dijo, pensando en el Abate que le habían presentado durante la velada.
– Todo eso son tonterías – le contestó, interrumpiéndole de nuevo, el príncipe Andrés -. Más vale que hablemos de tus cosas. ¿Has ido a la Guardia Montada?
– No, no he ido. Pero he aquí lo que he pensado. Quería decirle a usted lo siguiente: estamos en guerra contra Napoleón. Si fuese a la guerra por la libertad, lo comprendería y sería el primero en ingresar en el ejército. Pero ayudar a Inglaterra y a Austria contra el hombre más grande que ha habido en el mundo…, no me parece bien.
El príncipe Andrés se encogió de hombros a las palabras infantiles de Pedro. Su actitud parecía significar que, ante aquella tontería, nada podía hacerse. En efecto, era difícil responder a esta ingenua opinión de otra forma distinta de la que lo había hecho el Príncipe.
– Si todos hicieran la guerra por convicción no habría guerra.
– Eso estaría muy bien – repuso Pedro.
El Príncipe sonrió.
– Sí, es posible que estuviera muy bien, pero no ocurrirá nunca.
– Bien, entonces, ¿por qué va usted a la guerra? – preguntó Pedro.
– ¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy porque… – se detuvo -. Voy porque la vida que llevo aquí, esta vida, no me satisface.
VI
En la habitación de al lado oíase un rumor de ropa femenina. El príncipe Andrés se estremeció como si despertase, y su rostro adquirió la expresión que tenía en el salón de Ana Pavlovna. Pedro retiró las piernas del diván. Entró la Princesa. Llevaba un vestido de casa, elegante y fresco. El príncipe Andrés se levantó y amablemente le ofreció una butaca.
–Frecuentemente me pregunto – dijo la Princesa hablando en francés, como de costumbre, y sentándose con mucho ruido – por qué no se ha casado Ana y por qué vosotros habéis sido tan tontos como para no haberla escogido por mujer. Perdonadme, pero no entendéis nada de mujeres. ¡Qué polemista hay en usted, monsieur Pedro!
– Sí, y hasta discuto siempre con su marido. No comprendo por qué quiere ir a la guerra – dijo Pedro, dirigiéndose a la Princesa sin los miramientos habituales en las relaciones entre un joven y una mujer joven también.
La Princesa se estremeció. Evidentemente, las palabras de Pedro la herían en lo vivo.
– ¡Ah, ah! ¿Ve usted? Es lo mismo que yo digo – dijo -. No comprendo por qué los hombres no pueden vivir sin guerras. ¿Por ventura, nosotras, las mujeres, no tenemos necesidad de nada? Y bien, ya lo ven. Juzguen ustedes mismos. Yo siempre lo he dicho… Mi marido es ayudante de campo de su tío. Posee una situación más brillante que nadie. Todos le conocen y todos le aprecian mucho. No hace muchos días que en casa de los Apraxin oí decir a una señora: «¿Éste es el célebre príncipe Andrés? ¡Vaya!», y sonrió. Es muy bien recibido de todos y puede llegar fácilmente a ser ayuda de campo del Emperador. Éste le habla con mucha deferencia. Hemos creído que todo esto sería muy fácil de arreglar con Ana. ¿Qué le parece a usted?
Pedro miró al príncipe Andrés y, viendo que le disgustaba esta conversación, permaneció en silencio.
– ¿Cuándo se va? – preguntó.
– ¡Ah! No me hable de esa marcha, no me hable. No quiero oír hablar de ello – dijo la Princesa, con el tono caprichoso que tenía cuando hablaba con Hipólito en el salón, pero que contrastaba visiblemente en un círculo de familia del cual Pedro era uno de los miembros -. ¡Pensar que una ha de interrumpir todas las relaciones más apreciables… ! Y después… Ya lo sabes, Andrés – abría sus grandes ojos a su marido -. ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! – murmuró, y sus hombros se estremecieron.
Su marido la miró, como extrañado de darse cuenta de que en la habitación hubiese todavía alguien más fuera de Pedro y de él, y con una fría galantería y en tono interrogador preguntó a su esposa:
– ¿Miedo de qué, Lisa? No comprendo…
– Ya ve usted si son egoístas los hombres. Todos, todos, unos egoístas. Me deja porque quiere. Dios sabe por qué. Y para encerrarme sola en el campo.
–No olvides que estarás con mi padre y mi hermana -dijo en voz baja el príncipe Andrés.
– Como si fuera sola – contestó ella -. Sin mis amistades. Y quiere que no tenga miedo – y el tono de su voz era de rebeldía; su pequeño labio se levantaba, dándole a la cara no la expresión sonriente, sino la bestial de una ardilla. Calló, como si considerase inconveniente hablar ante Pedro de su embarazo, porque en esto radicaba todo el sentido de su discusión.
–No comprendo por qué tienes miedo-dijo lentamente el príncipe Andrés sin apartar la vista de su mujer.
La Princesa, sofocada, agitaba desesperadamente los brazos.
– No, Andrés. Te digo que has cambiado mucho, mucho.
– El médico te ha ordenado que te acuestes más temprano – murmuró el Príncipe -. Harás muy bien acostándote.
La Princesa no respondió, y, de pronto, su breve y corto labio cubierto de vello rubio tembló. El Príncipe se levantó y, encogiéndose de hombros, comenzó a pasearse por la estancia.
Pedro, por encima de los lentes, miraba con sorpresa e ingenuidad tanto al Príncipe como a su esposa. Hizo un movimiento como para levantarse, pero reflexionó y continuó sentado.
– ¿Y qué importa que esté monsieur Pedro? – dijo de pronto la Princesa; y su hermoso rostro se transformó bruscamente bajo la mueca de un fingido sollozo -. Hacía mucho tiempo que quería preguntártelo, Andrés. ¿Por qué has cambiado tanto para mí? ¿Qué te he hecho? Te vas a la guerra y no me compadeces. ¿Por qué?
– ¡Lisa! – dijo tan sólo el príncipe Andrés, y en esta palabra había al mismo tiempo un ruego y una amenaza, y sobre todo la confianza absoluta de que ella se detendría al escucharla.
Pero su esposa continuó apresuradamente:
– Me tratas como si fuera una enferma o una niña. Lo veo claramente. ¿Hacías esto seis meses atrás?
– ¡Lisa, por favor, no sigas! – continuó el Príncipe, con un gesto más expresivo.
Pedro, cada vez más desconcertado por esta conversación, se levantó y se acercó a la Princesa. Parecía