pero de una belleza muy distinta. Boris era alto, rubio, de facciones finas y regulares y expresión tranquila y correcta. Nicolás no era tan alto, tenía los cabellos rizados y su rostro era absolutamente franco; en el labio superior le apuntaba ya un bozo negro, y de todo él parecía desprenderse la animación y el entusiasmo.
Nicolás ruborizóse en cuanto entró en el salón. Parecía como si quisiera decir algo y no encontrase las palabras justas. Boris, por el contrario, se repuso inmediatamente y contó, tranquilo y bromeando, que conocía a la muñeca Mimí desde niña, cuando tenía aún la nariz entera, que en cinco años había envejecido mucho y que le habían vaciado el cráneo. Contando todo esto miraba sin cesar a Natacha. Ésta se volvió hacia él, miró a su hermano pequeño, que, con los ojos cerrados, reía conteniendo el estallido de una carcajada, y no pudiendo contenerse más, la muchacha salió del salón tan deprisa como se lo permitían sus ágiles piernas. Boris no reía.
– Me parece que también tú quieres irte, mamá. Necesitas el coche – dijo, dirigiéndose sonriente a su madre.
– Sí, ve y dí que enganchen los caballos – replicó su madre, sonriendo también.
Boris salió lentamente detrás de Natacha.
El chiquillo corpulento corrió furioso tras ellos. Parecía muy disgustado de que le hubiesen estorbado en sus ocupaciones.
IX
Sin contar a la hija mayor de la Condesa, Vera – que tenía cuatro años más que la pequeña y se consideraba un personaje -, y la hija de la visitante, de todo el grupo de jóvenes tan sólo Nicolás y Sonia, la sobrina, quedaron en el salón. Sonia era una jovencita morena, poco desarrollada, de ojos dulces sombreados por unas largas pestañas; una gruesa trenza negra dábale dos vueltas a la cabeza, y la piel de su rostro, sobre todo la del cuello y la de sus desnudos brazos, delgados pero musculados y graciosos, tenía un tono aceitunado. Por la armonía de sus movimientos, la finura y la gracia de sus miembros y sus maneras un poco artificiales y reservadas parecía una gatita no formada aún, pero que, andando el tiempo, llegaría a ser una gata magnífica. Sin duda alguna creía conveniente demostrar con su sonrisa que tomaba parte en la conversación general, pero, a pesar suyo, sus ojos, bajo las largas y espesas pestañas, miraban sin cesar al primo que marchaba a incorporarse al ejército; mirábalo con una adoración tan apasionada que, en muchos momentos, su sonrisa no podía engañar a nadie, y veíase claramente que la gatita no se había recogido en sí misma sino para saltar con mayor violencia y jugar luego con su primo, excelente presa, en cuanto Boris y Natacha hubiesen salido del salón.
– Sí, querida – dijo el viejo Conde dirigiéndose a la visitante y señalando a su hijo Nicolás-. Su amigo Boris ha sido nombrado oficial y, por amistad, no quiere separarse de él. Abandona la universidad, me deja solo, a mí, a un viejo, para ingresar en el ejército. Y su nombramiento en la Dirección de Archivos era ya cosa hecha. ¿Es ésta la amistad? – concluyó el Conde, interrogando.
– Dicen que ya ha sido declarada la guerra – replicó la visitante.
– Sí; hace ya mucho tiempo que se dice – repuso el Conde -; se dice, se dice, y eso es todo. Ésta es la amistad, querida – repitió -. Ingresa como húsar.
La visitante bajó la cabeza, no sabiendo qué contestar.
– No es por amistad – dijo Nicolás exaltándose y colocándose a la defensiva, como si hubieran proferido contra él una vergonzosa calumnia -. No por amistad, sino simplemente porque siento la vocación militar.
Volvióse a su prima y a la hija de la visitante; ambas le miraban con aprobación.
– Hoy comerá Schubert con nosotros, el comandante de húsares de Pavlogrado. Se encuentra aquí con permiso y se lo llevará con él. ¡Qué vamos a hacerle! – dijo el Conde encogiéndose de hombros y hablando con indiferencia de este asunto, que le ocasionaba una verdadera pena.
– Ya te he dicho, papá – replicó el oficial -, que si no me dejabais marchar me quedaría. Pero sé muy bien que no sirvo para nada que no sea para el ejército. No soy ni diplomático ni funcionario. No quiero ocultar mis pensamientos – añadió, mirando con la coquetería de los jovencitos que se creen oportunos a Sonia y a la bella joven.
La gatita, con la mirada fija en él, parecía a cada segundo dispuesta a jugar y poner de manifiesto su naturaleza felina.
– Bien. ¡No hablemos más! – dijo el anciano Conde -Siempre se exalta de este modo. El tal Bonaparte se sube a la cabeza de todo el mundo; todos creen ser como él; de teniente a emperador. Que Dios haga…-dijo, sin advertir la sonrisa burlona de la visitante.
Los mayores comenzaron a hablar de Bonaparte. Julia, la hija de la princesa Kuraguin, se dirigió al joven Rostov:
– Fue una lástima que el jueves no hubiese usted ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mucho sin usted – añadió sonriendo tiernamente.
Él, halagado, se acercó a ella con la coqueta sonrisa de la juventud y comenzó una conversación aparte con Julia, que sonreía y no se daba cuenta de que su sonrisa era una puñalada de celos dirigida al corazón de Sonia, que, ruborizada, se esforzaba en aparentar indiferencia. Pero, en la conversación, la miró. Sonia le lanzó una mirada rencorosa y apasionada y, conteniendo violentamente sus lágrimas, con una sonrisa indiferente en los labios, se levantó y salió de la sala. Desapareció toda la animación de Nicolás. Esperó el primer intervalo en la conversación y, con la inquietud reflejada en el semblante, salió también de la sala en busca de Sonia.
X
Cuando Natacha salió de la sala, corrió hasta el invernadero. Una vez allí, se detuvo y escuchó las conversaciones del salón mientras esperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientarse, a patear el suelo y a sentir violentos deseos de llorar porque no aparecía inmediatamente, cuando se oyó el rumor de los pasos, ni premiosos ni rápidos, pero seguros, del joven. Natacha echó a correr entonces y se escondió tras los arbustos.
Boris se detuvo en el centro del invernadero. Con la mano se sacudió el polvo del uniforme. Acercóse luego al espejo y contempló en él su arrogante figura. Natacha le miraba desde su escondite, observando todos sus movimientos. Boris paróse aún un momento ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha intentó llamarle, pero se detuvo. «Que me busque», pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia entró corriendo por el lado opuesto, sofocada y murmurando palabras de rabia a través de sus lágrimas. Natacha reprimió el impulso de correr hacia ella y no se movió de su escondite, observando todo lo que sucedía en torno suyo. Experimentaba con ello un desconocido y particular placer. Sonia musitaba algo, con la mirada fija en la puerta del salón. Por ésta apareció Nicolás.
– ¿Qué tienes, Sonia? ¿Qué te ocurre? – le preguntó Nicolás acercándose a ella.
– Nada, nada. Déjame – sollozó Sonia.
– No, ya sé lo que tienes.
–Pues si lo sabes, déjame.
– Sonia, escúchame. ¿Por qué hemos de martirizarnos por una tontería?-preguntó Nicolás cogiéndole las manos.
Sonia las abandonó entre las suyas y dejó de llorar.
Natacha, inmóvil, conteniendo la respiración, con los ojos brillantes, miraba desde su escondite. «¿Qué ocurrirá ahora?», pensaba.
– Sonia, el mundo no significa nada para mí. Tú lo eres todo – dijo Nicolás -. Te lo demostraré.
–No me gusta que hables de este modo.
– Como quieras. Perdóname, Sonia.
Y, acercándola a sí, la besó.
«¡Qué lindo!», pensó Natacha. Y cuando se hubieron alejado del invernadero, salió también y llamó a Boris.
–Boris, ven aquí-dijo dándose importancia y con un brillo pícaro en los ojos -. He de decirte algo. Por aquí, por aquí – y atravesando el invernadero lo condujo hasta su reciente escondite. Boris la seguía, sonriendo.
– ¿Qué