Leon Tolstoi

Guerra y Paz


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príncipe Andrés le detuvo, cogiéndole de la mano.

      – No, espérate. La Princesa es tan amable que no querrá privarme de la satisfacción de pasar la velada contigo.

      – Solamente piensa en él – dijo la Princesa, no pudiendo detener unas lágrimas de rabia.

      – ¡Lisa! – dijo secamente el príncipe Andrés elevando el tono de su voz para demostrar que su paciencia había ya llegado al límite.

      De pronto, la expresión bestial, la expresión de ardilla del rostro despierto de la Princesa, adquirió otra más atrayente que incitaba a la piedad y al temor. Sus hermosos ojos contemplaban a su marido y apareció en su cara una expresión tímida, como la del perro que mueve la cola caída en rápidas y cortas oscilaciones.

      – ¡Dios mío, Dios mío! -dijo la Princesa, y recogiéndose con una mano los pliegues de la falda se acercó a su marido y le besó en la frente.

      – Buenas noches, Lisa – dijo el príncipe Andrés levantándose y besándole gentilmente la mano, como a una extraña.

      Los dos amigos quedaron silenciosos. Ni uno ni otro sabían qué decir. Pedro miraba al Príncipe, que se pasaba la fina mano por la frente.

      –Vamos a cenar-dijo con un suspiro, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.

      Entraron en el comedor, amueblado recientemente, rico y elegante. Todo, desde la vajilla hasta la plata y el cristal, tenía ese sello particular de cosa nueva que se advierte en las casas de los recién casados. A mitad de la cena, el Príncipe se apoyó sobre la mesa. Tenía un aire de enervamiento que Pedro no había observado nunca en él; y, como un hombre que desde hace mucho tiempo tiene el corazón lleno de amargura y se decide finalmente a desahogarse, comenzó a hablar.

      –No te cases nunca, Pedro, nunca. Es el consejo que te doy. No te cases nunca antes de haberte preguntado a ti mismo si has hecho cuanto has podido antes de dejar de querer a la mujer elegida, antes de verla tal como es.

      Pedro se quitó los lentes y su rostro cambió, apareciendo entonces más lleno de bondad. Miró a su amigo, estupefacto.

      – Mi esposa – continuó el príncipe Andrés – es una mujer admirable; es una de esas pocas mujeres con las que un hombre está tranquilo por lo que respecta a su honor. Pero, ¡Dios mío, qué daría yo por no estar casado! Tú eres el primero, el único a quien digo esto, porque te quiero.

      Y al pronunciar estas palabras el príncipe Andrés era todavía mucho más distinto de aquel Bolkonski que se sentaba en una butaca en casa de Ana Pavlovna y que con los ojos medio cerrados dejaba escapar frases francesas entre dientes.

      – En casa de Ana Pavlovna – siguió diciendo – se me escucha. Y esta sociedad imbécil, sin la cual mi mujer no puede vivir, y esas mujeres… ¡Si pudieses llegar a saber quiénes son todas las mujeres distinguidas y, en general, las mujeres! Mi padre tenía razón. El egoísmo, la ambición, la estupidez, la nulidad en todo. He aquí a las mujeres cuando se muestran tal como son. Cuando se les ve en sociedad parece que tengan algo, pero no tienen nada, nada. Sí, amigo mío, no te cases – concluyó el príncipe Andrés.

      – Me parece divertido – dijo Pedro – que se considere usted un incapaz y tenga por destrozada su vida. Pero si todo le favorece, si usted… – no acabó la frase. Tenía a su amigo en la más alta consideración y esperaba de él un brillante porvenir.

      «Pero ¿cómo puede decir todo esto?», pensaba Pedro.

      Consideraba al príncipe Andrés como modelo de todas las perfecciones, precisamente porque el príncipe Andrés reunía en el más alto grado todas las cualidades que él no tenía y que podían resumirse con mucha exactitud en este concepto: la fuerza de voluntad. Pedro admirábase siempre de la capacidad del príncipe Andrés, de su comportamiento con toda clase de hombres, de su memoria extraordinaria, de todo lo que había leído; lo había leído todo, lo sabía todo y tenía idea de todo. Y, en particular, admiraba su facilidad para trabajar y aprender. Y si con frecuencia Pedro se había extrañado de encontrarle cierta falta de capacidad para la filosofía contemplativa, a la que Pedro se sentía especialmente inclinado, no veía en esto un defecto, sino una fuerza.

      En las mejores relaciones, las más amistosas, las más sencillas, la adulación o el elogio son tan necesarios como la grasa lo es a los ejes de las ruedas para que funcionen.

      – Soy un hombre acabado – dijo el príncipe Andrés -. Vale más que hablemos de ti – y calló, sonriendo a sus ideas consoladoras.

      Instantáneamente, la sonrisa se reflejó en la cara de Pedro.

      – ¿Qué podemos decir de mí? – dijo, dilatando la boca con una sonrisa confiada y alegre -. ¿Qué soy yo? Un bastardo – y de pronto se ruborizó. Evidentemente, había hecho un esfuerzo extraordinario para decir esto -. Sin nombre, sin fortuna – añadió – y que, positivamente… – y dejó la frase sin terminar -. Por ahora soy un hombre libre y me considero feliz. Pero no sé por dónde empezar. Con gusto quisiera pedirle a usted un consejo.

      El príncipe Andrés dirigió a Pedro su mirada bondadosa, pero incluso en su amistosa mirada apuntaba la conciencia de la superioridad.

      – Te quiero sobre todo porque entre la gente de nuestro mundo eres el único hombre que vive. A ti ha de serte muy fácil. Escoge lo que quieras, que para ti todo será igual. Por dondequiera que vayas serás un hombre bueno. Pero permíteme una cosa nada más… No te relaciones con Kuraguin. Prescinde de esa vida. Ninguna de esas orgías te conviene y…

      – ¿Qué quiere usted que haga, amigo mío? – preguntó Pedro encogiéndose de hombros-. Las mujeres, querido, las mujeres…

      – No te comprendo – replicó Andrés -. Las mujeres como deben ser son otra cosa. Pero no las mujeres de Kuraguin, las mujeres y la bebida. No te comprendo.

      Pedro vivía en casa del príncipe Basilio Kuraguin y compartía la vida licenciosa de su hijo Anatolio, aquel a quien, para corregirle, querían casar con la hermana del príncipe Andrés.

      – ¿Sabe usted – dijo Pedro, como si se le ocurriese repentinamente una idea luminosa – que hace mucho tiempo que pienso en esto seriamente? Con esta vida no puedo reflexionar ni decidir nada. La cabeza me da vueltas y no tengo dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.

      – ¿Me lo prometes?

      – Mi palabra de honor.

      VII

      En casa de los Rostov se celebraba la fiesta de las dos Natalias, la madre y la hija menor. Desde por la mañana, las berlinas conducían a las visitas. Llegaban y desfilaban ante el gran palacio de la condesa Rostov, muy conocida de todo Moscú, situado en la calle Povarskaia. La Condesa, con la hija mayor y las visitas que se sucedían incesantemente, no se movía del salón.

      La Condesa era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de tipo oriental, de rostro ahusado y visiblemente fatigado por los partos continuos: había tenido doce hijos. Sus lentos movimientos y la premiosidad de su conversación, debida a la falta de fuerzas, le daban un aire imponente que inspiraba respeto. La princesa Ana Mikhailovna Drubetzkaia, que se encontraba allí como si estuviera en su casa, la ayudaba a recibir y conversar con las visitas.

      Los jóvenes hallábanse en una habitación próxima, y no creían necesario participar de la recepción. El Conde salía a recibir a las visitas y las invitaba a comer.

      – María Lvovna Kuraguin y su hija – anunció con profunda voz el corpulento criado de la Condesa abriendo la puerta del salón.

      La Condesa reflexionó y aspiró un polvo de rapé extraído de una tabaquera de oro con el retrato de su marido.

      – Me han rendido las visitas – dijo -. Bien, recibiré a ésta, pero será la última. Marea todo esto. Hazlas entrar -dijo al criado con voz triste, como si le hubiera dicho: «Bien, acaba de matarme.»

      Una dama alta, fuerte, de altivo aspecto, y una joven carirredonda y sonriente siempre entraron en el salón con gran rumor de telas.

      El