Andrés Vázquez de Prada

El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!


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115. Su vida de piedad, nada sensiblera, era fruto de la inquietud divina que le consumía, impulsándole a arrastrar apostólicamente a sus compañeros. De forma que «su modo de pensar y obrar tuvo también peso sobre los mismos seminaristas» , por la fuerza del ejemplo 116.

      Los días laborables se dedicaba al estudio. Y llenaba los domingos con la catequesis a los niños, por la mañana, y los paseos en familia por la tarde, rehuyendo toda ocasión de acompañar o conversar a solas con las amigas de Carmen. «A pesar de nuestro trato — dice Paula Royo, cuyos padres salían de paseo con los Escrivá —, yo no llegué a tener amistad con Josemaría» 117. Máximo Rubio, condiscípulo, refiriéndose, en concreto, a los años del seminario, da a entender el exquisito cuidado que ponía en proteger la pureza de sus sentimientos: «todos tenían un alto concepto de él en esta materia de pureza. Y yo también lo tenía» 118. Pero su cultivada delicadeza no estaba reñida con el sentido común. De ello es prueba una anécdota que nada tiene de gazmoña.

      Las instituciones castrenses en Logroño eran tan abundantes como las eclesiásticas. Conventos y cuarteles daban una nota severa de reglamentación a la ciudad, que contaba con dos Regimientos de Infantería: “Bailén” , nº 24, y “Cantabria” , nº 39; un Regimiento Montado de Artillería, nº 13; Hospital Militar y Factorías Militares. Junto a estas comunidades de la Patria y de la Iglesia, a una manzana de “La Gran Ciudad de Londres” , en la calle del Mercado, estaba la Fábrica de Tabacos. Empresa en la que trabajaba una abigarrada tropa de cigarreras.

      En la Redonda o en la iglesia de Santiago el Real, Josemaría veía, entre los fieles devotos, gente con cara o aspecto familiar, reconociendo a cigarreras de la Fábrica de Tabacos o a militares de los regimientos. Aquellos oficiales, que ya peinaban canas, y aquellas cigarreras, que habían perdido el garbo de su Juventud, trasportaban imaginativamente al muchacho a la otra vertiente de la vida. Veía a militares y cigarreras en la cuesta de la caducidad, borrando con el arrepentimiento frivolidades y desvaríos viejos. Y, posiblemente, de las reflexiones de esa época arranque la devoción que siempre tuvo por María Magdalena, la santa penitente, ejemplo del amor contrito:

      — Cuando sentía los barruntos de la Obra, pero todavía no sabía con claridad qué es lo que el Señor quería de mí, comencé a asistir a la Santa Misa diariamente. Pronto me di cuenta que, a la iglesia que frecuentaba, acudían bastantes cigarreras ya entradas en años y militares con bigotes blancos. Se adivinaba que, unos y otras, estaban reparando sus pecados de Juventud. Aquellas cigarreras y aquellos coroneles arrepentidos me recordaban a María Magdalena 119.

      La buena presencia de Josemaría y sus cualidades —educación, alegría e inteligencia— le daban indiscutible prestigio ante los seminaristas. Fuera del seminario, por el contrario, se habían vuelto las tornas. En sus idas y venidas el joven seminarista se tropezaba a veces con antiguos compañeros de estudios. Cambiaban un saludo, un gesto jovial. En otras ocasiones se encontraba con una provocadora mirada de ironía o desdén, que se le quedaba dolorosamente ahincada en el alma:

      Yo recuerdo con qué cara de lástima —y como mirándome por encima del hombro— se fijaban en mí los compañeros de Instituto, cuando, al terminar el bachillerato, comencé la carrera eclesiástica 120.

      Esta simple observación —dolorosa para el seminarista— refleja la situación social del estamento eclesiástico e, indirectamente, de la Iglesia en España a principios del siglo XX. Aquellas miradas irónicas de los condiscípulos del Instituto no provenían, evidentemente, de una particular enemistad. Expresaban, más bien, junto con un ligero toque de anticlericalismo, el desprecio de la burguesía liberal por el “seminarista” . Raro era encontrar entonces en los seminarios estudiantes con título de bachiller. Más raros aún los sacerdotes con carrera civil. Los hijos de familias con prestigio intelectual, social o económico, si acaso sentían una llamada vocacional, preferían ingresar en alguna Orden religiosa o Instituto de mayor distinción 121. En tal contexto se explica que gran parte del clero secular sintiera una latente e injusta humillación por parte de ciertas capas de la sociedad, que aireaban, a la par que el descreimiento religioso, el fatuo prestigio de unos saberes civiles. Para muchos, ingresar en un seminario equivalía, humanamente hablando, a sacrificar futuras posiciones de bienestar material. Porque era de pensar que pararían en curas de pueblo, párrocos en una ciudad, capellanes de convento o curas castrenses. Acaso llegaran a obtener una canonjía, una cátedra u otras prebendas, por su mayor capacidad intelectual o por otras dotes personales. En el caso de Josemaría, la incorporación al seminario suponía la renuncia a una carrera de superior nivel social y económico, como prometían los estudios de Arquitectura y Derecho. Bien patente estaba a sus ojos la perspectiva eclesiástica cuando, una vez ordenado, se incorporara al engranaje de la vida:

      Salían de allí para seguir su carrera... Se comportaban bien y procuraban ir de una parroquia a otra mejor. El que estaba preparado, hacía oposiciones a una canonjía. Cuando pasaba el tiempo, los metían en el Cabildo, de donde procedían los elementos necesarios para ayudar en el gobierno de la diócesis, para la formación del clero en el Seminario... 122.

      Para algunos clérigos, en fin, ser sacerdote significaba algo así como una ocupación administrativa. Idea que Josemaría no compartía, en absoluto. El joven seminarista no se sentía llamado a una carrera así:

      Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura que dicen en España. Y tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así 123.

      Si Josemaría decidió hacerse sacerdote fue porque juzgaba que, de esa manera, tendría mayor facilidad para realizar el oculto designio de Dios, presintiendo también que ése era el camino adecuado para conocer su Voluntad 124. No fue el ejemplo familiar —el hecho de que tanto por parte de don José como de doña Dolores tuviese varios tíos eclesiásticos— lo que le llevó al sacerdocio. Bien claramente nos lo dice:

      Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios. No se me había presentado ese problema, porque creía que no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían enseñado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros 125.

      De la “inquietud divina” , del desasosiego interior, había pasado Josemaría a la certeza de que el Señor “le quería para algo” . Barruntaba el Amor; y, conforme a ese amor, se entregaba, arrastrando en sacrificio todas las apetencias humanas encerradas en el corazón. Por su modo de reaccionar, por la prontitud y alegría con que decidió hacerse sacerdote, probablemente no consideró aquella entrega un sacrificio sino una alegre donación de todo su ser.

      Su ut videam! era una súplica de enamorado impaciente, un querer saber más para dar todo lo que se le exigiera, una petición de luces para encaminarse rectamente al cumplimiento de la Voluntad de Dios. Su vocación al sacerdocio la entendía como parte integral de otra llamada, de momento fuera del alcance de su vista. Se hallaba, pues, no en el límite, en la meta, sino en los comienzos del camino por el que presentía la voluntad de Dios. Así se abrió entonces en su vida la etapa de los “barruntos” , como él mismo cuenta: Barruntos, los tuve desde los comienzos de 1918. Después seguía viendo, pero sin precisar qué es lo que quería el Señor: veía que el Señor quería algo de mí. Yo pedía, y seguía pidiendo 126.

      Josemaría, enemigo de mediocridades, había puesto toda su alma en disposición de recibir la plenitud específica de su vocación al sacerdocio, que concebía como un ideal de amor. De manera que, así como algunos condiscípulos no entendían su marcha al seminario, tampoco debe extrañarnos que algunos seminaristas se asombrasen, más adelante, de su indiferencia por todo lo que significaba “hacer carrera” . Su alto aprecio por el sacerdocio nunca perdió lozanía, como lo evidencia una anécdota de 1930:

      Hace pocos días — escribe— una persona, indiscretamente, me preguntó, desde luego sin que se le diera pie para ello, si los que seguimos la carrera sacerdotal