Juan Valera

El Superhombre y otras novedades


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D. Pompeyo Gener. Mucho tengo que aplaudir en dicho libro, y muy poco de lo que dice me convence, aunque aplaudo el entusiasmo, el saber y él ingenio con que lo dice. Ténganse por dados mis aplausos, y permítaseme que contradiga yo algunos de los asertos del Sr. Gener, considerándolos completamente erróneos, o bien que ponga reparos y haga observaciones sobre los que hallo conformes a medias con lo verdadero y lo justo.

      Amigos y Maestros es una colección de semblanzas o retratos de escritores franceses todos, menos uno, Joaquín María Bartrina. Justo sería el panegírico que hace Gener de este singular ingenio si no quisiera realzarle con odiosas comparaciones, tildando de palabreros, confusos y difusos a los demás poetas de España, y suponiendo que deben la fama de que gozan a que viven en Madrid, y sin duda forman parte de una sociedad de elogios mutuos. Yo no puedo convenir con el Sr. Gener en que España es madrastra y no madre de sus mejores hijos, cuyo mérito no confiesa hasta que los extranjeros le reconocen y proclaman; y que, en cambio, pone por las nubes a medianías y hasta a nulidades intrigantes. No fueron ni son nulidades, ni medianías, Quintana, Gallego, Espronceda, Zorrilla, Hartzenbusch, García Gutiérrez, Tamayo, Querol, Núñez de Arce, Ferrari y no pocos otros, que viven aún, y que no deben su reputación, ni a las alabanzas de los periódicos de Madrid, ni al descubrimiento y a la declaración que hayan hecho de su valer críticos extranjeros.

      Crea el Sr. Gener que Bartrina no vale más en el concepto que se forma de él, después de leída su semblanza, que en el concepto que de Bartrina teníamos formado antes de dicha lectura. Tal vez sea más claro el primer concepto. Yo, al menos, no puedo conciliar que Bartrina se parezca al mismo tiempo al sencillo, elegante, sincero y clásico Leopardi y al afectadísimo, falso y extravagante Baudelaire. En el único predicamento en que pueden entrar a la vez los tres poetas, es en el de ser los tres incrédulos, enfermizos, tristes y desesperados. En todo lo demás se diferencian muchísimo. Y, si hemos de hablar con franqueza, así Baudelaire como Bartrina se quedan muy por bajo a infinita distancia de Leopardi, uno de los más admirables poetas líricos que ha habido en Europa en el siglo presente, tan glorioso y fecundo en este género de poesía.

      Las demás semblanzas, según dejé ya apuntado, son todas de escritores franceses, y yo no puedo menos de alegrarme de que la crítica juiciosa se emplee en ellos y los dé a conocer en España. Celebro asimismo el apasionado afecto y la generosidad con que el Sr. Gener los colma de alabanzas. Yo convengo y he convenido siempre en que Francia posee amena y riquísima literatura, y en que es fecunda y dichosa madre de originales y elegantes escritores, cuyas obras son acaso las más leídas y celebradas en los países extraños, por donde el pensamiento y el idioma y hasta el sentir de los franceses se imponen y predominan entre los otros pueblos. Pero esta hegemonía de Francia en letras y en artes, no sólo da a Francia entre los extranjeros fundadísimo crédito, sino también prestigio deslumbrador, que los solicita y estimula a la admiración más ciega, a los encomios más hiperbólicos y muy a menudo a la desmañada imitación de lo peor, originando modas en lo que se escribe y en lo que se piensa, como las hay en lo que se viste y en el menaje de las casas. Contra esto importa precaverse y estar sobre aviso. De aquí que tal vez los personajes que el Sr. Gener retrata en su libro queden tasados en su justo valer si rebajamos siquiera una tercera parte de las alabanzas que el Sr. Gener les prodiga. Debe además decirse que todos ellos están bien estudiados, tienen el conveniente parecido en el retrato y éste es una bella pintura que califica de atinado observador y de hábil artista a quien acertó a trazarla.

      En general, todavía tengo yo que poner otro reparo a las semblanzas del Sr. Gener, o más bien aconsejar a los lectores que se aperciban contra ellas de cierta cautela, más indispensable a los españoles que a los hombres de otros países.

      En España, ya sea por nuestra natural condición, ya sea porque escribiendo para el público o siendo artista se llama menos la atención y se adquiere menos dinero y menos gloria que en otros países y, por consiguiente, hay poco incentivo para dedicarse con constancia a lo que llaman en francés la pose, la verdad es que entre nosotros la pose apenas se estila o se usa, y cuando se usa o se estila es de un modo superficial y efímero y no con la honda tenacidad y persistencia que suelen tener en ella los escritores y los artistas franceses. Digo esto a fin de advertir que no debemos tomar con seriedad la pose mencionada, y a fin de censurar al Sr. Gener, aunque muy blanda y amistosamente, de que a veces toma dicha pose muy por lo serio. Válganos para muestra muchas cosas que refiere de Sarah Bernard, aunque en este caso es disculpa y aun plena justificación la galantería. La simpática y encantadora actriz posee en toda su persona vencedor y misterioso atractivo; con él y por él seduce y hechiza, como si fuera más hermosa que la Venus de Milo; se viste con lujo, esmero y gracia admirables, y su voz es argentina y simpática y tiene matices, inflexiones y tonos propios para expresar toda pasión y todo sentimiento: la ternura amorosa, los celos, la soberbia y la ira. Su andar, sus gestos, las posiciones que toma y los movimientos que hace, todo está magistralmente estudiado y ejecutado con inspiración y destreza. En suma, para elogiar a Sarah Bernard, yo me conformo, o más bien me complazco, en ser eco del Sr. Gener o de quien más la elogie. En lo único que no soy eco y en lo único que resulta la disonancia es en lo que me parece afectada ponderación; algo que veo en mi espíritu como trasladado a la vida real desde lo sofístico y aparente del teatro. ¿Cómo he de creer yo con formalidad y sin risa que para representar bien a la emperatriz Teodora, mujer de Justiniano, necesita Sarah Bernard leer a Procopio en griego, atracarse de Pandectas hasta el extremo de desencuadernar el volumen que las contiene y hacer otros mil estudios profundos y enrevesados para enterarse de cosas que probablemente la misma emperatriz jamás supo? Chistes, rarezas y exquisiteces por el estilo hay en los escritores y en los artistas de todas las nacionalidades, pero en los franceses se notan más a menudo. El blanco, al que con esto dirigen la mira, es a pasmar y atolondrar a los burgueses, mostrándose en vida, costumbres y hábitos, muy apartados de lo usual, muy inauditos y tan fuera del camino trillado, hasta en los casos y accidentes más ordinarios y repetidos, que vienen a aparecer, no como seres humanos, sino como monstruos o criaturas de distinta y superior especie. Asimismo procuran inculcar en la mente del vulgo un concepto fantástico de las enormes dificultades de su arte, suponiendo que para vencerlas son menester requisitos muy singulares, por donde, en ocasiones, el escritor o el artista que así quiere señalarse, incurre en pueril pedantería o en charlatanismo a la Dulcamara. Si Sarah Bernard asegura que para hacer bien el papel de la emperatriz Teodora se atiborra de crónicas en griego, se traga el Digesto y hace de él una buena digestión, y hasta interviene en el tejer de las telas con que han de hacerle los trajes procurando que sean tejidos según el estilo y manera con que en la edad de Narsetes y de Belisario solía tejerse, yo doy por cierto que Sarah Bernard embroma a la gente a quienes semejantes cuidados y esmeradas faenas refiere. Al hablar de todo ello, debería empezar su discurso como el gracioso doctor de la ópera, exclamando: ¡udite o rustici!

      El título del libro del Sr. Gener lleva implícita la justificación contra todo lo que pudiera decirse acerca del mérito relativo de los personajes cuyos retratos literarios ha hecho. No los ha hecho porque dichos personajes sean los más egregios, sino porque han sido o porque son amigos y maestros suyos. Aun así, yo debo convenir y convengo en que se da la dichosa coincidencia de que sean casi todos los unidos al Sr. Gener por lazos de amistad, autores de primera nota en Francia, descollando en aquella nación tan rica en ingenios entre los más famosos y aplaudidos. Tales son Bourget, Richepín, Taine, Renán, Littré, Claudio Bernard, Flaubert, Pablo de Saint-Víctor y Víctor Hugo.

      Aunque yo no he leído ni estudiado detenidamente todo cuanto dichos autores han escrito, conozco de ellos lo bastante para tributarles el más rendido homenaje de mi admiración, poniendo sobre todos a Renán como prosista, y a Víctor Hugo como poeta.

      A veces he censurado yo en Víctor Hugo no pocas extravagancias, pomposidades y relumbrones falsos y de mal gusto, pero, a pesar de estos defectos, que yo noto para que no se me acuse de idolatría, siempre me he complacido en reconocer y confesar que por lo fecundo e impetuoso de su abundante vena, por su maravillosa fantasía y por su destreza magistral en el manejo de la lengua, del metro y de la rima, Víctor Hugo es, si no el primero, uno de los mayores líricos y épicos de nuestro siglo, rico en poetas más acaso que ningún otro de los siglos pasados. Dentro del período que abarca la vida de Víctor Hugo conviene no olvidar que en las naciones