Juan Valera

El Superhombre y otras novedades


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tal vez por la calidad y excelencia, pureza y perfección de determinado número de obras, se le anteponen y le eclipsan. Así, por ejemplo, Manzoni y Leopardi en Italia, y aun en nuestra pobre y hoy desdeñada España el glorioso cantor de la imprenta y del levantamiento de las provincias españolas.

      Como quiera que ello sea, y con el debido y más profundo respeto a los personajes literarios y científicos que el Sr. Gener retrata, declaro que no llego a advertir en ellos la estupenda magnitud y la superioridad descomunal que me induzcan a presentir, a columbrar y hasta a profetizar el próximo advenimiento de una raza o casta de hombres muy por encima de los que en el día visten y calzan y andan por esas plazas, calles y campos.

      A mi ver, ha habido bastantes épocas en la Historia en que la profecía de ese advenimiento pudo estar más fundada. Tomemos, por ejemplo, los cien años que van de 1480 a 1580. En seguida se ofrecen a nuestra memoria Colón, Vasco de Gama, Magallanes, Vives, Suárez, Victoria y Domingo de Soto, Ignacio de Loyola y Lutero, Rafael y Miguel Ángel, Ariosto, Camoens y Shakespeare, Galileo, Baccon y Copérnico, y otro centenar de varones extraordinarios, en toda clase de obras propias del ingenio y del entendimiento humanos y para todos los gustos, creencias y doctrinas. Comparados con los personajes que acabamos de citar, los del presente siglo, yo al menos lo entiendo así, se quedan tamañitos. Admirable y rico es el fruto que han dado los segundos, pero vale más y tiene superior importancia el fruto que dieron los primeros. Los modernos idiomas, balbucientes e imperfectos aún en la Edad Media, se desenvuelven con pasmoso florecimiento y producen obras maestras en varias literaturas; se agranda y llega a ser casi cabal, en la mente humana, el concepto del universo visible; se conocen por experiencia las cosas materiales de la tierra y del cielo; renace la antigüedad clásica, y al renacer, y al ser imitada, el prurito de la imitación engendra nueva y original poesía, divinas creaciones artísticas, flamantes sistemas filosóficos y hábiles métodos de observación y de estudio para interrogar a la naturaleza y al espíritu humano y arrancarles sus más hondos secretos. En parangón de lo que hizo el siglo XVI, resulta inferior la obra de nuestro siglo, aunque no olvidemos ni dejemos de incluir en ella ciencias que pueden llamarse nuevas, tan importantes como la Química y la Filología comparativa, y descubrimientos tan ingeniosos y útiles como los del vapor para fuerza motriz, la fotografía, el telégrafo eléctrico, el teléfono y el fonógrafo. Todo esto vale e importa muchísimo, pero importa y vale muy poco cuando se compara al transfigurado renacimiento del mundo antiguo y al descubrimiento del nuevo mundo. Y si entonces no se creyó que iba a surgir de enmedio de la triunfante humanidad un ser exquisito y perfecto a quien llamásemos el superhombre, menos razón hay de creerlo ahora porque Renán escriba la novela sentimental titulada Vida de Jesús, porque haya ferrocarriles y alumbrado eléctrico, y porque se inventen las máquinas de coser y las bicicletas.

      Si yo me dejase dominar por mi fervorosa filantropía y por mi amor a todo progreso, me dejaría convencer por los argumentos que el Sr. Gener aduce, y creería, como él, que está próxima la aparición del superhombre; pero, aunque soy progresista, no lo soy tanto, y aunque quisiera creer lo que el Sr. Gener cree, acuden a mi espíritu multitud de dudas que me lo impiden, harto a pesar mío. Voy a poner aquí algunas de estas dudas según se me vayan ocurriendo. Y voy, además, a presentar varias enmiendas o modificaciones a la doctrina sobre la humanidad ascendente, tal como el Sr. Gener la profesa, a fin de que, si al cabo nos dejamos convencer y la aceptamos, sea modificada o enmendada, según a mí me parece más razonable y equitativo.

      En primer lugar, yo me alegraría de que el ascenso del género humano a género superhumano fuese general o total, aunque en la superhumanidad futura hubiese también, como en la humanidad presente, y en la debida proproporción, ineptos y aptos, torpes y hábiles, y tontos y discretos, etc.

      En el día, Inglaterra, Francia y Alemania, y tal vez alguna otra nación, no ha de negarse que nos llevan la delantera en este correr disparatado, en que vamos todos, en el hipódromo de la Historia, aproximándonos ya a la meta; y sería caso lamentable y necio que por llegar antes a dicha meta los pueblos del Norte, viniesen de súbito a convertirse en superhombres, teniendo nosotros, por ir ahora tan rezagados, no ya que adelantar, sino que retroceder hacia la animalidad o hacia la especie inferior de que hemos salido, acabando por ser, con relación al recién aparecido superhombre, lo que hoy es el mono con relación a nosotros. Con esto no me conformo a pesar de todos los discursos del Sr. Gener y a pesar de mi acendrado progresismo.

      Se me dirá que el que yo me conforme o el que no me conforme no es del caso. Lo que conviene dilucidar es que el caso sea o que no sea.

      Meditemos sobre su posibilidad.

      Empezaré por un distingo. Si por progreso se entiende el acumulado capital de observaciones, estudios, sistemas y descubrimientos que las generaciones pasadas nos han ido legando, que nosotros conservamos y que sin duda acrecentamos y mejoramos, yo creo en el progreso a pie juntillas. El más obscuro bachiller del día sabe más gramática que Homero; el más humilde catedrático de Instituto sabe más Historia que Herodoto; y de las cosas naturales, de sus afinidades, composiciones, descomposición y cambios, sabe más que Hipócrates cualquier adocenado farmacéutico de aldea. Yo no niego esto. Lo que niego es que ese cúmulo, que esa ingente cantidad de doctrina, que ese esfuerzo y trabajo del espíritu de la humanidad, durante tres mil años, haya logrado infundirse en ese mismo espíritu por tal arte que se haya hecho consustancial con él, dándole valer y potencia superiores a los que antes tenía. Cierto que Homero, Herodoto e Hipócrates eran menos instruidos que Víctor Hugo, Taine, Renán y Claudio Bernard, pero, a mi ver, valían muchísimo más que ellos. Por donde yo infiero que el tal progreso substancial y personal, por cuya virtud ha de aparecer pronto el superhombre sobre la faz de nuestro planeta, no ha dado paso alguno desde hace por lo menos cerca de treinta siglos. ¿Cómo he de poner yo en duda que Hegel sabía más química, astronomía, zoología, mecánica, historia, etc., que el propio Aristóteles? Y sin embargo, con ser Hegel tan original y poderoso pensador, y con tener una tan fecunda y constructora fantasía y un vigor tan sublime para sintetizarlo todo armónicamente, combinando lo real y lo ideal y encerrándolo dentro de su idea, que eternamente se desenvuelve, todavía me parece Hegel pequeño cuando acerco la imagen que de él concibo a la imagen colosal con que se representa en mi mente el prodigioso maestro del magno Alejandro.

      No iré yo hasta el contrario extremo del señor Gener, ni afirmaré que los hombres han degenerado. Me limito a presentar aquí, sin intentar resolverla, una contradicción que asalta mi espíritu. Yo quiero creer, y creo, que los hombres de hoy no valen, en el fondo, en lo esencial y por naturaleza, ni más ni menos que los de cualquier otro siglo; que por la educación y por la cultura, por lo que han heredado de sus mayores, por el tesoro que han reunido durante siglos, y sobre el cual se levantan como sobre un pedestal, los pensadores y escritores modernos valen más que los antiguos; que en determinado sentido, por la divulgación de los conocimientos, hay en el día más gente que valga. Y que en el día, no ya Napoleón I, sino el más torpe de los generales, derrotaría al hijo de Filipo desbaratando sus falanges con dos o tres cañones Krupp; el ateísta coronel Ingersol probaría a Moisés su ignorancia en química, en astronomía y en geología, y que toda la ciencia que había estudiado en los colegios sacerdotales de Egipto, no valía un pitoche al lado de la adquirida por él en las escuelas de Boston; y que el último maestro de escuela dejaría absortos y turulatos a Hesiodo, y tal vez al propio Píndaro, si se ponía a explicarles que los nombres son masculinos, femeninos y neutros, que pueden estar o están en nominativo, en acusativo, en dativo o en otro caso, y otras mil verdades científicas por el estilo, de las que es casi evidente que ni Hesiodo ni Píndaro se habían percatado. Pero aquí surge la contradicción. De esa misma ignorancia, de esa falta de educación, digámoslo así, y de ese cortísimo saber de los antiguos, nacen en nuestra mente el pasmo y la admiración que nos infunden sus obras. Mas que fruto de la reflexión y del estudio, nos parecen inspiradas, reveladas y divinas. No vemos en ellas el esfuerzo laborioso, ni la ciencia que de antemano se adquirió en el aula, o que se toma de repente y de prestado en un diccionario, o en cualquier otro librote, sino vemos la espontánea y fresca lozanía del propio ingenio, radiante de luz interior, a par que maravillosamente ilustrado por el numen.

      El Sr. Gener traza un breve compendio de filosofía de la Historia, a fin de probar que se acercan los tiempos en que ha de