Juan Valera

El Superhombre y otras novedades


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a una dama, hermosa y rica, que quiere vivir y vive en España con todos los refinamientos y primores que ahora se estilan. Esta dama hará venir de Inglaterra sus coches y sus caballos, y de Francia sus tocados y vestidos. Tal vez, recelando que una cocinera española la envenene, hará venir de tierra extranjera, conformándose con la opinión de un aristocrático vate, a

      Cierto químico excelente

       Que estudió y ganó la borla

       En el Café de París, De cocineros Sorbona.

      Realizado todo esto, sobreviene fatalmente el discurso antes indicado. Cuando aquí, discurrirá la dama, ni se teje con el primor que en Francia, ni se hacen coches como los ingleses, ni se crían tan hermosos caballos, ni se confeccionan sombreretes y vestidos como en París, ni se condimentan siquiera los sabrosos guisos que deleitan mi paladar, es indudable que en otras tareas de mayor empeño y en otras producciones más altas no habremos de lucirnos. Me conviene, pues, desdeñar por que deben tener poquísimo valor y ser muy latosas, como se dice ahora, las novelas, las poesías y hasta las filosofías de mi tierra. En virtud de tal consideración, o la dama no tomará jamás un libro en sus blancas y lindas manos, o si despunta por lo literata o lo filósofa, traerá también de París su pasto espiritual, como trae sus primores, adornos, elegancias y materiales regalos.

      No se me tilde de delator. Yo no delataría ni acusaría a la dama, si ella sola pecase. Cuál más, cuál menos, todos pecamos por el mismo estilo. Tire la primera piedra contra la culpada quien se considere inocente.

      Profundas raíces tiene en nuestro suelo el árbol de nuestra antiquísima y castiza cultura. Las semillas exóticas, aunque sean alimenticias y gustosas, y la mala hierba también venida de fuera, no ahogan dicho árbol, ni cercándole y abrasándole le secan y le chupan el jugo todavía; pero ya empiezan a deteriorarle un poco. El galicismo de pensamientos va invadiendo nuestras mentes más de lo que debiera. No repruebo yo en absoluto la imitación; pero es menester que el recto juicio se adelante a desechar lo malo y a elegir lo bueno para que después se imite. Lo lastimoso es que imitemos sin la mencionada previa selección, que toda simpleza o extravagancia transpirenaica nos seduzca, y que nos dejemos arrebatar por el entusiasmo sin que haya criterio razonable que nos refrene.

      Días ha que vive aislado quien escribe este artículo y sin prestar atención, por su vejez y sus enfermedades, a casi nada de lo que ocurre fuera de España, a las más flamantes doctrinas filosóficas, a la dirección que toma y sigue la mayoría de los espíritus y a la corriente de ideas y opiniones que informan la novísima literatura; pero lo ve todo, retratado como en fiel espejo, en las producciones literarias españolas de ahora, sobre todo cuando presumen de contener o de ser filosofía. Siempre condeno yo o deploro este remedo, esta carencia o escasez de originalidad castiza; pero me parece difícil o imposible de evitar que así sea, y absuelvo al escritor o al pensador en quien noto esta falta. ¿Cómo no cometerla aceptando el concepto que de la filosofía generalmente se forma hoy? ¿Y por qué digo se forma hoy, cuando debiera decir que se ha formado siempre? Ya desde muy antiguo sonaba en las aulas cierto familiar proverbio que he de atreverme a citar aquí, porque viene en apoyo de mi aserto, aunque se vale de palabras nada bonitas ya de puro vulgares. El proverbio dice: La Gramática con babas y la Filosofía con barbas, lo cual significa que en el orden dialéctico podrá ser la filosofía el principio y el fundamento de todo saber; pero en el orden cronológico la filosofía es lo último que se aprende o puede aprenderse: es el firme asiento, el trono solidísimo y seguro donde la reflexión pone o cree poner a la ciencia que experimentalmente y por larga serie de observaciones y de análisis ha adquirido y ordenado.

      Muéveme a decir esto la lectura de un libro reciente titulado Inducciones, debido al notable y cultivadísimo ingenio y al elocuente entusiasmo del Sr. D. Pompeyo Gener.

      Mucho me complace coincidir con autor tan entendido en tener el mismo concepto de la filosofía. Indiscutible es para mí que no se filosofa bien sin previo conocimiento empírico de aquello sobre que se filosofa, y que cuando no filosofamos sobre algo, la filosofía tiene que ser vana y mero juego de palabras vacías de sentido. Ahora bien: como desde hace mucho tiempo, y sea por lo que sea, no nos hemos lucido los españoles en las ciencias de observación y en el estudio de la naturaleza o del universo visible, bien se puede inferir que la corona de dichas ciencias y de dicho estudio, o sea la filosofía, o tiene que ser entre nosotros anacrónica y fuera de moda, o hasta cierto punto tiene que ser importada, como el telégrafo eléctrico, la fotografía, el teléfono, el fonógrafo y no pocas otras invenciones sutiles y pasmosas.

      No se extrañe, pues, que importemos en España filosofía como importamos las invenciones mencionadas. Conviene, no obstante, hacer una distinción. Tomemos para ejemplo cualquiera de los precitados artificios: el teléfono, pongamos por caso. Su utilidad y su realidad se hallan tan probadas, que no hay medio de que nos engañemos. Podrá ser que en la práctica seamos más torpes, lo hagamos mal y resulten inconvenientes; pero al fin y al cabo aprenderemos a telefonear. Yo creo que ya hemos aprendido, y que en España telefoneamos tan bien como en cualquiera otro país del mundo. Pero la filosofía, y perdóneseme lo rastrero y humilde de la expresión, es harina de otro costal: es asunto mil y mil veces más complicado y misterioso, y bien puede acontecer, y a mi ver acontece, que tomemos por verdad la mentira, por realidad el sueño y por razonamiento juicioso los mayores delirios.

      Puede acontecer igualmente algo contrario a lo que acontece con los inventos de las ciencias naturales, que van todos de acuerdo y no se oponen unos a otros ni braman de verse juntos, como vulgarmente se dice. En las doctrinas filosóficas, si las tomamos de aquí y de allí, sin mucho criterio, y nos empeñamos en amalgamarlas, resulta o puede resultar una mezcla desatinada e informe, un conjunto de ideas que se rechazan y se excluyen. Algo de esto entiendo yo que hay en el libro del señor Don Pompeyo Gener, por más que me deleite leerle y aplauda el fervor propagandista y filantrópico que le ha dictado, y la elocuencia, el saber y el alto y claro entendimiento que en todas sus páginas resplandecen.

      Antes de criticar este libro, mal o bien según mis fuerzas lo permitan, pero sin prevención adversa, debo y quiero hacer dos observaciones. Es la primera, que me valdré sólo de mi razón natural, colocando con mucho respeto las creencias, adquiridas por educación, tradición y revelación, en una a modo de arca santa, de donde tal vez necesite sacarlas más tarde, si yo mismo, imitando a Noe, no me introduzco y refugio también en el arca para huir del diluvio de disparates que podrá salir de mi estudio, como el famoso diluvio de las aguas salió de las rotas o abiertas cataratas del cielo.

      Es la segunda observación, que aun suponiendo todo cuanto yo encuentre en el libro del Sr. Gener contradictorio y absurdo, no se amengua el valor estético del libro ni se deshace el encanto que su lectura produce. No necesito yo creer que irritado Apolo por la ofensa hecha a su sacerdote, bajó furioso del Olimpo y mató a los aquivos a flechazos, ni que Ulises y Pirro se escondieron en el hueco vientre de un caballo de madera, para deleitarme leyendo las hermosas epopeyas de Homero y de Virgilio.

      Hechas tan convenientes observaciones, empezaré tratando de lo que en el libro del señor Gener me parece más consolador y satisfactorio: la afirmación del progreso indefinido de nuestro linaje; el convencimiento de que se vencerán y salvarán los obstáculos todos, y de que la humanidad irá elevándose más cada día a las regiones serenas de la luz, del bien y de la belleza.

      Recientemente, disipadas las dudas enojosas que solían atormentar su alma, el más enérgico, inspirado y elegante de nuestros líricos, Don Gaspar Núñez de Arce, ha dado a la estampa un admirable poema, donde el referido convencimiento se manifiesta y brilla en imágenes y símbolos maravillosos, revestido con todas las galas y adornado con todos los dijes y primores de la poesía, y no por eso menos terminante ni menos claro que si en prosa metódica y didáctica apareciese expuesto. Aunque en la noche obscura, en el tortuoso y áspero camino y en la larga y cansada peregrinación, busquemos en balde reposo en las ruinas del templo, y pidamos inútilmente consolación y fe a los monjes difuntos, todavía una fe más radical y más íntima persiste en el ápice de la mente, surge del abismo del alma y no nos abandona. Todavía nos asiste Dios, nos guía y nos conforta. Las ruinas no deben entristecernos ni arredrarnos. No hay revolución ni cataclismo que baste a derribar