Juan Valera

El Superhombre y otras novedades


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no se descubre excelencia intermedia. Después de Dios, se diría que el hombre es lo más elevado que hoy se concibe y que se ha concebido siempre. Todos los seres con apariencias de superiores a nosotros, se nos someten y se ponen a nuestro servicio. Por medio de conjuros evocamos a los demonios; por medio de exorcismos los arrojamos de donde no conviene que estén; las sílfides y las ondinas se mueren de amor por nosotros; los dioses y las diosas de todas las religiones suelen prendarse de los mortales y casarse con ellos; los genios acuden a valernos, a protegernos y a inspirarnos poesía, prosa y otros primores; las hadas tejen ricas telas, fabrican brillantes joyas y favorecen a las princesas y hasta a las fregatrices; los ángeles son nuestra custodia y vienen a nosotros como embajadores y aun como mandaderos; y los arcángeles, ya son paraninfos, ya a modo de escuderos y guías que en nuestros viajes nos acompañan. ¿A ver, pregunto yo, si es lícito pedir o esperar más, después de alcanzar o de haber alcanzado todo lo dicho?

      En otras mejoras, que pudiéramos lograr con el tiempo, noto yo que surge en seguida la contradicción. Pongamos por caso que se generalizase entre los hombres el ser tan hermosos como el Apolo de Belvedere, y entre las mujeres el ser tan guapas y bien formadas como la Venus de Milo o la Calípiga, y al punto los elegantes y aristócratas hallarían vulgar y ordinario el ser así, y para distinguirse ya se deformarían el cráneo, comprimiéndole o llenándole de burujones, ya incurrirían en otras empecatadas extravagancias. Y pongamos también por caso que al fin se arregla tan hábilmente el organismo de la sociedad, que el vicio siempre es castigado y la virtud premiada siempre. Pues en mi sentir, no podría ocurrir nada peor. Entonces sí que la virtud no sería sino un nombre. Los cucos y los galopines, movidos por la segura recompensa, serían los más virtuosos; y cuando alguien, desdeñando el propio interés, se entregase a los vicios más feos y perpetrase crímenes de marca mayor, nos inclinaríamos a creer, o bien que estaba loco, y que por consiguiente era irresponsable, o bien que era una criatura de condición elevadísima, cuyas pasiones briosas y sublimes le impulsaban a desprenderse del vulgar egoísmo y a salirse fuera de la pauta común en que todos nos habríamos encerrado.

      En resolución, y para no cansar más, diré que no columbro por parte alguna el advenimiento del superhombre, sin que sobrevengan a la vez contradicciones irresolubles. Posible es, no obstante, que el superhombre sobrevenga. Pero, ¿quién me asegura que sea mejor moralmente que el hombre de ahora, y que no sea, con más saber y poder, desmandado y perverso? Fracastoro, en los versos que me sirven de epígrafe, considera posible el advenimiento de una casta de superhombres; pero no serán buenos, sino que serán descomedidos y feroces gigantes que no dejarán títere con cabeza, que se levantarán contra Dios, y tratarán de arrojarle del cielo, y que de nosotros harán sus víctimas y sus esclavos. Ya Swedenborg, cuando estuvo en el planeta Venus, vio y trató a los hombres de allí, y por lo que nos cuenta de ellos, y por lo apurado que entre ellos estuvo, podemos calcular lo mucho que padeceríamos y el inmenso infortunio que vendría sobre nosotros si una casta semejante, tan engreída, soberbia y poderosa, apareciese en este globo terráqueo en que habitamos.

      Concluyo, pues, (y no porque se me acaban las razones, sino porque se me acaba la paciencia y porque temo que la de los lectores se acabe también), que lo más acertado y prudente es no desear ni esperar que el superhombre sobrevenga, y contentarnos con ser hombres regulares y como se han usado siempre, si bien enriquecidos, cada vez más, con invenciones ingeniosas, como la ya conseguida del alumbrado eléctrico, y como las que, sin duda se conseguirán, de dar dirección a los globos, sacar en las fotografías los colores de la cámara obscura, y quién sabe si llegar a alimentarnos con extractos y alambicadas quintas esencias, sin esta grosera alimentación de ahora, por la cual, al cabo del año, engulle cada hombre un montón de substancias, centenares de veces más pesado y voluminoso que todo su cuerpo. En fin, mucho, muchísimo se puede inventar y mejorar aún antes de que llegue el momento en que la aparición del superhombre se nos venga encima. Lo que es de las habilidades de Sarah Bernard y de los ingeniosos escritos de Juan Richepín, aunque yo los celebro porque me deleitan y me encantan, no me atrevo a inferir que dicha aparición esté próxima.

       Índice

      DEL Sr. D. POMPEYO GENER

      Entre las mil desventuras que afligen hoy a la madre España, no es la menor el prurito de remediarlas que se ha apoderado de multitud de personas. Brotan de este prurito, como de abundante venero, arengas políticas y sociales, artículos de fondo, novelas y dramas y no pocos libros científicos, o casi científicos, que bien pudiéramos calificar de terapéutica política o de psicoiatría endémica. Y no se entienda que condene yo el prurito, que es natural e invencible, ni menos el resultado, que, si no llega a ser provechoso, es sin duda, o puede ser, ya divertido, ya interesante. ¿Y cómo condenarlos sin condenarme yo mismo, que me he metido también a curandero escribiendo o dictando modestamente algunas recetas? Lo que a mí me desagrada, o más bien me asusta, no son las mismas recetas, ya pronunciadas, ya escritas, en la tribuna, en el teatro, en los periódicos o en gruesos volúmenes, sino que la gente se apasione de lo que las recetas prescriben, mire en ello la más excelente panacea y se empeñe en aplicársela a la patria enferma, turbando el reposo de que necesita más que de nada para convalecer y recobrar la salud y el vigor antiguos.

      De todos modos, los libros escritos y publicados ya, con el intento de curarnos y de regenerarnos, merecen detenido estudio, al cual, si Dios me da vida y buen humor, pienso yo dedicarme, no sin esperanza de recoger algún fruto, de ilustrarme un poco y de contribuir teóricamente, ya que para la práctica estoy inválido, a la regeneración deseada.

      Por lo pronto, me limitaré a indicar aquí varias dudas que se me ofrecen, porque yo creo que en toda ciencia o en todo arte de medicina lo primero ha de ser el conocimiento de la enfermedad, y lo segundo hallar y aplicar el remedio.

      La enfermedad permanece oculta a menudo, y sólo se conocen síntomas, fenómenos externos, visibles o tangibles, que son efecto y no causa. Y si tomamos por causa el efecto, ¿no nos exponemos a errar la cura? Tal es la consideración que me desalienta, que me retrae del oficio de curandero y que me mueve a no dar mayor crédito que el que me doy a mí mismo a otros curanderos más confiados.

      Diré aquí, sobre el particular, lo que me inspira el sentido común precientífico y rastrero.

      ¿Quién no convendrá conmigo en afirmar, como repetidas veces he afirmado en otras ocasiones, que España es hoy más rica, sustenta más gente, cultiva mejor sus campos, tiene más industria y comercio y puede jactarse de poseer hijos ilustres, tan listos, tan bien hablados, tan discretos y habilidosos como en cualquiera otra época de su historia? La decadencia, la postración, la degeneración, o como queramos llamarla, no es, por consiguiente, absoluta, sino relativa. En el camino del progreso, por donde van las naciones de Europa guiando y mandando al resto del linaje humano, y esto desde hace veinticinco o treinta siglos, España se ha quedado últimamente muy atrás, y de aquí el aislamiento desdeñoso en que nos dejan los que van delante, nuestra desconfianza y el abatimiento tan propio en quien de sí mismo desconfía.

      Por algo a modo de violenta reacción espiritual, hay momentos en que para no estar abatidos nos ensoberbecemos más de lo justo, ponderamos el mérito de nuestros hombres y de nuestras cosas de los tiempos pasados, y hasta llegamos a hacer la apoteosis, o al menos los más superlativos encomios, ya de esto, ya de aquello de los tiempos presentes. Entonces calificamos de invicto al general que nos entusiasma; de más elocuente que Cicerón y Demóstenes a nuestro orador favorito; y al autor de la comedia o del drama que hemos aplaudido de mucho más sublime que Shakespeare, cuyas obras por lo común hemos tenido la precaución de no leer.

      Por desgracia, este laudatorio entusiasmo se apaga pronto como fuego de estopa, y postración más honda vuelve a enseñorearse de nuestras almas, contristándolas y humillándolas.

      Hay cierta manera de discurrir de la que muchos sujetos no se dan cuenta. Discurren sin percibir que discurren, y las consecuencias que sacan suelen ser muy crueles. De la inferioridad patente, visible y clara en los asuntos y casos de la vida práctica, deducen nuestra inferioridad en cuanto hay de más sustancial