Juan Valera

El Superhombre y otras novedades


Скачать книгу

cercana. Por el contrario, en varios párrafos del último capítulo de su libro, donde expone su doctrina, pinta con tan negros colores la sociedad del día, que si nos allanásemos hasta creerle, aseguraríamos que el género humano, en vez de adelantar moralmente, ha degenerado o se ha pervertido.

      La culpa principal de degeneración tan lastimosa es, según el Sr. Gener, la errónea creencia de que todos los hombres somos iguales. Para el Sr. Gener nada más absurdo que la igualdad. A mi ver, el Sr. Gener tiene razón, si se entiende la igualdad de cierto modo; pero de ese cierto modo nadie entendió jamás la igualdad, ni ahora ni nunca, por donde el señor Gener crea él mismo un fantasma o estafermo para tener el gusto de derribarle con las lanzadas de su crítica.

      El Cristianismo, según el Sr. Gener, vino a proclamar la igualdad de los hombres en la abyección y en la miseria, y la Revolución francesa y sus ideas, enseñaron y sostuvieron la misma igualdad, aunque nivelando a los hombres todos, por lo alto, y considerándolos igualmente capaces.

      La acusación contra el Cristianismo me parece tan infundada como la acusación contra las ideas revolucionarias en este punto. Nadie que esté en su juicio, por fervoroso cristiano o por tremendo revolucionario que sea, ha desconocido jamás la desigualdad de los hombres, ni ha dejado de advertir las diferencias que hay entre ellos, porque unos son bajos y altos otros; débiles unos, y otros fuertes; algunos listos, y torpes muchísimos; y en lo tocante a inteligencia, agilidad y natural disposición para diversos oficios, artes y menesteres, se dan y se darán siempre escalas de muchísimos grados.

      La igualdad que el Cristianismo y la Revolución coinciden en reconocer, está por bajo, o mejor dicho, está antes que toda doctrina religiosa o filosófica: es la igualdad radical y esencial de la naturaleza humana, con los derechos y deberes que de ella nacen y que en ella se fundan, con tal evidencia, que basta el sentido común para que la reconozcamos, si bien importa que la religión la consagre y que las leyes, revolucionarias o no, la sostengan y amparen contra la violencia y la injusticia. Igualdad tan justa no se comprende que pueda ser destruida por la doctrina de la humanidad ascendente, que el Sr. Gener sostiene con tanto entusiasmo.

      En el modo de entender la igualdad cristiana, el Sr. Gener, obcecado por la pasión antireligiosa, incurre en varios errores. Ni en el cielo ni en la tierra, ni en la vida presente ni en la futura, reconoce el Cristianismo que el necio y el sabio, y menos aún el santo y el vicioso, sean iguales, a no ser radical y esencialmente. Y entonces, esta igualdad no está fundada en la vileza y en el menosprecio del propio ser humano, sino en el altísimo concepto que hace formar de él el Cristianismo, enseñándonos que toda alma de hombre es imagen y semejanza de Dios, que debe aspirar a ser perfecta como Dios mismo y que es de Dios tan amada que se sacrificó por redimirla, y tan estimada, que quiso unirse con ella y hasta con el cuerpo mortal donde ella se encierra. Sin duda que el alma fervorosamente cristiana, cuando se dirige a Dios en sus rezos y hablas interiores, se pone muy humilde, se califica de indigna, de pecadora, de perversa, de todo lo malo y ruin que pueda imaginarse; pero de sobra se comprende que esto lo dice y lo confiesa el alma cuando se compara con un ideal supremo de perfección, de rectitud, de bondad y de hermosura, término altísimo de todas sus aspiraciones y blanco inasequible de sus miras y anhelos. Cuando esta misma alma cristiana, no por los actos virtuosos que ha realizado, porque esto sería faltar a la modestia, sino por la capacidad que en sí siente y por el noble destino para el que Dios la crió, se contempla y examina a sí propia, en vez de ser bajo el concepto en que se tiene, es tan sublime concepto, que no se le aventaja el de ninguna criatura de las que ve o puede ver, ni de las que imagina o finge, ni de las que por fe o revelación conoce. El alma de la más cuitada criatura humana puede elevarse, cuando no por inteligencia, por amor, hasta el Ser divino; puede subir al cielo y sentarse, como se sentó Francisco de Así, en el trono en que se sentaba Lucifer antes de su caída. Arrepiéntase, pues, el Sr. Gener de su declamación contra la igualdad cristiana fundada en lo miserables que somos. Si lo dicho es confesión de ruindad y de real menosprecio de sí mismo, venga Dios y lo vea, como vulgarmente se dice. La igualdad, por consiguiente, se da en el Cristianismo en potencia: en la potencia infinita que tenemos todos de ser llamados hijos de Dios y herederos inmortales de su reino y de su gloria. Y lo que es en acto, como la igualdad sería absurda, desigualdad es lo que hay, ya que unos son réprobos y santos otros; unos justos y otros pecadores, y unos monaguillos y sacristanes y otros Abades mitrados, Arzobispos y hasta Papas.

      Sobre la igualdad democrática, que también condena el Sr. Gener, declamando contra ella suponiéndola rémora del progreso, harto llano es hacer defensa parecida.

      La igualdad democrática, racional y discretamente entendida, no está en el ser actuado, sino en el poder llegar a ser y en que ese poder no se ahogue ni se limite merced a privilegios odiosos. En este sentido, la igualdad democrática es justa y razonable en teoría, y no sirven para invalidarla los abusos y males que pueden nacer de ella. ¿De qué no pueden nacer males y abusos?

      La más clara manifestación de la igualdad democrática es el sufragio universal. No refutaré yo los mil argumentos que contra él se hacen: los aceptaré como fundados; pero, sobre todos esos argumentos, hay una razón poderosa que los invalida y destruye. Sin duda que en una asociación de hombres para determinada empresa, a cuyo buen éxito concurren unos con el capital, otros con la inteligencia, otros con su habilidad, pericia y destreza en tal o cual arte u oficio, y otros sólo con el rudo trabajo de sus manos, el sufragio universal por igual sería absurdo, así como también lo sería el igual reparto de las ganancias y provechos. Pero la sociedad política, la ciudad o el Estado, es asociación de muy distinta índole y propósito. Su principal fin es amparar a los hombres en el libre ejercicio de sus derechos, reprimir toda violencia que los merme y no poner la menor traba a la actividad benéfica de cada individuo. En esto no cabe la menor desigualdad entre los asociados. Casi estoy por decir, o sin casi lo digo, que el jornalero que gana dos o tres pesetas al día tiene el mismo derecho, y acaso mayor interés, que el capitalista que goza tres mil duros de renta diarios, en que el Gobierno sea bueno, atinado y juicioso. Porque si el Gobierno lo hace mal y sobreviene la ruina, lo probable es que el Capitalista salve gran parte de su fortuna y siga gozando de ella, o en la propia patria semiarruinada, o en país extraño, donde acaso tenga fondos o bienes, mientras que el jornalero se morirá de hambre si se hunde la industria que le daba trabajo y jornal; y mientras más castizo sea él, y mientras más propio y peculiar de su patria sea el oficio que ejerza, mayor será su miseria y su desesperanza, pues no es llano ni cómodo emigrar a tierra extraña, sobre todo con familia, en busca de trabajo y sustento. En vista, pues, de la anterior consideración, yo tengo por evidente que el pobre ganapán, el obscuro y desvalido destripaterrones, está por lo menos tan interesado como el Fúcar o el Creso, en la prosperidad y buena gobernación de la república. Para el rico es esto negocio de mayor o menor comodidad y de más o menos exquisitos goces, y para el pobre puede ser negocio de vida o muerte, de no poder ganar las dos o tres pesetas que antes ganaba, y de tener que recurrir a la mendicidad o a la poca eficaz beneficencia pública en la tierra cuya riqueza fomentó con su trabajo, y por cuya integridad y por cuya honra tal vez derramó su sangre.

      Entiéndase que, por amor a la verdad y a la equidad, y no para adulación o lisonja del vulgo plebeyo, me atrevo a afirmar lo que afirmo, en contra de la flamante y curiosa aristocracia cuyas doctrinas sostiene el señor Gener, y que se funda o cree fundarse en la egregia cultura de aquella pequeña parte de nuestro linaje, que, a lo que parece, es humanidad ascendente y se acerca ya a formar núcleo o grupo de superhombres.

      La flamante aristocracia, o dígase la superhumanidad, no quiere el Sr. Gener que surja por revolución, sino por evolución, siguiendo el camino del progreso, que sin dada llevamos ahora; pero si no seguimos el buen camino y nos hemos extraviado, no se comprende de qué suerte hemos de llegar al superhumanismo por más evoluciones que se hagan. Mala traza tienen de entronizarse los superhombres, si hemos de juzgar fiel la pintura que hace el señor Gener de la sociedad presente: «Los más astutos, dice, escalando el poder directamente, o con la protección de las leyes, amparándose del dinero, se han impuesto, y las sociedades hoy gimen en una esclavitud mil veces peor que la antigua. Una piratería mercantil, un feudalismo industrial han venido a afligir a la humana especie con unos Gobiernos de nulidad, juguete de la bancocracia, que protegen sólo a los ineptos adherentes y dificultan el desarrollo de