ocupaba la mayor cantidad de horas de atención de los distintos sectores sociales, aunque en los últimos años los de mayor poder adquisitivo y, notablemente, los menores de 35 años, protagonizan una migración constante hacia otros medios, pantallas y contenidos, especialmente a través de dispositivos móviles.
Al mismo tiempo, Argentina es uno de los países con mayor circulación de medios impresos per capita del continente y es, detrás de España y México, el tercer productor de libros de Iberoamérica. En cuanto a las conexiones a Internet, fijas y móviles, el país está apenas por debajo de los indicadores de Uruguay y Chile, si bien en el caso argentino con una calidad y velocidad de navegación inferior. La propagación de las conexiones móviles es significativa y configura lo que algunos autores llaman un “régimen de conectividad perpetua” por parte de los usuarios consumidores, dada la ubicuidad de los dispositivos multiplataforma que los acompañan durante todas las horas de su jornada, todos los días de la semana, incluso los no laborables.
A partir de 2014 se expandieron las conexiones móviles 4G y la relevancia que adquirieron los datos impacta no solo en el negocio de los operadores, sino que también influyen en una reconfiguración del mercado de terminales, con altas tasas de renovación de los equipos.
La evolución de las comunicaciones y la progresiva “convergencia” de soportes, servicios y la más reciente concentración por la fusión de empresas de telecomunicaciones, medios e Internet no son procesos meramente tecnológicos. La propia definición de tecnología alude al uso y a la apropiación social. La tecnología es, en sí misma, parte de la sociedad. Lo es porque articula usos sociales. Esa relación inseparable entre tecnología y sociedad constituye un eje medular para comprender cambios del pasado reciente argentino, así como del presente, y enmarca el desempeño de los medios e industrias culturales en una sociedad con necesidades y expectativas cambiantes.
Las nuevas tecnologías tienden a desprogramar una lógica de funcionamiento que basó su desarrollo histórico en proveer programación definida a partir del fabricante de contenidos, que coincidía mayormente con el transportador de ese contenido. La convergencia conmueve los cimientos de esa lógica: halla en la desprogramación una de sus características más salientes, a la vez que desagrega distintos eslabones de la cadena productiva, al menos en su fase actual.
La desprogramación es un proceso que excede a los medios y al propio sector de la cultura y la comunicación. La literatura sociológica que estudia el debilitamiento de instituciones “fuertes” o “sólidas” que organizaban una suerte de agenda cohesionada para el grueso de los grupos sociales ayuda a comprender este proceso. Si bien algunas de las teorías que desembocan en el cuestionamiento de la programación clásica como formato organizativo del relato mediático son propias de contextos de países centrales, en donde la calidad de la conectividad es muy superior a la latinoamericana; este proceso es visible también en la metamorfosis de los medios de la región.
Como efecto, el peso de nuevos medios así como la emergencia de intermediarios que no son, en sentido estricto, medios de comunicación, se siente en los balances de las empresas de medios tradicionales, que acusan una merma de ingresos publicitarios, ya que las campañas se canalizan también a través de los medios digitales, y una disminución de sus audiencias, seducidas por la multiplicación de la oferta.
El alcance cada vez mayor del acceso a las redes convergentes está condicionado por fracturas socioeconómicas y geográficas, pero contribuye al proceso de desintermediación de la industria cultural tradicional. Este consiste en la creciente desprogramación de los usos sociales de los medios y en una simbiosis entre el tiempo de vida y el tiempo de conexión y exposición a redes, en las que conviven, de modo conflictivo, los medios tradicionales con servicios provistos por actores corporativos de nuevo cuño y, en muchos casos, de escala global como Google, Facebook, YouTube o Twitter.
Hay que agregar que los servicios convergentes no son solo la adición de los contenidos de información y entretenimiento producidos por las industrias culturales, sino que suponen también nuevos servicios y formas de socialización entre personas y grupos sociales, lo que fundamenta la adopción de conceptos como el de “autocomunicación de masas” por parte de autores como Castells. El carácter masivo de las industrias culturales tradicionales es reconfigurado por redes individualizadas que son masivas en cuanto a su extensión pero cuyos contenidos son customizados a través de contactos y, sobre todo, de los algoritmos definidos por las empresas propietarias de dichas plataformas.
Lecturas polarizadas de la crisis
El presente es más aciago para las empresas periodísticas de países de la periferia que no cuentan con el capital ni con las audiencias globales del The New York Times, The Washington Post, The Guardian o The Financial Times. Como la profundización de la crisis de los medios en la Argentina coincidió en términos generales con el fin del segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y el inicio del mandato de Mauricio Macri, durante el primer año (2016) de su gestión la interpretación de la responsabilidad del cierre de medios de comunicación se acomodó a la polarización de la agenda política.
Así, editores y columnistas afines al gobierno de Macri difundían la hipótesis de que la crisis era el último estertor de la errática, discrecional e hiperdiscursiva inmersión del gobierno kirchnerista en las comunicaciones, lo cual tenía el atractivo de lo (muy) simple y fácilmente compartible. Ejemplos como el vaciamiento del Grupo Veintitrés (de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel) eran referencia obligada y reiterada para aludir a las políticas de la anterior administración.
El inconveniente de la explicación es que se trataba de una coartada falsa, como se demostró durante todo el año siguiente (2017), cuando grupos empresariales que predicaron a favor del ciclo macrista con el mismo fervor militante con el que otros grupos comprometidos en sus finanzas lo habían hecho con el gobierno kirchnerista, cerraron empresas como La Razón, la Agencia DyN (Diarios y Noticias) e incluso el propio gobierno encabezó los despidos en el sector al impulsar el desmonte de la agencia estatal de noticias Télam (y que la Justicia ordenó a mediados de 2019 la reincorporación de todos los trabajadores) y la reducción significativa de personal en Canal 7 y en las señales audiovisuales Encuentro, PakaPaka y DeporTV.
Dado el sesgo de la explicación anterior, hay quienes, en cambio, amplían la mirada para aludir a un fenómeno que no solo desborda al kirchnerismo y a los usos que el macrismo realiza de su herencia, sino que supera con creces las fronteras del país y de la región. La escena, que es catastrófica a nivel planetario para la institucionalidad mediática, opera con el poder contundente de la naturalización e impide percibir qué hay de específico en el caso argentino.
El cierre de medios no conoce fronteras y, en particular, afecta a los de escala local, produciendo así una desertificación del espacio informativo en localidades medianas y pequeñas que impacta en su diversidad cultural y en su cultura democrática porque se reducen las perspectivas de análisis e interpretación de la realidad circundante que permiten a la ciudadanía expresar puntos de vista, contrastarlos y luego elaborar sus propias síntesis.
Sí, la crisis es global. La digitalización progresiva de todas las actividades productivas, proceso que desborda a los medios de comunicación y que tiene efectos directos en la estructuración social, económica, cultural y política del mundo contemporáneo, fue también la ruina de la edad dorada de los grandes medios. La intermediación de gigantes digitales globales como Google y Facebook afectó el funcionamiento de la cadena productiva de la información y el entretenimiento quitándoles a las industrias de medios el control no solo de la organización de los contenidos que producen sino, también, de su distribución, exhibición y comercialización. Es decir, que los intermediarios digitales, caracterizados desde los medios como depredadores que parasitan los contenidos creados por estos, lograron insertarse como molestos eslabones estratégicos del ecosistema de contenidos capturando así porciones crecientes de la renta del sector.
Además, como complemento fatídico, las audiencias continúan su migración hacia otras pantallas o propuestas. La fuga, más lenta de lo que se vaticinó, desplaza a los usuarios y consumidores desde lógicas programadas