organizaciones”. No obstante, con el avance del tiempo, nuevas demandas fueron impuestas al enfrentarse a un consumidor más sofisticado, más empoderado, saturado, impaciente y más escéptico respecto de las propuestas y promesas del mercado. El propósito siempre fue explorar sobre las vidas de las personas: cómo viven, sus rutinas, sus gustos y aversiones, sus actitudes, opiniones y sus creencias. Frente a un panorama en constante cambio, comprender a las personas y descubrir sus necesidades, deseos y hacia dónde se proyectan, nunca ha sido tan central para que las empresas satisfagan a sus clientes. Es así como, ante la necesidad de adaptarse a los rápidos y profundos cambios experimentados por el marketing, después de veinte años, la AMA (American Marketing Association) redefinió el concepto enfatizando el poder de construir relaciones estrechas con los cl∂ientes. La nueva definición explica que el marketing es una función de la organización y un conjunto de procesos para la creación, la comunicación, la entrega y para gestionar las relaciones con los clientes de modo que se beneficien tanto la organización como sus grupos de interés.
La expectativa de acceso a la voz de los consumidores crece cada vez que, en la nueva era digital, se incrementan las fuentes para obtener la información de forma espontánea y en tiempo real.
Datos vs. análisis
En un contexto donde domina el paradigma del big data, es posible obtener una cantidad casi infinita de datos a disposición. No obstante, la complejidad que genera medir la eficacia de los contenidos hace que una de las áreas más importantes y relevantes de trabajo sea la curaduría. El foco de valor deja de ser la obtención y se corre hacia el concepto de articulación, de interpretación para convertir datos en saber, en información. La capacidad de hacer operable esa información, para que juegue a favor de la estrategia, es el verdadero desafío. Con ese fin, se requiere la formación de una capacidad analítica, también en tecnologías y metodologías emergentes, y el desarrollo de habilidades de consultoría para colaborar en la toma de decisiones y contribuir con las necesidades del negocio. Gran cantidad de datos no necesariamente significa que sean buenos datos sin la correcta interpretación, porque existe una gran diferencia entre los datos y el saber, un conocimiento profundo y productivo.
Basadas en los nuevos poderes del consumidor, protagonista activo que desea ser artífice de su propia satisfacción y que no solo elige productos sino que les da un significado que ayuda a estructurar su propia identidad, surgieron nuevas técnicas de investigación que lo integran. Con la ayuda de la tecnología, se crean formas colaborativas que integran al consumidor en la co-creación de las empresas, generando un diálogo directo a través de talleres, comunidades online, concursos, votaciones, convertirlos en cazadores de tendencias y otros tipos de propuestas de trabajo entre empresas y potenciales clientes con el objetivo de innovar y crear valor para ambos agentes. “Las compañías no solo escuchan a los clientes y satisfacen sus necesidades, sino que también los involucran en las actividades de marketing para co-crear valor” (Petri y Jacob, 2016).
Otra técnica es la netnografía, que deviene como deudora de la etnografía, un método fundamental de la investigación socioantropológica cuyo propósito es investigar el comportamiento real del consumidor y comprender su lógica de consumo y las tendencias culturales mediante un proceso de acompañamiento de su vida cotidiana. La netnografía consiste en esta misma indagación pero en los escenarios virtuales que hoy son también donde vive la gente y donde es posible conocer las preocupaciones, gustos, intereses y opiniones de los consumidores con el fin de capturar los insights más genuinos y espontáneos.
En un escenario de cambios tecnológicos tan acelerados es necesario crear y probar constantemente nuevas formas de abordaje al consumidor para comprender las actitudes de los usuarios frente a determinados productos y servicios, usar las plataformas disponibles y articular los conocimientos al servicio de la toma de mejores decisiones para definir cómo diseñar el diálogo con cada target. Los modelos del siglo XX dejaron de ser fructíferos y, en el siglo XXI, la estrategia empresarial de colocar al cliente en el centro pasa a ser la clave del éxito. El objetivo común es, al fin y al cabo, lograr esa conversación bidireccional con los consumidores para forjar vínculos de comunidad e identidad. El proceso de democratización de la economía exige entender el profundo cambio que atravesaron las relaciones entre el mercado y los consumidores.
¿Obstáculos o facilitadores para las marcas?
El nuevo contexto plantea nuevos retos para las empresas: hoy se trata de crear valor, comunicar, conversar e interactuar con los consumidores para demostrar que entienden sus necesidades y dan respuestas. Honestidad, autenticidad, transparencia, coherencia y cercanía pasan a ser valores cada vez más importantes para los consumidores que son por su parte menos ingenuos y más activos productores.
La metamorfosis del consumidor tradicional obligó también a las empresas a redefinir la forma en la que interactuaban con los clientes y a evolucionar su cultura organizacional: empoderar a una organización para que sea fundamental entregar interacciones personalizadas y contextuales.
Orientados cada vez más a crear una conexión emocional con el usuario, la sintonía con los valores ideológicos de los clientes para generar identificación y un apego emocional parecen ser los componentes del camino hacia la lealtad a la marca, la valoración subjetiva de ella y la intencionalidad de volver a comprar.
Marc Gobé describe en su libro Emotional Branding las 10 bases que toda estrategia de gestión de marca emocional debería tener: la proporción de un trato personalizado al cliente; el desarrollo de una línea comercial congruente con los valores de la marca; el aporte de un valor agregado a los productos y servicios que satisfaga las necesidades secundarias de los clientes; el esfuerzo por ofrecer más bien una experiencia de consumo que un producto o servicio en sí mismo; la transmisión de un mensaje comercial significativo; el desarrollo de una personalidad de marca; la integración de las emociones y sentimientos en la creación de un producto; la búsqueda de presencia; el establecimiento de un canal bidireccional entre empresas y clientes, y, por último, la proporción de un servicio postventa personalizado. Además, las marcas necesitan poner foco en la innovación continua, dado que esta conlleva a la diferenciación.
Uno de los grandes retos a los que se enfrentan las empresas hoy en día es el de encontrar la forma para que su presencia en el mercado se solidifique y persista. Kevin Roberts expone en su libro Lovemarks que la supervivencia de las marcas dependerá de la creación de productos y experiencias capaces de crear vínculos emocionales profundos y duraderos con sus consumidores. ¿Se puede lograr, entonces, el amor hacia una marca? En respuesta a este interrogante, el autor acude al término lovemarks para referirse a aquellas marcas y empresas que logran crear lazos genuinamente afectivos con las comunidades y redes sociales en las que se desenvuelven, y despertar una elevada lealtad. Los consumidores pasan a entablar una relación personal con la marca y actúan como sus guardianes morales. Ahora bien, ¿cómo se preserva este vínculo? Cierto es que algunas marcas son capaces de provocar un apego emocional. No obstante, estos beneficios pueden estar acompañados de problemas potenciales como la invasión de la privacidad y el abuso de la relación cercana con sus consumidores.
En síntesis, se trata de la comprensión de valores y emociones, el trato personalizado sumado al desafío del respeto de la privacidad y lograr relevancia para la bidireccionalidad de la conversación. En este escenario cabe preguntarse: ¿cuáles son esos valores determinantes para los diferentes segmentos de consumidores? ¿Cómo podemos conocerlos? El abordaje del estudio del consumidor tiene como prioridad la focalización en el conjunto de valores de cada persona que influye directamente en las actividades cotidianas de consumo. Cada cultura transmite a sus miembros valores diferentes o comunes a otra. A su vez, dentro de una misma cultura, los consumidores conviven diferenciándose al identificarse con diversos intereses, formas específicas de arte e ideologías. Estas microculturas nos definen y ejercen una fuerte influencia sobre nuestra identidad. “Lo que pensamos sobre nosotros, los objetos que valoramos, lo que nos gusta hacer en nuestro tiempo libre o incluso aquello que nos hace sentir mejor, todos estos factores sirven para determinar qué productos presionarán nuestros botones” (Michael Solomon, 2016).