toda la cadena productiva de los contenidos masivos.
Los efectos de la crisis a nivel global son múltiples según se observe la economía del sector, su infraestructura y soportes tecnológicos, sus usos, aplicaciones y significaciones sociales, su contenido cultural, sus formatos y orientaciones, las políticas públicas de cada país y su sistema de protección a las actividades culturales y noticiosas, las rutinas productivas que involucra y el tendal de despedidos que, a su vez, produce un salvaje disciplinamiento de quienes aún conservan su trabajo, lo que coloca el interrogante sobre la capacidad de articulación y respuesta de los sindicatos ante la actual etapa. Hay ya una biblioteca dedicada a la crisis de los medios, pero uno de sus indicadores más elocuentes hoy es la metamorfosis del Grupo Clarín, que tras ser creado en 1945 como diario y convertirse en multimedios en las décadas de 1980 y 1990, en la actualidad celebra su mutación como operador de telecomunicaciones gracias a la fusión entre Cablevisión y Telecom, convenientemente lubricada con decretos y resoluciones del gobierno nacional.
Por cierto, antes de la irrupción de la era digital los medios tenían competidores en su labor de troquelado de la agenda pública, por lo que sería inexacto asignarles omnipotencia. Otras instituciones (políticas, sindicales, religiosas, educativas, deportivas) disputaban las jerarquías, los enfoques y las atribuciones asignadas a temas y personas protagonistas de la programación de los medios. Estos, además, debían negociar sus prioridades con el humor social para que los llamados atajos cognitivos con los que actuaban sobre valores y encuadres sintonizaran con las tendencias generales de una sociedad pues, a la inversa, sus mensajes caerían en la indiferencia. Esa negociación con el humor y con los valores sociales –humor y valores condicionados, desde luego, por una alfabetización que tenía y en cierta medida sigue teniendo a los medios y al resto de las instituciones como artífices– es una de las sustancias irremplazables que nutren de predicamento a la actuación de los medios, la alquimia que el registro coloquial alude como “el poder de los medios”.
La escena digital expresa una doble derrota para planificar desde los medios esa negociación cotidiana con otras instituciones y con el humor y valores sociales en el troquelado de la agenda pública: por un lado, el quiebre de su monopolio en la distribución, exhibición y comercialización de contenidos es percibido por otros actores (como gobiernos y empresas) como una oportunidad para desintermediar sus mensajes y dirigirse directamente a sus interlocutores sin pagar el peaje (simbólico y económico) para usar como plataforma de comunicación a los medios; por otro lado, la irrupción de intermediarios de Internet como Google y Facebook erosiona la capacidad de los medios para medir la temperatura del humor social, las tendencias y gustos cambiantes de los diferentes grupos, así como para interpretar las razones mutantes de la agregación y desagregación de las audiencias.
Cierto es que el ecosistema digital tiene todavía un puente de oro hacia el sistema de medios, ya que es adicto a los contenidos. Y tanto los medios como el entramado de industrias culturales siguen siendo los principales (no únicos) polos abastecedores de los contenidos que son luego distribuidos y también reorganizados por los intermediarios de Internet. “El contenido es rey” es una consigna que tiene validez incluso sobre el cierre de la segunda década del siglo XXI. Pero el rey ya no está solo, su corona luce oxidada y sus dominios se encogen. La reina es el contexto, como dijo Julieta Shama (Facebook), en una charla organizada por el Centro de Estudios sobre Medios y Sociedad en Argentina (MESO) en 2017. Shama se refería a que el contenido no gobierna en soledad; su reinado no puede pensarse sin el contexto. Y las variables de ese contexto están definidas, de modo creciente, por los intermediarios digitales. El rey debe, pues, ceder sus pretensiones en función de las determinaciones del contexto.
El fastidio que provoca en los medios tradicionales la intervención de Google y Facebook suele obturar la comprensión de las diferencias entre ambos gigantes globales: mientras Google condiciona la circulación de contenidos por su sistema de búsqueda e indexación (lo que motiva quejas de los medios como la difundida por el principal grupo editor de Alemania, Axel Springer, a raíz de la discrecionalidad con la que el algoritmo define la suerte de muchos emprendimientos periodísticos), Facebook es, dentro de la nueva especie de criaturas digitales, una alteración genética que descompagina las ediciones de los medios tradicionales y que aísla las notas embebiéndolas en su plataforma. Mientras Google puede responder a la exasperación de los medios con el hecho de que les aporta tráfico en sus sitios web, aunque les quite renta y los someta a sus criterios de indexación, Facebook asume el control de la exposición de los contenidos, a los que aspira desde los sitios web corporativos hacia su propia red, dosificándolos en la navegación de los usuarios.
Las batallas que dan los medios en el nuevo escenario tienen el gusto amargo del monarca destronado que pretende ser repuesto en el trono, con la ilusoria voluntad de borrar de un plumazo las dos últimas décadas y sus protagonistas. Tal vez sería más prudente y realista mejorar el espacio fundamental que aún conservan, que es el de la creación de contenidos de información y entretenimientos que son socialmente significativos. De otro modo, seguirán perdiendo energías en la recreación de un pasado irrepetible. Como advirtió Darwin en su clásico El origen de las especies: “Ni las especies aisladas ni los grupos de especies reaparecen una vez que se ha roto la cadena de la generación ordinaria”.
Como siempre que estén involucradas fuerzas sociales y económicas, también ahora el sentido de las políticas públicas puede agravar, mitigar o reconducir hacia otros horizontes la crisis en el sector de los medios. De hecho, basta observar lo que ocurre en términos comparados: en cada país el impacto es diferente, y depende tanto de la capacidad y la voluntad estatal para atenuarlo como de la habilidad de los actores de la propia industria para afrontar una etapa para la cual están muy poco preparados.
Uno de los indicadores más elocuentes de la radical transformación en las formas de producción digital y circulación social de la cultura, de la información y el entretenimiento es que hasta sus protagonistas carecen de una hoja de ruta que los aproxime como guía en el temporal que atraviesan y cuyo horizonte luce insondable. Los dueños y accionistas de las industrias culturales se preguntan si es más necesario para su supervivencia tomar decisiones conservadoras o rupturistas, los trabajadores culturales dudan acerca de cómo podrán, con sus competencias y habilidades actuales, prosperar mañana, y todos los eslabones de la cadena de valorización de sus creaciones auscultan el futuro inmediato con una mezcla de temor y desconcierto. Hasta los financiadores publicitarios emiten señales contradictorias.
Las plataformas de producción de contenidos, así como los medios tradicionales para su distribución y acceso, están asediados por nuevas organizaciones, intermediarios, soportes y dispositivos que, por ahora, conviven en un contexto de alta inestabilidad con los actores de la vieja escuela, varios de los cuales intentan actualizarse, en algunos casos imitando a nuevos medios digitales, en otros realizando alianzas y, también, recreando parte de sus actividades y prácticas.
La incertidumbre organiza hoy el sector de las comunicaciones. Pero si la política pública no atiende las grandes asimetrías que surcan el escenario de la cultura global, la digitalización será una oportunidad de crecimiento y progreso desaprovechada.
El nuevo ecosistema digital encandila con su amigable promesa de apertura, acceso ilimitado y conservación infinita de contenidos que no son sometidos a desgaste, cuando, si bien crea posibilidades inéditas de producción y circulación de información y entretenimientos, también establece peajes en los cuales se incuba una cultura iconoclasta en la que solo las especies con mejores aptitudes para amoldarse al cambio perpetuo podrán sostenerse.
Capítulo 2
El consumidor en la era digital
Por Mariela Mociulsky.
Licenciada en Psicología (Universidad de Buenos Aires), con estudios de posgrado en iae (Desarrollo Directivo), en Investigación de Mercado y Opinión Pública (UBA) y en Psicología Social. Especializada en Investigación de Mercado y Análisis de Tendencias, con más de veinte años de experiencia desarrollada en consultoras y dirección de proyectos de alcance regional para marcas líderes.