John C. Lennox

¿Ha enterrado la ciencia a Dios?


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echa por tierra la mítica imagen de Galileo de “renegado que se burló de la Biblia”. Resulta que, en realidad, Galileo era un firme creyente en Dios y en la Biblia, y así permaneció toda su vida. Mantenía que «las leyes de la naturaleza están escritas por la mano de Dios en el lenguaje de las matemáticas», y que «la mente humana es obra de Dios, y una de las más excelentes».

      Además, Galileo disfrutó de gran apoyo por parte de muchos de los intelectuales religiosos, al menos al principio. Los astrónomos de la poderosa institución educativa jesuita, el Colegio Romano, apoyó inicialmente su trabajo astronómico, por el que fue felicitado. Sin embargo, se le opusieron vigorosamente los filósofos seculares, enfurecidos por su crítica de Aristóteles.

      Se veía venir que esto iba a ser una fuente de conflictos. Pero, quede claro, en un principio no con la Iglesia. Así parece haberlo interpretado Galileo pues en su famosa Carta a la Gran Duquesa Christina (1615) afirma que los profesores académicos, sus antagonistas, fueron los que trataron de influir en las autoridades eclesiásticas en su contra. Lo que estaba en juego era claro: los argumentos científicos de Galileo amenazaban al omnipresente aristotelismo de la academia.

      Impulsado por su afán por desarrollar la ciencia moderna, Galileo quería decidir entre las teorías del universo por medio de pruebas, no de argumentos basados en postulados apriorísticos en general y en la autoridad de Aristóteles en particular. Entonces contempló el universo a través de su telescopio y lo que observó haría añicos algunas de las principales especulaciones astronómicas de Aristóteles. Galileo observó las manchas solares sobre la superficie del sol “perfecto” de Aristóteles. En 1604 contempló una supernova, que puso en tela de juicio la idea de los «cielos inmutables» de Aristóteles.

      El aristotelismo era la cosmovisión reinante. No era simplemente el paradigma para hacer ciencia, sino que constituía una cosmovisión en la que ya empezaban a aparecer grietas. Por otro lado, la Reforma Protestante desafiaba la autoridad de Roma, que sentía seriamente amenazada la unidad religiosa. Por lo tanto, era un momento muy delicado. La asediada Iglesia Católica Romana, que había abrazado el aristotelismo, como todo el mundo entonces, no podía permitir un desafío serio a Aristóteles aunque ya comenzaban los rumores (particularmente entre los jesuitas) de que la Biblia misma no siempre apoyaba a Aristóteles. Sin embargo, esos rumores no fueron lo suficientemente fuertes como para evitar la poderosa oposición a Galileo procedente tanto de la Academia de las Ciencias como de la Iglesia Católica. Pero, aun así, los motivos de esa oposición no eran meramente intelectuales y políticos. Las envidias y, también hay que decirlo, la propia falta de sentido diplomático de Galileo fueron factores importantes. Irritó a la élite de su día al publicar en italiano y no en latín, para divulgar el asunto entre la gente normal. Se sentía comprometido con lo que luego se conocería por comprensión pública de la ciencia.

      Galileo tenía además la mala costumbre, tan corta de miras, de denunciar mordazmente a quien disentía de él. Ni tampoco se hizo un favor a sí mismo con su modo de responder a una directiva oficial de incluir en su Diálogo sobre los dos Sistemas Principales del Mundo el argumento de su antiguo amigo y partidario el papa Urbano VIII (Maffeo Berberini), en el sentido de que, ya que Dios era omnipotente, podría producir un fenómeno natural de muchas maneras diferentes; y, por tanto, sería presunción por parte de los filósofos de la naturaleza reclamar una solución única. Galileo la siguió obedientemente, pero presentando dicho argumento en labios de un torpe personaje del libro llamado (claramente adrede) Simplicio. Típico caso de echarse piedras al propio tejado.

      La lección principal es que hay que ser lo suficientemente humildes como para distinguir entre lo que dice la Biblia y nuestras propias interpretaciones. Quizá es que el texto bíblico es más sofisticado de lo que pensamos y caemos en la tentación de utilizarlo a favor de ideas que nunca han estado ahí. Así parece haber pensado Galileo en su día, y la historia le ha dado la razón.

      EL DEBATE HUXLEY-WILBERFORCE DE 1860 EN OXFORD